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Mi Emilio Salgari Confieso que este artículo fue inspirado por un anuncio de La Jornada Semanal en donde leí el nombre que fue, en mi infancia, el pasaporte a los destinos más emocionantes: Emilio Salgari. Todo comenzó en cuarto de primaria, cuando mis padres compraron en Aurrerá una gran cantidad de libros de la editorial Bruguera, encuadernados en imitación piel color rojo. Los títulos eran de chile, de dulce y de manteca: Victor Hugo, Capote, Bocaccio, Chaucer, Flaubert, diccionarios astrológicos, libros de cocina, ciencia-ficción, Dumas y, ah, Emilio Salgari. En esa colección conocí a muchos autores que ya nunca habrían de abandonarme. Mis padres me veían leer, satisfechos de que su hija hiciera algo de provecho, y yo, bajo su mirada benevolente, me divertía como loca aprendiendo cosas que no eran para mi edad. Cuando pasé a quinto, ya sabía mucho de infidelidades, acostones y guerras sangrientísimas gracias a Chaucer, a Bocaccio y a Flaubert (todavía conservo mi ejemplar de Salambó, adornado con una calcomanía que salió en un paquete de Sabritas). Pero, entonces, mi favorito era Salgari.
Seguí leyendo a Salgari a lo largo de mi infancia. Hace poco, mi amigo Juan me sugirió que reescribiéramos algunos tomos de Sandokan, convirtiendo a Yáñez, a Giro Batol y a Araña de Mar en los héroes. Al releer Sandokan me di cuenta de que sí, Sandokan es un egoísta y un disperso. Pero Salgari tenía razón en todo lo demás: el año pasado, en la revista Letras Libres vi un reportaje fotográfico de Philip Blenkinsop sobre los dayakos y la guerra que han declarado a los emigrantes madureses. Por ahí andan, mandao en mano, cortando las cabezas de sus paupérrimos e indefensos enemigos. Una imagen es especialmente terrible, aunque es la menos amenazante (hay otra en la que aparece una cabeza cortada): en ella el ejército indonesio rescata a un grupo de madureses que miran a la cámara con un gesto de miedo indescriptible. El pie de foto informa que, horas más tarde, el convoy fue atacado por dayakos. Sólo me falta concluir que la lealtad y la serenidad son invaluables. Y ojalá Salgari hubiera escrito cómo mantener la calma, porque tanto a él como a mí siempre nos ha faltado. Más tarde en la vida, saber de su suicidio me rompió el corazón. |