La Jornada Semanal,   domingo 29 de septiembre  del 2002        núm. 395
Ángel José Fernández

García Márquez y su lectora la “niña Luisa”

Ángel José Fernández nos habla de la “revolución sin pólvora” realizada todos los días por gentes indisolublemente ligadas a la escritura y al libro, como Gabriel García Márquez y José Emilio Pacheco. El maestro Fernández se remonta a las fuentes del estilo de García Márquez y llega a las palabras y a “la forma imperturbable con que contaba las historias” la “niña Luisa”, madre, influencia literaria y personaje de varias novelas del autor colombiano.

La niña Luisa y la casa natal de García Márquez en Aracataca. Fotos: El EspectadorUna lectura del futuro pudiera proponer como cresta histórica de la Nueva Era el atentado "terrorista" a las Torres Gemelas de Nueva York, perpetrado el 11 de septiembre de 2001. Esta cresta post-mcluhiana, nunca post-gutenbergniana a propósito del libro y su soporte de papel, haría las veces de una destrucción simbólica cuanto paulatina del decaer metódico del Imperio, cuyo derrocamiento fuera pronosticado en el poema apocalíptico que Thomas Merton escribiera en 1966 y situara, precisamente, en aquella ciudad y frente a su paisaje urbano, síntoma del progreso en su expresión posmoderna. Aunque tal cresta sería falsa porque sólo cubriría el Occidente.

La destreza de la capacidad destructiva del Imperio (dada por el arte de la guerra, por la ciencia y la técnica a su servicio) se enfrentaría a un enemigo vulgar, a un grupo humano cuyo anclaje primitivo mostraría un rostro en su versión de hombre-bomba. Este grupo "terrorista" tan sólo echó mano del poder estratégico y aprovechó las ventajas del "progreso" impuestas por el propio Imperio para desnudar la vulnerabilidad del Coloso (ocupó su territorio, su escuela, su noción elemental de mercado y única y exclusivamente añadió como valor agregado un adalid: el secuestro, que combinó con el aprendizaje, con la renta de la fibra óptica y las demás ventajas ofrecidas por el confort que había señalado la diferencia): tomó como propia su libertad, como suyo el territorio ajeno, como ventaja ciudadana su libre tránsito, allanó su mesa de dinero, etcétera, con todo lo cual rompió una frontera sin mostrar la suya, pues el terrorista jamás la ha tenido, porque el valor en pugna y su reflejo en la idea es imposible que se sitúe sobre un espacio y en un lugar definido.

Frente a esta otra gran destreza, el poderoso no halló enemigo ni estado nacional que invadir ni autoridad a quién declarar odio y guerra; sólo mostró su odio frente al mundo comunicado y significó al líder, a quien identificó de inmediato. El poderoso y sus representados se llenaron de indignación y, para colmo, este grupo social ofendido se tornó en el idiota que anda a la búsqueda de su propia moralidad y de su legítima dignidad, según puede sacarse en claro al parodiar uno de los aforismos de McLuhan. Ahora busca lo que creyó haber tenido siempre: libertad y confianza; e inclusive busca a su natural enemigo, que no aparecerá por ningún lado, ya que su rostro es múltiple y carece de toda medida. No hay frontera ni territorio; no hay guerra ni habrá, por tanto, tregua. Sólo se declaró contra un estadio virtual: el terrorismo. Y si bien es cierto que Estados Unidos bombardeó a Afganistán, su presumible escondite, derrocó al poder e impuso a sus fieles, lo que de hecho ha ocurrido puede reflejarse en una derrota real: sufre invasión un escenario, se cuartea la democracia americana y ahora el Senado autoriza a Bush para asesinar "con permiso oficial" a Sadam Hussein.

Frente a este ejemplo de cruzada post-medieval donde la fibra óptica ha despachado al guerrero y su montadura y donde el teólogo ha sido sustituido por el arqueólogo (quien revisa con lupa desde el documento fílmico el tipo de roca y de suelo que han servido a Bin Laden de escenografía) cabría preguntarse hasta qué punto esta otra invasión: la de la cibernética y sus inexpugnables bondades, ha contribuido a la supervivencia del libro impreso en papel, a la forma de escribir por parte de los nuevos escritores, después del hipertexto, y, naturalmente, a sus nuevos lectores.

