La Jornada Semanal,   domingo 15 de septiembre del 2002        núm. 393
Mónica Lavín

Aura revisitada

Te sientas con el libro en la mano y hurgas en las primeras líneas. Sientes que el libro te convoca; que está hecho para ti, para tu solitario gozo. Hubieras preferido leerlo en el antiguo Café de Cazadores donde ahora se expenden piezas de oro, brillos impertinentes, espejos. Desde lo alto de El Majestic contemplas la plaza e intuyes el número 815 de la calle de Donceles. No sabes qué te ocurrirá esta vez, si Aura ejercerá el mismo encanto que en aquella primera lectura. Temes que la ilusión haya sido pasajera. Conforme te adentras en el vértigo de la narración, te vas sintiendo más Felipe Montero que intenta descifrar la penumbra de la casa de la viuda Consuelo y su sobrina Aura. Entonces ocurre el encanto que el lector agradece, el desgajamiento, el desdoblamiento, ya no eres más tú que lees desde el bar de El Majestic en junio de 2002 con vista al Zócalo de la Ciudad de México, eres Felipe cautivado por el verdor de los ojos de Aura, por el sonido de la tafeta de su vestido, por las notas del general Llorente y las descripciones de Consuelo joven que se te meten en el ánimo como la visión de los gatos ardiendo y el olor de las plantas que crecen caóticas en el patio. Ya no eres más el historiador que acude al llamado de un anuncio, has penetrado el territorio de la ficción como Felipe la vieja casa penumbrosa y húmeda de Consuelo y su sobrina. Eres el que lee y el que habita el texto. Has sido tocado por la ilusión novelesca, la segunda persona y el conjuro narrativo de Carlos Fuentes. El texto te posee como a Felipe el deseo por Aura. Dejas de ser tú y eres más página, más súbdito del texto como el joven historiador lo es de la Consuelo que Llorente evoca en sus textos. No puedes salir del texto y reflexionar sobre el año de publicación que comparte con La muerte de Artemio Cruz, sobre la pregunta original en que cuestionabas lo que el texto haría de ti en esta relectura. Porque convocado por la página impresa en esa primera edición de la colección Alacena de Ediciones Era, que has robado al librero de tus padres, en letra gorda airada y airosa, eres el mismo lector sumiso sólo con más deseos del arrebato y más asombro por las maneras en que la razón te abandona para ser intuición y sentimiento, como sucede a Felipe Montero cada vez menos historiador, cada vez más presa del pasado que moldea su presente. Allí, en Aura, con Aura, por Aura eres el de ayer y el de hoy. Mil novecientos sesenta y dos, la fecha te habla de una Ciudad de México que intentaba ser avant garde con su Zona Rosa y que comulgaba con el resto de Latinoamérica en el boom literario. Te sorprende que la novela haya sido motivo de censura en una escuela conservadora, de las que todavía existen y con mayor fortaleza, como si el general Llorente y sus sueños imperiales sólo hubieran esperado el momento de clamar por la "Vieja moralidad" que ya palpitaba en un cuento de Fuentes y que abanderó el secretario del Trabajo, escandalizado por aquel momento en donde el narrador nos dice que "Aura se abrirá como altar". Frase sacrílega, demoniaca, los censores se santifican ante el pecado terreno: deben apartar a las jovencitas del desenfreno sensual al que invita el poder de la palabra escrita. Sin alcances para más, se les habrá escapado el sentido ritual, el sacrificio, la mixtura de las religiones, la misa negra que Felipe oficia en el cuerpo de Aura. Sin duda ese sector cerrado y obtuso de la sociedad mexicana del siglo xxi no habrá visto en Aura un instrumento para hablar del desesperado deseo de no envejecer, de eternizarse, de surgir de las cenizas por el poder del amor, de la pasión, del deseo. Porque Aura es una novela corta que remite al deseo, "a la vida en la muerte", ha dicho Fuentes para diferenciarla de La muerte de Artemio Cruz que refiere a "la muerte en la vida". Estos aspavientos de la clase conservadora te confirman el poder de la ficción; reconocer una novela como peligrosa, consagra el lugar de la imaginación. 

