Jornada Semanal,  domingo 29 de septiembre del 2002      núm. 395


Mi Emilio Salgari

Confieso que este artículo fue inspirado por un anuncio de La Jornada Semanal en donde leí el nombre que fue, en mi infancia, el pasaporte a los destinos más emocionantes: Emilio Salgari.

Todo comenzó en cuarto de primaria, cuando mis padres compraron en Aurrerá una gran cantidad de libros de la editorial Bruguera, encuadernados en imitación piel color rojo. Los títulos eran de chile, de dulce y de manteca: Victor Hugo, Capote, Bocaccio, Chaucer, Flaubert, diccionarios astrológicos, libros de cocina, ciencia-ficción, Dumas y, ah, Emilio Salgari.

En esa colección conocí a muchos autores que ya nunca habrían de abandonarme. Mis padres me veían leer, satisfechos de que su hija hiciera algo de provecho, y yo, bajo su mirada benevolente, me divertía como loca aprendiendo cosas que no eran para mi edad. Cuando pasé a quinto, ya sabía mucho de infidelidades, acostones y guerras sangrientísimas gracias a Chaucer, a Bocaccio y a Flaubert (todavía conservo mi ejemplar de Salambó, adornado con una calcomanía que salió en un paquete de Sabritas). Pero, entonces, mi favorito era Salgari.

Emilio SalgariYo era una flaca esmirriadísima, de botas ortopédicas. Popular mientras no se tratara de la clase de deportes, ni de hacer equipos, pues entonces nadie me quería en su bando. No me quejo. Era yo incapaz de un buen saque en el volibol, le tenía miedo a la pelota de básquet, y era tan inepta para jugar, que cada vez que quería saltar la cuerda terminaba con la marca de la reata en el cachete. Los libros fueron –y son– la oportunidad de estar en lugares que me gustaban muchísimo más que un patio polvoriento, lleno de niños. El primer libro de Salgari que leí fue Los tigres de Malasia. Ah, los dayakos malvados que comían ollas de mariscos podridos con los sables mandao, especiales para decapitar, sobre las rodillas, mientras esperaban, apostados junto al río, a que pasara el Mariana, en el que viajaba el gallardo tigre de Mompracem, acompañado del flemático Yáñez. Los dayakos cortaban cabezas, las arenas movedizas devoraban a los descuidados, las flores carnívoras exhalaban su perfume de carroña, y yo me estremecía de horror. Sobre la cubierta del barco un derviche malvado resistía la tortura del agua que los tigres le hacían beber. La panza del derviche se inflaba, el embudo seguía trasvasando el agua, los ojos del santón le daban vueltas en las órbitas. Yáñez fumaba pipa y daba clases de botánica al lector y a Giro Batol, el feo grumete con el que yo me identificaba (lo de feo lo dice Salgari, no yo). Sonaba el timbre: en trance, me encaminaba al salón con el libro en la mano. Lo acomodaba sobre mis piernas, bajo el pupitre, y seguía leyendo. Casi no recuerdo nada de ese año, sólo las aventuras de Sandokan. Reprobé, por supuesto, y hube de repetir. No me importó porque ya había descubierto a Dumas y en Los tres mosqueteros, Athos ampliaba y mejoraba la serenidad temeraria de Yáñez. Pero las lecciones salgarianas habían sido aprendidas. A saber: 1. Asia y el subcontinente Indio son lugares emocionantes. 2. El mundo es misterioso. 3. Muchos piratas son gentilhombres despechados. 4. Los libros son como boletos de avión, pero baratos. 5. Los dayakos de Borneo son gente proclive al asesinato y al canibalismo. 6. La lealtad es invaluable y la serenidad también.

Seguí leyendo a Salgari a lo largo de mi infancia. Hace poco, mi amigo Juan me sugirió que reescribiéramos algunos tomos de Sandokan, convirtiendo a Yáñez, a Giro Batol y a Araña de Mar en los héroes. Al releer Sandokan me di cuenta de que sí, Sandokan es un egoísta y un disperso. Pero Salgari tenía razón en todo lo demás: el año pasado, en la revista Letras Libres vi un reportaje fotográfico de Philip Blenkinsop sobre los dayakos y la guerra que han declarado a los emigrantes madureses. Por ahí andan, mandao en mano, cortando las cabezas de sus paupérrimos e indefensos enemigos. Una imagen es especialmente terrible, aunque es la menos amenazante (hay otra en la que aparece una cabeza cortada): en ella el ejército indonesio rescata a un grupo de madureses que miran a la cámara con un gesto de miedo indescriptible. El pie de foto informa que, horas más tarde, el convoy fue atacado por dayakos. Sólo me falta concluir que la lealtad y la serenidad son invaluables. Y ojalá Salgari hubiera escrito cómo mantener la calma, porque tanto a él como a mí siempre nos ha faltado. Más tarde en la vida, saber de su suicidio me rompió el corazón.