La Jornada Semanal 6 de octubre  del 2002              396

 E N S A Y O


MONTADA EN EL CENTAURO

LEO MENDOZA

Bárbara Jacobs,
Atormentados,
Alfaguara,
México, 2002.
 

Tocó en suerte al Señor de la Montaña –así llamaba Quevedo a Montaigne y nos lo recordó Arreola en la espléndida antología que prologó para la colección Nuestros Clásicos– ser el inventor de un nuevo género literario: el ensayo. Al parecer, en un principio, el género estuvo relacionado con la comida y los venenos –combinación muy socorrida en la Europa renacentista. Sin embargo, a lo que Montaigne aspiraba, antes que a probar platillos, era a ensayarse, a probar sus propios conocimientos a través de un escrito. Y los de Montaigne son ejemplos tan perfectos que pueden leerse como si hubieran sido escritos ayer mismo. Con el paso del tiempo, el ensayo devino el centauro de los géneros. Tal es la definición alfonsina.

Y ambas, la de Montaigne y la de Reyes, nos vienen a la memoria mientras leemos los textos de Bárbara Jacobs que conforman Atormentados y que fueron publicados en este mismo espacio hace ya algunos años. Y es que aun cuando escritos para una publicación periódica –en forma de columna– estamos ante una muy acabada muestra del ensayo moderno que es bastante antiguo: es decir, un espacio donde el autor se prueba a sí mismo, busca aquellas similitudes, aquellas conexiones, aquellos puntos oscuros que han fascinado a lo largo de los siglos tanto a autores como a lectores –algunas veces ambos personajes conviven en una sola persona– y que en ocasiones encontramos como simples casualidades, que Koestler consideraba encerraban verdaderas leyes de la vida.

Los ensayos de Bárbara Jacobs están circunscritos a un tema: el de la angustia creativa, el de quienes sufren ante el ejercicio de su arte y aun se ven condicionados por su tormento, como ocurre con Nijinski o Nietzsche. Pero la elección del tema es ya un decisión del autor, una idea de hacia dónde encamina sus naves y más que esto una idea del derrotero que seguirá. Por el ejercicio del ensayo, más que explicaciones eruditas –que a veces son bienvenidas– o puntillosos recordatorios históricos, requiere de una gran capacidad para conectar y combinar autores, anécdotas, temas, datos. El ensayo concatena, une. Quizá de ahí la cualidad proteica del género: leer ensayo en muchas ocasiones implica una comunicación secreta con el autor.

En muchas ocasiones –como en el caso que nos ocupa– el autor es igualmente un gran lector capaz de reconocer aquellas fallas de apreciación que enturbiaron o quizá prejuiciaron sus primeros acercamientos a un autor. En lo particular, me sorprende gratamente el hecho de que Bárbara Jacobs reconozca, por ejemplo, haber leído mal a Mary McCarthy o despreciar a Leonard Woolf –cubierto por la gigantesca sombra de su esposa Virginia– por considerar quizá que algo tuvo que ver con el suicidio de la autora de Las olas.

Otro elemento que hace ejemplares a los breves ensayos de Bárbara Jacobs es la profunda empatía que en ocasiones existe entre la escritora y los autores y artistas sobre los que habla. Sobremanera, me impresionan sus textos en torno a la música, al señor Satie, condenado motu propio a la soledad o bien el dedicado al poeta, novelista y compositor Arrigo Boito y su Fausto. Quizá al indagar sobre la angustia que consume a estos atormentados, la autora nos habla de sus propios temores y de su relación personal, única, y por lo tanto profundamente interesante, con los artistas de los que nos habla.

Jacobs nos cuenta sus hallazgos como lectora a sabiendas de que éstos funcionan como vasos comunicantes, que inducen a su vez a la lectura y a la búsqueda de nuevas conexiones: ahí está ese ensayo dedicado a "La sonata a Krautzer" que nos lleva de la música de Beethoven a la novela de Tolstoi y a la pintura de Cezanne o la relación, casi maldita, entre Van Gogh y Gauguin. Cada uno de los veintinueve ensayos que componen el libro son propuestas para ampliar nuestra propia visión del arte, la literatura y la vida. Así, Jacobs puede iniciar uno de sus textos refiriéndose a Pirandello y luego pasar a Hellman, Quevedo, Eliot y concluir con Max Frisch o bien encontrar los misterios que hacen posible que el autor más admirado por Kafka, Robert Walser, sea uno de los más famosos desconocidos dentro de la literatura en lengua alemana. Pero de todos ellos, mi favorito es precisamente la aparición de Juan Rulfo retratada con una simple –en apariencia– pincelada nocturna.

Y siempre, en todo momento, escuchamos la voz de la autora quien, como buena lectora, nos recuerda que casi todas las interrogantes, todas las dudas que la asaltan a la hora de acercarse a un texto, son el germen de pequeños, sorprendentes, luminosos y en ocasiones angustiantes textos en prosa que conocemos como ensayos •