La Jornada Semanal,   domingo 15 de septiembre del 2002        núm. 393
Luis Tovar
el cuento del domingo

La noche del quince

En un rincón de la noche toral del llamado mes patrio, lejos de su tumultuosa y acaso catártica algarabía, y más por convicción alcohólica y una buena dosis de enconada abulia, Agustín y Javier, personajes de este breve, acendrado y muy bien trazado cuento de Luis Tovar, como que quieren reflexionar sobre “el Grito de Independencia, México y todo eso”. La noche transcurre entre cerveza y cerveza, y la reflexión tartamudea entre silencios que se alargan y se caen de tan vacíos… Todo eso.

Tres horas antes la noche se había metido, sin permiso, por la ventana mugrosa que daba hacia una calle solitaria. Javier sostenía el vaso con dos dedos inmóviles y estaba esperando que Agustín le respondiera. La pregunta ya llevaba muchos vuelos de mosca. Agustín, en vez de responder, seguía con la mirada los trayectos del bicho, casi hasta torcerse el cuello.

–Pues no sé, cabrón –dijo finalmente, como pidiendo que le diera chance de pensarlo un rato más.

Era muy probable que ya casi dieran las once de la noche; ninguno tenía reloj y a los dos los aplastaba en sus asientos una flojera que les impedía ir a encender la radio. De cuando en cuando, allá afuera se arrastraba algún autobús de pasajeros y Javier pensaba que ya habían transcurrido quince minutos más.

Agustín se estiró para alcanzar el vaso, donde ya no quedaba más que el olor de la cerveza. De todos modos se lo empinó y recibió en la lengua pastosa unas gotas miserables.

–¿Ya no hay más chela?

–Sí, sí hay. Ha destar atrás de ti.

Luego de pensarlo un rato, Agustín se levantó a servir en su vaso lo que restaba en la botella de Corona. Hizo más: salió al patio misérrimo de enfrente, por donde se entraba a la casa, a buscar otra caguama. La encontró sumergida en el agua de la pileta. Con su camisa secó el cristal y con una uña negruzca rascó la etiqueta derrengada por la humedad.

Con los dientes abrió la botella y se pegó a la boquilla para darle un trago de náufrago. Resoplando de gusto volvió adentro y de nuevo se tiró en la silla. Javier no se había movido de su lugar: se había limitado a estirar el brazo con la intención de que Agustín le surtiera más cerveza al pasar.

Todavía era de día cuando Javier le preguntó que qué pensaba del Grito de Independencia y de México y todo eso. Así le había preguntado.

–Pues no sé, cabrón –respondió Agustín de inmediato, como pidiendo que le diera chance de pensarlo un rato más.

Después de eso fueron a la tienda empenumbrada donde la dueña no tenía miedo de fiarles. Llenaron un morral con seis caguamas, compraron de contado los cigarros y regresaron a la vivienda de Javier, dispuestos a permanecer allí, chupando hasta la última humedad de las botellas, mientras sus amigos volvían de Zócalo, si es que volvían. Ellos no quisieron ir para no tener que regresar como las otras veces, fastidiados, sedientos y a pie. Ni siquiera les gustaba gritar, no tenía caso. Tampoco compraban "catalejos, joven, pa que pueda ver el balcón", ni trompetas de plástico, ni les gustaba tortearse a las mujeres en la bola. No, no tenía caso.

–A estas horas ya ha de estar dando el grito aquel cabrón. ¿Ponemos el radio? –Javier hablaba sin abrir los ojos.

Agustín le respondió sin decir nada. Dos tragos después, siguiendo el ruido de un camión más, eructó mirando hacia arriba, al techo pecoso de excremento de mosca. Le pareció que Javier tarareaba alguna tonada. No sería raro que se tratara del mismísimo Himno Nacional, conociendo a Javier. Además, recordó Agustín como un niño que piensa en la tarea del día siguiente, debía responder que qué pensaba de México y todo eso. Pero él qué iba a saber, nunca se le había ocurrido hablar de esos asuntos. A lo mejor en la primaria o en la secundaria dijo alguna ocurrencia para salir del problema, nada diferente de lo que pudiera haber leído por ahí, o escuchado de sus compañeros. Casi se tragó el vaso de un bostezo, estiró las piernas y buscó la cajetilla de Delicados en el piso. Con la boca sacó un cigarro y se tardó casi diez minutos en encenderlo, porque se empeñó en lograr con una sola mano que la lumbre abrazara al tabaco. Aspiró hondo, tragándose el olor a fósforo y sintiendo que la garganta se le secaba. Se preguntó si Javier se habría quedado dormido porque no escuchaba nada y ya no se oían pasar los camiones, pero lo descubrió sirviéndose otro vaso de cerveza.

–A ver, móchate –pidió mientras sostenía su cristal tembloroso.

Javier sirvió dos porciones y volvió a su asiento.

–Entonces qué, cabrón –resopló de nuevo la misma pregunta.

–Pues no sé, maestro –volvió a responder Agustín, como pidiendo que le diera chance de pensarlo un rato más.

–No, a ver, dime –insistió Javier, mirándolo con la cabeza un poco gacha, como quien está orinando y levanta la vista pero sin mover el cuello.

–¿Ves esta chela?

Javier asintió con un vaivén de lancha.

–Pues hazte de cuenta.

Javier emitió una risa beoda mientras se agachaba para buscar de nuevo la botella.

–Ah, qué la chingada, ya se acabó.

–Pero si tu vaso está lleno –observó Agustín.

Javier bebió el líquido como si hubiera recibido una orden y salió al patio a traer la última Corona. Volvieron a servirse. Agustín miraba o soñaba con la mosca dando vueltas. Le dieron ganas de atraparla y se levantó a dar tumbos. Javier volvió a reír.

–¿Qué? ¿A poco eso también es la patria? –preguntó divertido.

–Pues aunque no lo creas, cabrón. Todo lo que tú quieras es la pinche patria; mis güevos también son la patria. ¿No quieres hacer tantita patria?

–Ni madres, güey. Mejor vamos a comprar más chelas, ya se acabaron.

–Sale, vamos a comprar dos botellas de patria embotellada.

–Dos botellas embotelladas... ¡Ah, pero qué güey eres!

–¿Sabes cómo se llama la tienda? "La Patria". Vamos con doña Patria, a ver si quiere echar patria con nosotros.

–Ya, pinche loco, no mames.

Cargaron el morral con las botellas vacías. Los cohetes y palomas tronaban por todas partes. En la calle, hacia donde daba la ventana, estaban quemando una llanta. Javier y Agustín iban siguiendo culebras a media calle.

–Oye.

–Eu.

–Ya en serio, qué piensas de todo eso.

–Pues no sé, cabrón –respondió, como pidiendo que le diera chance de pensarlo un rato más.