Jornada Semanal, domingo 29 de septiembre  de 2002          núm. 395

ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

LAS CALLES 
DEL ESPEJO BLANCO

Casi resulta increíble constatar que, hasta mediados de la década de los sesenta, ésta fuera zona muy poco transitada, que todavía no existiera Gandhi y que, cruzando el parque de La Bombilla, hacia la iglesita de san Sebastián, donde ahora se encuentran la Plaza Federico Gamboa y la biblioteca de Condumex, existieran un poco más adelante maizales y pequeñas granjas donde podían comprarse miel, pasas y algunos frutos de la hortaliza. Entre lo descrito por Gamboa en Santa y lo que se ve en la primera versión fílmica de la novela y lo que cualquiera podía visitar hace unos cuarenta años, casi parecía no haber ocurrido nada pero, menos de veinte años después de 1965, Chimalistac había abandonado por completo y para siempre esa fisonomía de enclave bucólico dentro de una ciudad obstinada en crecer hacia el sur. Sobre Chimalistac y las colonias y barrios de la Ciudad de México pasaron Echeverría y su desgobernado expansionismo, los efectos colaterales de las grúas de Hank González y la rapiña de las compañías inmobiliarias, así como la extraña confianza en un desarrollo estabilizador que se desmoronó muy pronto y dejó a las generaciones nacidas después de 1965 en una suerte de desamparo urbanístico y económico. Chimalistac cambió mucho su fisonomía pero se obstinó en seguir siendo Chimalistac, remanso entre ejes viales, avenidas y metros que la cercan: Miguel Ángel de Quevedo, Universidad, Insurgentes y Copilco, cuyos ruidos, malos olores y atascamientos de tránsito parecieran dejar intocada la belleza del otrora pueblo no tan cercano de la Ciudad de México, donde la pudorosa castidad de una joven como Santa podía guardarse como en un cofre, a salvo de las tentaciones babilónicas de la temible capital.

Chimalistac significa, precisamente, "espejo blanco", y se asienta donde, en la Colonia, se extendían las productivas huertas del convento carmelita, del que ahora sólo quedan los restos de la iglesia del Carmen, famosa por sus momias, y en el que apenas se puede atisbar algo de su antiguo esplendor aunque todavía se aprecien las dimensiones del inmenso convento (del tamaño de la ciudad del Vaticano) por los escasos vestigios arquitectónicos que han sobrevivido. Ahora, Chimalistac es uno de los pocos barrios donde parece haber preocupación por mantener un estilo arquitectónico y un espíritu homogéneos, y en el que casi cada calle cuenta con una cédula explicativa donde el paseante puede desentrañar el sentido de sus nombres y la historia de un lugar, empecinado en no dejar morir a los personajes de Gamboa entre las callejuelas de su módico laberinto.

No es usual que en Ciudad de México se encuentren remansos arbolados con una atmósfera tan peculiar. Tal vez, San Ángel, Tlalpan y Coyoacán compartan esas cualidades con Chimalistac en la composición de una franja urbana, en el Sur, donde puede sentirse el peso físico de la arquitectura y la felicidad de zonas verdes que no se han perdido con el pretexto de asfaltar mejor las calles, para beneficio de los automóviles. Esos cuatro lugares, antiguos pueblos de las afueras de la ciudad, comparten la urgencia de ser caminados, no de ser cruzados velozmente sobre cuatro llantas, lo cual les otorga una dimensión más humana, pues pueden ser visitadas al paso natural de la especie, que es de siete kilómetros por hora.

Si se tratara de recomendar tesoros en la zona, además del que en sí mismo es deambularla, no deberían faltar las visitas a la casi ermita de San Sebastián (por sus dimensiones) y la plaza Federico Gamboa, el paseo por lo que antes fue un río con sus puentes de piedra, el hallazgo de una fuente en una pequeña plaza, el encuentro con lo que resta de algo entre capilla posa y adoratorio, muy lejos del convento… lo demás son piedras de canto rodado, hiedras, árboles y casas, algunas de ellas muy interesantes aunque se noten, de pronto, cierto estilo sesentero o algunas invenciones levemente kitsch. Para los amantes de lo literario, sería suficiente con saber que por ahí deambulan Gabriel García Márquez, Augusto Monterroso y Bárbara Jacobs, su esposa, además del vecino fantasma de Álvaro Obregón, que sigue perdido en La Bombilla, y los dibujos de León Toral, su asesino.

En términos de solventar una nostalgia prematura, no estaría de más concluir el paseo en El Refectorio del Convento, antiguo restaurante con teatrino, de Salvador Novo, en Coyoacán, con la finalidad de sumergirse, así sea transitoriamente, en una Ciudad de México en vías de extinción.