Jornada Semanal, domingo 29  de septiembre de 2002        núm. 395

NOE MORALES MUÑOZ

 .ANA

Dispuesto como evento de clausura dentro del Festival de Monólogos Coahuila, la coproducción del INBA y el Instituto Coahuilense de Cultura se significó como una valiosa excepción entre una programación total que, si bien ecléctica con respecto al estilo y procedencia de los espectáculos, se caracterizó en líneas generales por una avasallante ortodoxia en el manejo del lenguaje escénico. Quizás junto con el ya clásico Ik Dietrick Fon de Martín Zapata, el espectáculo más bien dancístico de Pilar Medina, el trabajo de Emma Dib y Phillipe Amand en Ella imagina, y la muestra de erudición shakespereana del actor galés Gareth Armstrong, Ana apeló a recursos de puesta en escena que fungieran como contrapeso ante el previsible privilegio de la palabra puesta al servicio del lucimiento del actor de monólogos.

La frescura del espectáculo dirigido por Miguel Ángel Rivera no debe sin embargo considerarse como mero resultado del contraste. Si Rivera había demostrado en Divino Pastor Góngora –sin duda el trabajo más connotado del director de origen peruano hasta el momento– su capacidad para subordinarse a un texto recargado de peripecias y al ineludible atractivo de un actor en un momento profesional antológico, esta aventura coahuilense habla por su versatilidad. Y es que las diferencias entre aquel montaje que Carlos Cobos se encargó de volver memorable y éste son abismales desde cualquier ángulo desde el que quiera contemplársele.

Ha de comenzarse señalando que el origen del unipersonal en cuestión (sin un texto dramático propiamente dicho como punto de partida) habilitó tanto a Rivera como al joven actor saltillense Carlos David González para emprender una búsqueda que se tradujo a la postre en una muy lúcida exploración del espacio escénico, basándose fundamentalmente en la creación de una imaginería poderosa que halló un cómplice perfecto en el diseño escenográfico y luminotécnico de Xóchitl González. Estética y plásticamente, el montaje resulta más que logrado, con pasajes francamente virtuosos en lo visual y un deslumbrante aprovechamiento de ciertos recursos: la utilería, la disposición espacial, el juego de contraste entre el blanco y el negro en la escenografía. Si para los mayores Ana fungió como evocación de los trabajos pasados del director canadiense Robert Wilson (de quien pudo apreciarse apenas el año pasado su ópera El maleficio de los jacintos), los espectadores más jóvenes encontrarán más de un guiño al videoclip y a otros referentes culturales más recientes.

Este aparato visual resulta tan significativo y emotivo per se que relega a un muy lejano rango de importancia a los textos que de vez en vez se intercalan en la puesta. La premisa temática es bastante trillada: un escritor recién abandonado por su mujer decide ante esa pérdida ponerse a sufrir sin más miramientos. Por desgracia, no sólo es el concepto lo que cae en el lugar común sino la inmensa mayoría de los parlamentos, escritos al alimón por Rivera y González durante el proceso de ensayos. A su cuestionable calidad habría que agregar que en ningún momento alcanzan la condición de motor de acción dramática ni de hilo narrativo central, por lo que se vuelven prescindibles cuando no estorbosos en la dinámica de la escenificación. Se entiende que uno de los objetivos de su presencia debiera ser la de servir de marco contextual y como elemento de cohesión, pero resultan por un lado tan fallidos y por otro tan inferiores con respecto a la propuesta estética que la mera alusión en el programa de mano hubiera sido referente suficiente para asir cabalmente las muchas alegorías (maniquíes que descienden en serie, muebles cuyo desplazamiento en el espacio elevado en diagonal simula un despeñamiento siempre inminente) con las que Rivera simboliza la serie de fantasmas personales que el escritor protagonista hace aflorar durante sus horas de desparpajado azote existencial.

Esta disociación entre palabra e imagen afecta en todos sentidos la labor actoral de Carlos David González. En lo positivo sobresale su indudable interiorización en el rol del personaje único, el buen rendimiento que en lo corporal alcanza a registrar, la naturalidad de su interrelación con el ámbito, el de la recámara-estudio, por el que se desplaza. Pero es esta misma disparidad, provechosa casi exclusivamente en el aspecto visual, la que provoca que por momentos su actuación pierda fuerza hasta el borde de la difuminación completa, eclipsada por el lirismo con el que Rivera desplaza elementos escenográficos ya referidos, casi un ejercicio dramatúrgico de teatro para objetos. Apuntalar los significados de texto y actor dentro de la lógica del montaje se vuelve, pues, un tópico a trabajar en esta oferta de todas maneras sumamente interesante.