Arrastrado por la intensidad de las frases, por el poder de las imágenes, por el ritmo implacable de la novela, te parece que debió escribirla en diez días, como dijo en una entrevista, y no en meses. Unos días de encierro como los de Montes, como el tuyo, breve pero dilatado tras la portada que se te desarma porque el libro tiene cuarenta años y así tan desvalido quien dijera que es una pequeña obra maestra, un artilugio literario donde forma y fondo embonan sin fisura alguna para conseguir la lenta transformación de Felipe en antiguo amante de Consuelo, que no puede más de deseo por Aura quien se transforma en la vieja: "el rostro desgajado, compuesto de capas de cebolla, pálido, seco y arrugado como una ciruela cocida", mientras tú te pierdes en los intersticios del tiempo que es materia de la novela: un pasado conjurado en el presente donde sólo el pasado tiene sentido como esperanza de un futuro. Ah, si aquellos que se asustaron por la pasión de Felipe, por esa mezcla de los símbolos de lo religioso y lo mágico hubieran querido utilizar su poder de seducción para hablar de las tradiciones literarias, de cómo Aura se inscribe en lo que el propio autor ha nombrado dentro de su obra muralística como El mal del tiempo, habrían podido hincarle el diente a la literatura fantástica, a Poe y a Borges, a las influencias más cercanas a este texto de Fuentes como Los papeles de Aspern de Henry James, La dama de corazones de Pushkin, Una rosa para Emily de Faulkner o Grandes ilusiones de Dickens. Leer el epígrafe que antecede a la novela ilustraría sobre los elementos que la pueblan: La Sorcière de Michelet donde la brujería es tema y donde claramente Fuentes ha puesto un pie para zarpar hacia el universo de Aura. "La mujer –dice Michelet– nace hada... por amor se convierte en hechicera, merced a su finura y a su malicia se hace bruja, rige el destino y adormece el dolor." También podrían haber indagado en los motivos y los riesgos del escritor, en los disparadores, que, lo piensas al llegar a la última página, poco importan para la obra. Poco importa saber absolutamente nada del autor ni del tiempo en que Aura fue publicada para el poder de la obra en sí. Ella se sostiene sola, con sus propios brebajes, con el misterio y la circularidad de sus personajes, aunque una crítica del New York Times en 1965, año en que fue traducida al inglés, se refiere a ella como muy menor. Piensas, con alivio, que los críticos también se equivocan y luego el tiempo, la obra y los lectores hacen de las suyas. El crítico sin duda pasó por alto el manejo del tiempo como tema y forma de la novela, como obsesión de Fuentes. Sabes que ahora eres un lector conocedor de que Aura pertenece al grupo de novelas del autor que juegan con el presente, el pasado y el futuro. No sólo lo sabes tú, lo sabe el escritor que ha clasificado sus búsquedas en un gran retablo titulado La edad del tiempo. Los personajes que habitan Aura, por suerte, escapan al arbitrio intelectual y palpitan con una vida independiente en un universo propio. 

¿Dónde nació Aura?, ¿dónde está el germen de su construcción? Recuerdas que Fuentes dijo en una entrevista que Aura nació en una noche de amor en París. Cuando al amanecer, la muchacha con la que estaba caminó de la sala a la recámara y bajo el haz de luz pareció transformarse en una anciana, para salir como joven de nuevo; pero también ha dicho que fue después de ver la película japonesa Ugetsu, de allí rescata la figura de la mujer vieja con poderes mágicos que es la única que puede recuperar a su mujer quien se suicidó, para evitar ser violada, mientras el marido estaba en la guerra. Y que también ha dicho que sus novelas surgen de imágenes de ciudades y que sin duda la ciudad de sus sueños y pesadillas es la Ciudad de México. Crisol de imágenes, obsesiones personales, lecturas, todo ello macerado en el prodigio de la creación. Intentas explicarte, como tantos otros, cuáles son los materiales de la obra, qué tanto opera la estrategia narrativa, qué tanto la intuición. El poder de la segunda voz ha sido preciso, el necesario para que todos los desdoblamientos, incluido el tuyo, confluyan. Fuentes ha dicho que la segunda voz es la voz de los poetas y que esta voz admite que no sabe todo (y que esa es la razón por la que se escriben novelas) pero "esta voz poética nos dice que no estamos solos, que algo más nos acompaña". En esa cita textual de Fuentes encuentras la subyugación de la forma narrativa en Aura, el poder de la historia crece en esa voz que refuerza la ambigüedad y la presencia inquietante de los otros: los que habitan un pasado necesariamente presente, el amor convocado, el amor conjurado a través de Felipe para que la pasión suceda en un rito donde misticismo y erotismo comulgan en el mismo altar. 

Sales del misterio detrás de la narración, de la fuerza que hace a una obra eternamente joven, un Aura permanente, así pasen cien años.