Jornada Semanal,  6 de octubre de 2002      núm. 396 

ANA GARCÍA BERGUA

INSURGENTES

Es probable que a mucha gente de la que vive en las colonias aledañas a la avenida Insurgentes les haya ocurrido lo mismo que a mí cuando era chica y pertenecía a la ahora centenaria Condesa: desde cualquier colonia de calles más estrechas, ya fuera la Roma, la Nápoles, la Del Valle, salir a Insurgentes era como salir al mar, al mundo exterior. Ahí tomaba uno el camión para ir a la Universidad o adonde tuviera que llegar; ahí se estacionaba mi papá en el café de las Américas que tenía un poco aspecto de pecera, y charlaba con sus cuates, mientras nosotros mirábamos pasar a la gente. Ahí también vimos desfilar a la selección nacional en el año setenta, fuimos al cine de las Américas, visitamos las librerías de Cristal y veíamos revistas en el Sanborns de Aguascalientes. Y muchos han de haber ligado de alguna manera inolvidable o clandestina en algún punto de Insurgentes, desde la Zona Rosa hasta la Universidad.

Cuando iba a la prepa, en el camión, llegué a memorizar cada casa y cada tienda del tramo de Insurgentes que debía recorrer desde mi colonia a la colonia Florida, donde ésta se encontraba: Insurgentes se desenrollaba ante mis ojos como un libro conocido que leía yo mañana y tarde, cuyos cambios –muy pequeños y espaciados en ese entonces: un nuevo restaurante, la construcción un edificio alto, un árbol derribado, una boutique que se convertía en discoteca– introducían cierto interés en la trama de aquel paisaje, mientras que saber exactamente qué seguía después de cada casa, de cada tienda, ayudaba a medir el tiempo. Yo creo que pocas cosas en mi vida –mis hijas, quizᖠhabré llegado a contemplar con tanto interés como a esa avenida Insurgentes que era como un ser vivo, como un reflejo del mundo que hubiera querido responder a las naturales curiosidades y exaltaciones adolescentes.

Luego llegaron los ejes viales, la destrucción de la glorieta de Chilpancingo, las travestis en la gasolinera de División del Norte y esa mezcolanza de discotecas y restaurantes que cambian de día a día: un nuevo paisaje, un nuevo folclor, que otros memorizarán a su manera. Supongo que así son las cosas ahora y aún soy joven como para lamentarlo. Simplemente es distinto, pero sé de varios a los que se les deshizo un poco el mundo cuando quitaron el restaurant La Veiga, en cuyo lugar, por cierto, no han puesto nada más en muchos años. Pero déjenme decirles lo que sí me gusta ahora de Insurgentes (y por eso me puse a escribir esta crónica de color salmón): esos policías trepados en sus retopetes, ¿no les fascinan? Con el imperativo de impedir a toda costa que uno dé la vuelta en U, le han devuelto a Insurgentes su aire marítimo, de moderna rapidez. Yo los veo ahí paraditos en sus cajones, como estatuas, y a cada momento imagino escenas de película de Harold Lloyd. Además, el hecho de haberlos trepado en algún lugar les quita de algún modo lo peligroso: como son gorditos, no será tan fácil que se bajen a morderlo a uno, como hacían los de antes, y su función entonces queda claramente establecida, como una gramática hecha de frases que terminan en semáforos. Lo que sigue es que también entonen una canción, o declamen un poema, para hacer de nuevo de Insurgentes un sitio memorable, una especie de carta que las futuras generaciones leerán de nuevo, una y otra vez.