Jornada Semanal, domingo 29 de septiembre del 2002        núm. 395

Terrores fundamentalistas (II)

Todos sabemos de la crueldad característica de los imperios que en el mundo han sido. En nombre de la verdad, la justicia y la bondad conquistaron, destrozaron y humillaron a las naciones sujetas a su dominio y control. Los romanos, los españoles, los otomanos, los británicos y los puritanos de la América del Norte... son algunos de esos imperios que en nombre de Dios, el humanismo, la verdad o la civilización oprimieron e impusieron su cosmovisión a los infelices pueblos sometidos. Lo sabemos y recordamos, pero, ante estas nuevas formas de fundamentalismo terrorista y de terrorismo de Estado, nuestras referencias palidecen y de poco nos sirven para entender suficientemente las causas de esos actos atroces aceleradores del proceso de deshumanización, realizados por los distintos integrismos, el imperio y sus cipayos, los grandes consorcios (vale la pena releer esa gran novela de anticipación escrita por Julio Verne: El dueño del mundo) y los “globalofílicos” del neoliberalismo y del capitalismo salvaje, causantes del retorno al feudalismo de los pocos grandes señores y de los muchos siervos de la gleba. Los primeros pretenden suavizar las monstruosas desigualdades con actos de beneficencia.

Muchas cosas se pueden pensar y muchas más se deben plantear para su estudio y reflexión, pues nos encontramos inmersos en un miedo multiforme, una desconfianza invencible y la sensación de impotencia y desasosiego emblemática de esa “modernidad” que, como afirma Davenport, “nos ha salido tan mal”.

Nos encontramos, también, ante una nueva explosión de racismo que ataca a los árabes en general (o simplemente a los que tienen apariencia árabe) y a la religión islámica en bloque. Como todas las intolerancias, no matiza e incurre en la condena de ese Islam que tanto aportó, y sigue aportando, al desarrollo de la inteligencia, la mente filosófica, la ciencia y la belleza artística. Por otra parte, algunos analistas rudimentarios atacan en bloque y sin matiz alguno a Estados Unidos de América, la hermosa tierra de Emerson, Melville, Poe, Faulkner, Hemingway, Williams, O’Neill, Miller, Sontag, Chomsky, Vidal, Wolfe, Warhol, Hellman, Gershwin, Porter, Armstrong, Presley, tantas y tan notables manifestaciones culturales, la libertad de prensa y expresión, la utopía democrática, las luchas sindicales; Whitman, Frost, Eliot, Stevens, Monroe, Keaton, el leñador nerudiano y la quiet desperation de ese defensor de México que fue Thoreau, pionero de la objeción de conciencia. Todos estos matices se pierden en la turbamulta de la sociedad de consumo y sus medios de comunicación de masas, especialmente la beligerante televisión comercial del imperio y sus cómplices locales que toman partido, informan sobre efectos y apenas se asoman a las causas.

La izquierda debe encabezar las reflexiones sobre el retroceso antropológico, la acelerada deshumanización y el peligro que corren los escasos valores a los cuales nos aferramos desesperadamente. Como en otras ocasiones, debe promover el discurso pacifista y la condena de los integrismos y de la injusticia social propiciadora de las reacciones de odio y de venganza que le parecen tan extrañas al presidente imperial.

Ante la nueva explosión de insensatez es necesario defender la racionalidad y afirmar los valores de la compasión. Hace poco, al terminar una charla en la Facultad de Psicología de la Universidad Autónoma de Querétaro, un maestro de la escuela lacaniana, especialista en el análisis del discurso, me reprochó el uso de la palabra “humanismo”, afirmando, no sin razón, que ha sido utilizada como recurso retórico por los Estados y los pensamientos autoritarios y despóticos. Sus críticas nos permitieron regresar a las nociones de la paideia. Así, concluimos que el humanismo, desprovisto de los manoseos ideológicos, es la única forma posible de convivencia, aquella en la cual un hombre ayuda a otro hombre para que sobreviva y mejore su calidad humana. De esa manera sabremos que el otro es igual a nosotros y no un esclavo o enemigo. Vale la pena pensar en estas sencillas nociones filosóficas capaces de devolvernos la idea del hombre, de la justicia, la libertad y la igualdad. Tal vez de estas reflexiones pueda nacer el nuevo humanismo que debería proponer la izquierda democrática.
 

HUGO GUTIÉRREZ VEGA
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