Jornada Semanal, domingo  6 de octubre del 2002                 núm. 396

LUISTOVAR
EL TIGRE NO ES COMO
LO PINTAN

Si alguna ventaja tienen los mitos y leyendas populares a la hora de servirse de ellos para estructurar un relato, es su (aparentemente) total permisividad. Y si alguna desventaja tienen, es que cualquier interpretación que de ellos se haga, forzosamente ha de resultar incompleta o excesiva o tergiversadora o etcétera, de acuerdo con la versión previa que cada quien conozca.

En 1973, Arturo Martínez dirigió El Tigre de Santa Julia, que tuvo a Juan Gallardo como protagonista. Alejandro Gamboa y Miguel Rodarte, respectivamente, son quienes veintinueve años más tarde y con el mismo título, retoman para el cine esta leyenda mexicana equivalente a la del inglés Robin Hood.

"Te agarraron como al Tigre de Santa Julia" es una frase que todos hemos dicho alguna vez, y tiene razón Gamboa cuando afirma que la mayoría de la gente sólo sabe del mítico personaje que un día lo sorprendieron cagando, para decirlo sin eufemismos. Semejante mezcla de celebridad y desconocimiento es un verdadero paraíso, cinematográficamente hablando. Basta con respetar ciertos aspectos básicos de la leyenda, que todo lo demás ya se irá acomodando de acuerdo con necesidades muy de otro orden; por ejemplo, las de una productora como Videocine, de la que no cabe esperar más interés que el monetario, o las del propio director, quien confesó el deseo de haber hecho nada más que una película divertida.

A forrar el mito

La permisividad que una leyenda concede para su representación será muy amplia, pero no ilimitada. A la hora de adaptarla se rige por las mismas reglas que cualquier ficción, y ofrece una dificultad acaso mayor: la de hallar el equilibrio entre la verdad histórica y la verosimilitud narrativa, de modo tal que la consignación del dato comprobable –la parte– no se convierta en un lastre argumental para la ficcionalización –el todo–, y a la inversa, que la libertad para rellenar los huecos que toda leyenda presenta, no haga de ésta una historia inverosímil de la que uno terminará aceptando, a fin de cuentas, sólo aquello que sabía de antemano.

En esta nueva versión, que no remake, de El Tigre de Santa Julia, se apuesta por algo que podríamos llamar multidisciplinario, para no cubrir demasiado pronto estas líneas con definiciones altisonantes. Formalmente hay mucho para escoger: la cinta abre con un narrador en off –recuperado al final–, continúa con un breve lapso de animación que se hace eco del cómic, prosigue con un igualmente breve sepia que quiere dar la sensación de homenaje al cine de oro nacional, y pronto llega al color, se instala en él y entra propiamente en materia.

José de Jesús Negrete, más tarde el Tigre, tiene veinte años y todo está por escribirse. Surge aquí uno de los pocos aciertos de la cinta: un viejo escritor alcohólico no sólo imagina la leyenda sino que también la instiga, y después la va escribiendo sin importarle qué tan lejana esté de los hechos que él mismo testifica. Sin embargo, este narrador dentro de la narración, dueño de la referida voz en off, es desperdiciado a punta de despilfarro y sobreexposición: la lectura de sus artículos por él mismo y por los santajulianenses quiere ser leitmotiv y queda en recurso manido, cuando no en pobre caricatura precisamente de eso que pudo ser la mayor virtud del filme: una exégesis, ligera pero interesante, del metatexto que supone toda contribución a un mito popular, así como de su carácter de reforzamiento, negación, ampliación o revaloración de dicho mito.

Algo similar ocurre con la leyenda del Tigre. Para que sea galán, se hace de Gloria (Irán Castillo), la coprotagonista, una suerte de macha feminista o cosa parecida, mejor que él para asaltar, pero cuya meta última es el matrimonio a la antigüita, mientras que al resto de la banda se le caracteriza de puta redimida, de cachonda rogona y traicionera, o de viuda agradecida.

Otro riesgo que la cinta no salva es el de salir bien librado de una adaptación de época, y no porque sea demasiado difícil ambientar los principios del siglo XX mexicano, sino por detalles que parecen verdaderos suicidios. En ese contexto, es por lo menos cuestionable el uso de conceptos contemporáneos como "tener mala publicidad", decir "congal" para referirse a un prostíbulo, o hablar de un colchón ortopédico. Lo que sí resulta inaceptable es recurrir a la cibernética para fabricar, en varias escenas, el horizonte visual, así como manipular filtros y luces de modo tal que el cuadro termina siendo cualquier cosa menos creíble. Me pregunto si todo eso quiere ser un homenaje –fallidísimo, en tal caso–, a Gabriel Figueroa, al Indio Fernández, a De Fuentes y tantos más. En lo que de plano me doy por vencido –anquilosados que somos algunos–, es en el uso de música electrónica para aderezar las escenas de acción. Ahí sí que nomás no entiendo, quizá por querer fijarme demasiado en fruslerías como la verosimilitud narrativa en la adaptación cinematográfica de una leyenda popular. O será tal vez que el tigre nunca es como lo pintan.