La Jornada Semanal,   domingo 1 de septiembre del 2002        núm. 391
Jacques Dupin

Lo profundo es el aire

Elogio del agua, tinta sobre papel, 1986Las esculturas en tierra chamota de Eduardo Chillida primero son masas de tierra húmeda, volúmenes llenos, pero a escala del cuerpo, al alcance de las manos y hechas por ellas. Las manos poderosas del escultor las levantan, las sopesan, las despiertan. La palma y los dedos las amasan, las acarician, las alisan, las aderezan. Y los brazos las llevan, las mueven –las más pesadas se levantan con la palanca de los brazos y el apoyo del pecho. Su conglomerado maleable es el de un cuerpo estrechado, por atracción carnal, anterior a las construcciones del ojo y del espíritu. El pensamiento que las atravesará, las habitará, las transformará, requiere el calor de un cuerpo y la sensibilidad táctil de la mano. La meditación del cuerpo. Y la intervención de un utensilio de hierro conducido por la mano, la autoridad de una navaja afilada que hiende la masa, le impone sus aperturas, sus huecos, sus líneas divisorias, sus escarificaciones fecundas. El hueco, la hendidura, el trazo laberíntico y la trama de una desarticulación chillidiana del espacio obran para la metamorfosis y la transfiguración de un fragmento de tierra en escultura. Penetración de lo lleno, profanación de lo liso, inscripción con utensilio profundo que abre, levanta, desplaza imprimiendo su ritmo, según una línea de denegación, que hacen circular el vacío, la energía del vacío, y aseguran la respiración de formas nacientes, asombradas de nacer pero ligadas al tronco, a la cepa. Fabrican un acceso, múltiple y bifurcado, a la interioridad y al latido de la tierra ofrecida, destinada al endurecimiento en las altas temperaturas del horno de leña.

Escultura abierta y cerrada. Como un puño que no existe, que no resiste a la luz sino por la forma, la fuerza y el deseo de sus falanges comprimidas. O, a la inversa, como un árbol cuyo tronco no tiene sentido ni solidez, salvo por el despliegue de las ramas y el parpadeo de las hojas. Lo lleno se abre al espacio, lo abierto se retracta sobre el rayo de un núcleo ausente.

Si es un baúl, no está abierto ni cerrado, y sólo encierra un tesoro impalpable e insignificante, un deseo de ser y de durar, por el calor del fuego y el tiempo incorporado. Sólo vive de su polaridad, de su herida entre cielo y Tierra. Sólo está vivo por la brecha, los bordes entreabiertos, las rasgaduras, una palabra inventada en los harapos del aire, un dibujo roto, un camino abierto en el caos viviente del espacio.

El utensilio que hiere, hiende, inscribe, también es el dueño de la sombra y de la luz. Según la iluminación y nuestro movimiento, nuestro acercamiento, la claridad de la arista se suaviza o se endurece, el trazo de sombra es negro o movedizo y matizado desde la trufa a la ceniza, y a la perla.

Antes del utensilio, veo el gesto de la mano. El primero, el más sencillo y el más misterioso de los utensilios que, siglo tras siglo, haya inventado y diversificado. Irrupción manando de la mano que Chillida dibujó desde que él y ella tomaron un lápiz, y que nunca cesó de interrogar como si ella fuese el centro y la periferia, el talismán y el secreto de su itinerario y de su vida. Mano de escultor, mano de soñador. Ardiente, libre, anhelante, cautivadora de fuerzas, guardiana de saberes y usos – pero también animal salvaje que salta de las malezas, las zarzas del imaginario... La misma mano, o su doble, predadora o seductora, que llama y desenmascara –y hace brotar el soplo del hierro, de la madera, del alabastro, del concreto, de la tierra, la misma que guía el trazo de la tinta o el filo de una navaja sobre el papel...

