La Jornada Semanal,   domingo 8 de septiembre del 2002        núm. 392
Antología poética
Francisco González León

               Inicial

Fue mi libro de texto un amor escolar;
fue una muchacha triste, la que llegó a quererme
tan hondamente, que dejó al pasar
por sobre de mi vida, todo su atardecer.

Aún de la colegiala, traía la manteleta
azul de las internas, allá cuando en la escueta
sala de dibujo, en la gran sala,
fue nuestra primera, recóndita estafeta,
                  una violeta.

                  Esbeltez de gacela
                  sabidurías de abuela,
                  arranques de Graciela,
           y los dulces resabios de la escuela.

Sus manos, lenidades de paloma
sus manos escolares que me empeñé en besar;
¡sus manos que exhalaban el aroma
de un lápiz acabado de tajar!

¡Qué funestos augurios los de aquellas ternezas!
¡Qué tristezas tan hondas las de aquellas tristezas!
¡Qué la vida tan irreconstruible y fatal!

No volvió a vacaciones...
                   Hoy un huerto la esconde...
Fue una página en blanco; fue una página en donde
comenzada aún, se mira una roja inicial.

               Despertar

Sueños de la mañana
de la alcoba en la semioscuridad.

Despertar indolente en que se siente
la necesidad
de continuar el diálogo interrumpido
con la fantasmagoría nocturnal.

Aquella semivigilia en que aún hay
la indecisión de lo que en sueños vimos;
aquella incapacidad
de descifrar lo que sentimos,
pero en que aún tiembla brumosa una nostalgia
con las fosforescencias de una tenuidad.

Se ha callado en su ranura
suspendiendo su nocturna partitura,
algún grillo
que ha ocultado su martillo,
monótono cual la marcha
de un péndulo de bolsillo.

Y en tanto bruñe un espejo
un dejo en la oscuridad,
y descifra una rendija
una ecuación matinal,
en un pretil de la casa,
una saltapared
repasa
sus métricas de cristal...

               Procesional

Aquella Hermana de la Caridad:
aquella Sor Asunción,
que bajo la toca
lleva una boca
de forma de corazón.

Corazón que es dilución
de una escala cromática:
(el color del labio superior es sonrosado,
y rojo ultrasanguíneo el inferior).

Aquella monja que se parece
a una artista de Cine, de película italiana,
que yo vi bajo la luna,
en el auge lumínico de una
convaleciente noche de abril.

Monjita que a la artista te asemejas
en la dulce mansedumbre de tus ojos
y en el rictus doliente de tus cejas.

Tarde de procesión en los claustros del Hospital.

Palio que es un toldo al Sacramento
formado por bordados de un gran chal.

Temor de los gorriones del jardín
que vuelan desde el boj de los parterres
hasta un alto pretil,
si miran la invasión
de la procesión.

Enfermos que se asoman hasta el marco
de una vidriera cercana;
tintineos de una campana;
todo un frívolo ocaso que se esponja,
y acaso, mi indevoción,
si miro que aparece aquella monja
de boca de corazón...

               Bajo la lluvia

Gotas de la menuda llovizna
que del paraguas en el amparo
traman la trama de algún motivo
lírico y vago.

Tema fecundo, fondo borroso, vagos rumores,
que son la tela donde se bordan
líricas flores.

Voz de las cosas.
   Polifonía que íntima fragua
sus partituras, con hilos de agua.

Bajo el monótono leve rumor
de la llovizna en el parasol,
cómo convergen y se dulcifican
esos motivos que se unifican
en lo sintético de aquel complejo:
   Es aquel ábside de un templo viejo
donde enigmáticas y solitarias
acompañadas por el armonium
cantan las Monjas Sacramentarias.

Es esa esquila
que en su repique quiebra un cristal;
es la voz de órgano de la canal;
es ese tímpano de la gotera
que de una gárgola desciende igual.
    Es la llovizna sobre el paraguas;
es la llovizna sobre sus rasos;
es mi vagancia... donde mis pasos
que ella acelera, van con tal prisa,
que se dijera
que urgen dos notas sobre la acera...

              Réverie II

¡Qué dulces fueron todas
en la ilusión de mis perennes bodas!

Anita, suavidad de selecciones;
Casilda, santidad;
Eulalia, musical en sus dicciones;
Rosamunda, verdad;
y Clotilde entre todas:
¡Oh la ilusión de mis perennes bodas!
Yo no habré de llevar nunca resabios
de amargura ninguna entre los labios.
Mis novias fueron miel: miel de azucenas;
las rubias, por lo rubio;
las morenas,
por dulces, por calladas, y por buenas.

No he llorado traiciones, no, ninguna.
En mi anular no opacará sus brillos
el ópalo fatal de sus cintillos:
que si en mis novias no hay doblez alguna,
es que se hallan recluidas en castillos
labrados con el mármol de la luna...

               Cristiana

Son mis negras aflicciones cien pecados, ¡oh Cristiana!
Tú estás hecha con la exangüe carne blanca
de los lirios moribundos.
Tú eres rosa que cultiva Jesucristo el hortelano.
¡Quién me diera el asomarme a tus ojos tan profundos!
¡Quién me diera en comuniones esas hostias de tu mano!

