Jornada Semanal,  domingo 25 de agosto del 2002        núm. 390

LUISTOVAR

TRIUNFO Y DERROTA
DE LA INTOLERANCIA
A una semana de su estreno, el quinto largometraje de Carlos Carrera sigue mostrando la enorme distancia que media entre el público y muchos de sus supuestos líderes –anote aquí a los Abascales, Onésimos, Serranos, Sandovales, Fernández de Cevallos, Riveras Carreras más un etcétera por desgracia demasiado largo. Como era de esperarse, a esta pandilla de intolerantes le salió al revés su intento de sabotaje a una obra intelectual que no por resultarles incómoda deja de tener los mismos derechos –de financiamiento, creación, difusión...– que cualquier otra. Gracias a esa histeria y a la cobertura mediática que hizo de los exabruptos y de sus réplicas una bola de nieve que nadie pudo ni quiso parar, El crimen del padre Amaro alcanzó un nivel de expectativas superior al del último escándalo cinematográfico –La ley de Herodes– y pasó de trescientas a cuatrocientas copias, rompiendo récords de taquilla.

Pero ese resultado, benéfico para la película, trajo una consecuencia nefasta: Pro Vida, la Unión Nacional de Padres de Familia, el Opus Dei y demás organizaciones que dicen representar a grandes sectores de la sociedad cuando sólo se representan a sí mismas, lograron hacerse pasar por interlocutores válidos en asuntos y foros donde jamás debieron meter la nariz. No sé usted, pero tengo la sospecha de que si bien perdieron porque a fin de cuentas la película fue estrenada, en el fondo salieron ganando.

YO PECADOR

Con mucha libertad, Vicente Leñero basó el guión de esta cinta en la novela homónima de Eça de Queiroz, para traer al presente una historia concebida hace 127 años (ver el artículo de Luis Ramón Bustos en este suplemento). Lo que conservó fue la base anecdótica: Amaro, cura recién ordenado y pariente de un obispo, deberá "hacer méritos" en un pequeño pueblo para después convertirse en coadjutor. El contacto con ciertos lugareños hace que su vida sufra un descarrilamiento que, como se verá más adelante, no es tal. Benito, el párroco, no es célibe gracias a la Sanjuanera. Además –cosecha de Leñero–, recibe sin empacho jugosas narcolimosnas. Amelia, hija de la Sanjuanera, se enamora inmediatamente de Amaro y pronto consigue que éste rompa su voto de castidad. El inminente embarazo no se hace esperar. Amaro pide ayuda a Dionisia, la loca del pueblo, pero Amelia muere desangrada. Nada de esto impide que Amaro siga ejerciendo y, se entiende, tampoco detendrá su camino al obispado.

Esas buenas conciencias que consiguieron diferir el estreno de la cinta hasta que Carol Wojtila terminara su quinta visita e hicieron pasar vergüenzas a un puñado de muchachos en las entradas de algunos cines, hablaron de sacrilegio, profanación, pecado mortal... incluso antes de ver la película. Si ya la vieron habrán notado que, en cuanto a los asuntos estrictamente religiosos, no hay mucho de qué indignarse: Dionisia le da la hostia a una gata y a una enferma mental; Amaro y Amelia se besan frente al altar y más tarde se envuelven en un manto como el de la Virgen. Y párele usted de contar. En ese sentido, mucho más fuerte fue La viuda negra (1977) de Arturo Ripstein, que tardó seis años en ser exhibida.

Lo que debe haberles caído mal es el retrato de una realidad que, visto el escándalo suscitado, ha de ser más real de lo que Carrera y Leñero se imaginaron: nexos de la Iglesia católica con el narcotráfico; párrocos amartelados con mujeres devotas; descalificación y ostracismo para quienes no piensan y actúan como se espera que lo hagan –en la cinta, excomunión para un cura que defiende en serio la opción por los pobres–; protección y complicidad con autoridades civiles; impunidad en la comisión de actos criminales –por ejemplo el aborto, ese grave "delito"–; en pocas palabras, el ejercicio del poder.

Tanto ruido alrededor hace difícil apreciar lo estrictamente ofrecido en pantalla. Cinco largometrajes después, Carrera es dueño del oficio; cuenta su historia con economía de recursos y buen ritmo, no se le cae la tensión dramática, redondea la mayoría de las secuencias –en algunas al editor le falló el pulso–, y sigue obteniendo lo que necesita de su elenco. Me podrán linchar sus fans, pero por momentos a Gael parece faltarle volumen histriónico, aunque quizá sea que Sancho Gracia, Luisa Huertas, Angélica Aragón, Ernesto Gómez Cruz y sobre todo Damián Alcázar hicieron un trabajo sin fisuras.

Dice un refrán que las mentadas de madre son como las llamadas a misa: les hace caso el que quiere. Que así lo entienda la bola de retrógradas empeñados en decirle a los demás lo que está bien y lo que está mal.