"Gravitación: dos cuerpos (dos hojas en este caso) que se atraen con una fuerza proporcional al producto de su masa e inversamente proporcional al cuadrado de su distancia." Dos hojas, o más, libres, repudiaron el collage; su atracción depende de su masa, ligera, y de su distancia, ínfima. Masa y distancia se reducen al mínimo; en cambio, su materia y su textura son eminentes. Hojas de un papel de hechura artesanal y tradicional, que habla a la forma o a la mano, y en eso son chillidianas por excelencia. Un papel puro de tela, exento de pegamento, cuya pasta salió de una trituración de telas por inmensos martillos de madera en el agua pura de un torrente de montaña. La pasta obtenida por tortura entonces se extiende para su goteo sobre coladores sostenidos y sacudidos por brazos de hombres, antes de colgarse, todavía pesada de agua, al abrigo de la luz, en vastos desvanes ventilados. Un papel puro, originario, cuyas hojas irregulares y barbudas conservan la huella del colador y, eventualmente, el arañazo de una filigrana en la carne. Un papel sensible, sensual, erotizado, cuya trama y cuyo grano imantan la mirada, seducen la mano, enamoran la luz.

Sobre el papel, el caos se corrige a navajazos. Es la ley de las "gravitaciones". Chillida escoge las hojas, las distrae de la mano de papel (decididamente). Dispone la primera, superpone la segunda, la tercera. Y entonces recorta, ahueca, cala, descuelga. Prolonga un vacío con un trazo de tinta al pincel. Abre huecos. Colma, sustrae, yuxtapone, arquitectoniza. A la forma estratificada, foliada, da ritmo. Junta desde lejos y hace culminar la carencia y la turgencia. Edifica perforando, activando ventanas que son reales, lagunas que son lógicas, clarificando al extremo el trenzado de significados, el encaje del significante. Entrelazamientos, pasarelas, encabalgamientos, inmersiones y reflujo del papel materia, del papel mental. Papel esculpido de una hoja a la siguiente, en el intervalo, desde el vacío cavado hasta la carne de gallina del papel en la luz rizadora, hasta la organización abrupta y refinada de una construcción en el espacio. 

Hojas libres y gravitantes, pero si uno quiere que se levanten juntas: agarradas de un hilo. La amarra de un hilo discreto que las recorre y las ata, atrás de la cortina, y las aligera todavía más de su ligereza. Un hilo que entra en el juego, baila con el recorte del papel, el negro de la tinta, el borde deshilachado. A lo largo de los últimos años, de humilde servidor ligado a su función, el hilo se volvió un cómplice seguro en su movilidad extrema de funámbulo. La flexibilidad, el aleteo virtual de la hoja, el recorte de la navaja, el pincel de tinta, el juego de aristas vivas y sombras sostenidas, concuerdan, se imantan, deben su suspenso y su coherencia a este hilo tenue, así como a la fragilidad, a la precariedad y lo efímero de lo desconocido sin nombre que es la danza. 

Esculturas. Nada menos, nada más, para nada híbridos, o quimeras. Griñones o mujoles. Las gravitaciones son esculturas talladas en el papel y libres en el aire. Las tierras chamotas, esculturas de tierra y de fuego. Tierra o papel, estamos confrontados con una plenitud horadada, irrigada, fecundada por el vacío –y el vacío es el viento salvaje, la fuerza de lo no divino, la mirada del niño. Brota de brechas e intersticios. De una tormenta, del olvido. Y estamos confrontados con el recorte de los bordes, el acercamiento de los labios de la herida, la vacilación de una escritura transparente y cifrada –que contamina y disemina.

Justeza de las articulaciones. Musicalidad de las relaciones. En lo abierto del espacio, la sombra es la protagonista de la luz. Tensión hermanada con la separación y el acoplamiento, relámpagos trizados y lanzados desde la hendidura, como para mandar la mano filosofal en acción dentro del espacio horadado y sin cesar reactivado...
 


Traducción de Kosme de Barañano