Gabriel García Márquez y José Emilio Pacheco son claros ejemplos de esta revolución sin pólvora y sin misiles intercontinentales que va de la escritura a mano o en máquina de escribir al paso de la escritura en ordenador, el cual contiene un programa sugerido, un almacén de datos que preserva la función de la escritura de ficción y una pantalla donde las páginas escritas pueden tener o no tener el tradicional soporte del papel impreso. Hace menos de diez años, ambos en 1994, vislumbraron la revolución del acto creador literario. Pacheco escribiría que todos los libros "–libros, nolibros e ilegibros– tienen algo en común: están escritos, bien o mal pero están escritos" y añadía de inmediato: "el texto en sí mismo no está amenazado. Al contrario, jamás ha tenido la difusión y la omnipresencia de que goza ahora".

García Márquez, en abril 1994, acababa de publicar la primera edición de su novela Del amor y otros demonios, en edición masiva; ya estaba bajo las fauces de la cibernética (y se había compenetrado de la cibermoral, de la cibercreación y de la cibernarrativa, así como de sus nuevos formatos de almacenamiento y del acto creativo) y, sin embargo, al lanzar su novela y darla a la publicidad con esta nueva visión del mercado y de la técnica escritural y editorial, sólo declaró: "escribo para que me quieran". Para que su lector lo quiera y lo siga leyendo; para sentirse querido en tanto que –al igual que José Emilio– ha seguido pensando que lo más importante para el escritor ha de ser la convención de escribir, la acción de continuar con el trato íntimo con sus criaturas dentro del acto irrepetible de la creación artística del lenguaje.

Ese "escribir para que me quieran" no ha de implicar la pérdida de sus fuentes ni la extraordinaria categoría de retroalimentar sus obras con las historias oídas durante su infancia. (Esta declaración de sentirse querido a partir de la escritura, por lo demás, ha guardado paralelo de identidad con Federico García Lorca, quien, poco antes de ser asesinado en 1936 había declarado: "Escribo para que la gente me quiera." Acto seguido, la represión fascista lo inmolaría como escarmiento, para que aquellos que lo leyeran y lo amaran tuvieran miedo, huyeran, se refugiaran o, cuando menos, se callaran la boca. Y su silencio fue largo.)

Las historias oídas en la infancia por García Márquez dieron aliento a sus criaturas literarias, sólo que ahora pueden ser criaturas de papel o, simplemente, criaturas almacenadas por otros medios, como el disco duro y las reservas bondadosas del hipertexto.

Lo que ahora será irrecuperable será la voz viva, memoriosa, que generaba aquellos cuentos que dieron origen, en el plano literario, al realismo mágico y a lo real maravilloso. Doña Luisa Santiaga Márquez Iguarán, madre de Gabriel García Márquez y proveedora de muchas de aquellas historias que pasaron al estatuto literario de la narrativa garciamarqueña, murió el domingo 16 de junio de 2002 en Cartagena, a los 97 años de edad.

Se ha dicho que doña Luisa Santiaga le dio a su hijo el tono narrativo para escribir Cien años de soledad, "cuando recordó la forma imperturbable como ella contaba las historias". Doña Luisa era para sus amistades la "niña Luisa". Según Heriberto Fiorillo, ella era el mejor lector de Gabo y su hijo acudía "a ella cada vez que quería verificar algo". También aparecería la "niña Luisa" con su nombre verdadero como personaje en Crónica de una muerte anunciada. Y su propia vida sería el modelo con el que el escritor generó la historia de El amor en los tiempos del cólera. Por otra parte, la matrona de Cien años de soledad, Úrsula Iguarán, "tiene su apellido y, seguramente, muchos de sus rasgos". Terminó por ser, en definitiva, "una influencia literaria para su hijo, que tomó prestados capítulos enteros de su vida para crear ese universo que los críticos literarios llaman realismo mágico".

Ahora que García Márquez escribe desde el ordenador las páginas de sus Memorias, tendrá que hacer una pausa –cibernética o no– para replantear el origen realista de su narrativa, su potencial recreador del entorno infantil, en el que además de doña Luisa Santiaga sería figura de primera fila otro prototipo literario, el incomparable coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía, padre de "niña Luisa" y abuelo de Gabo, el escritor, cuyas características le fueron trasplantadas al coronel Aureliano Buendía, el personaje patriarcal de Cien años de soledad.