Fue en el pórtico sombroso de una vieja sacristía.
La llovizna desgranaba pertinaces secreteos.
Bajo el pórtico iba cerca tu silueta de la mía,
y muy lejos, tu ignorancia, de mis locos devaneos...

Tu hosca dueña se acercaba bajo el hongo del paraguas
que te ofrece al recogerte; y al entrarte por la calle,
hizo espumas bajo rasos el linón de tus enaguas,
y tu mano nevó nieves en las pastas de un "Lavalle".
Me he engreído a las iglesias porque buscas sus asilos.
Tienes nombre de la Virgen y a la Virgen te asemejas.
El dualismo de tus ojos es espada de dos filos,
y es de espadas acombadas el dualismo de tus cejas.

Ya en la tarde cenicienta lenta noche se insinuaba;
en la iglesia ya sombroso como rosa un cirio ardía;
como lágrimas de mi alma la llovizna continuaba:
continuaba mi locura con soñarte que eras mía.

¡Oh Cristiana! Cual pecados son mis negras aflicciones.
Tú estás hecha con la exangüe carne blanca
de los lirios moribundos.

Tú eres rosa que cultiva Jesucristo el hortelano.

¡Quién me diera el asomarme a tus ojos tan profundos!
¡Quién me diera en comuniones esas hostias de tu mano!

               Febrero

Compenetración
con esa alegría de la mañana
que aunque fría,
deja un dejo cordial en el espíritu.

¡Quién diría,
quién diría que el fulgor deslumbrador
que vívido flamea,
no es sino un fragmento
de vidrio de azotea
herido por el vértigo del sol!
El insolvente bienestar del río
donde se arruga un calosfrío de acero;
el puente, que con su arco al duplicarse
en el agua, completa todo un cero;
y en engarce graduado y subsecuente,
distancias en un sumo
refinamiento vago:
desnudos ya los árboles
son árboles de humo
que idealizan lo ambiguo de un estrago.

Momento de puericia;
momento en que, en el aire,
se agita la actitud de una caricia...
Día sin ton ni son,
de sabor agridulce y cancionero...
Mañana en que está ingenuo el corazón:
mañana de un 1º de febrero...

               Cuaderno de música

Piano... piano lejano...
...lejano en mis recuerdos...
Piano que ya no existes de seguro.

¡Hace ya tantos años
que en mi tarde una noche se despeña!
¡Piano que serás ahora
sólo un viejo montón de leña!
Nunca conocí la femenina
mano que te tocaba aquellas tardes
en que mi alma friolenta se entumía
con la neblina lírica
de tu melancolía.

¡Sueños de aquel entonces...!
Lo que yo amaba...
Lo que quería...

Azul de la novela que me forjaba.
Que así era ella... Que así sería:
sobre el tropel de la cabellera,
largos listones...
Que así era ella... que así sería:
de ojos tristones;
de ojos tan grandes como un destino;
de ojos dulces y oscuros, como es el vino
de Malvasía.

Y esta noche otro piano me ha repetido
de tus viejos cuadernos todo el detalle...
                                .....

Me he entristecido...
Y he vuelto a contemplar aquella calle;
y he vuelto a contemplar aquellas rejas
siempre cerradas...
y el alto caserón de tapias viejas,
y el enigma recóndito y guardado,
¡y tu voz, donde se han contaminado
las inéditas arias de mis quejas!

              Íntegro

Tardes de beatitud
en que hasta el libro se olvida
porque el alma está diluida
en un vaso de quietud.

Tardes en que están dormidos
todos los ruidos.

Las tardes en que parece
que están como anestesiadas
todas las flores del huerto,
y en que la sombra parece más sombría,
y el caserón más desierto.

Tardes en que se diría
que aun el crepitar de un mueble
fuera una profanación
de absurda cacofonía
y herética intromisión.

Tardes en que está la puerta
de la casa bien cerrada,
y la del alma está abierta...

Tardes en que la veleta
quieta en la torre no gira
y en parálisis se entume,
y en que el silencio se aspira
íntegro como un perfume.

              La casa de Doña Juana Nepomucena

El huerto umbroso, y aquel rosal
que se alcanzaba, desde la sala
de la casita, a divisar.
La viejecita que allí vivía;
la viejecita que me contaba
mientras bordaba, mientras tejía,
vidas de santos,
raros portentos,
y tantos cuentos
de encantamientos y brujería.
Y las toronjas junto a las rosas:
–huerta y jardín–.
Y ante la puerta
de aquella sala que era zaguán,
en su consola,
por entre lozas esplendorosas
de arte nipón,
junto a los oros de vieja taza,
aquel San Juan
Nepomuceno, que de la casa
era el patrón.

¡Que lontananzas más obsesoras
miro al través
de aquellas horas
de mi niñez!

Buena señora que el alma añora,
¿qué es de tu gato y tus antiparras?
¿En qué almoneda lucen ahora
sus azulejos aquellas jarras?
¿En qué alacena duerme la taza...?
Dile a mi pena: "¿qué es de la casa
de Doña Juana Nepomucena?"

¡Ah viejecita que me contabas
cuentos de brujas y encantamientos...!
No todo es ido, no todo ha muerto:
llevo en el alma tu umbroso huerto;
aún brilla el brillo de tus agujas
que me bordaron el pensamiento;
y aun fresca siento
la mansedumbre de tu casita
que olía a convento!