Jornada Semanal, domingo 25  de agosto de 2002                                núm. 390

MICHELLE SOLANO.

La casa de Bernarda Alba 

De toda la dramaturgia de Federico García Lorca, quizá La casa de Bernarda Alba sea el texto más manoseado, el que más veces ha ocupado las carteleras teatrales; México guarda en su memoria colectiva el recuerdo de varios montajes de esta obra, algunos magníficos, otros medianos, pero la cronista no recuerda uno que de tan malo y ramplón provocara dolor de cabeza.

Oscuro. Luz que vacila entre mantenerse a medias o romper en todo su esplendor, el ruido (que no el doblar) de unas campanas hiperartificiales lo invade todo –nunca queda claro si es la intención o si a quien debe manejar los sonidos se le ha ido el santo al cielo–; la escenografía es de lo más trillado que se ha visto en los tiempos recientes y obedece a una sola lógica: seguir al pie de la letra las acotaciones del dramaturgo (bueno, y ni tanto); entonces La Poncia (suerte de ama de llaves de la casa) y una criada arremeten parlamento tras parlamento, gestos y manoteos exagerados; no hay intenciones y nada se entiende. Deslucidas y pisoteadas han quedado las primeras líneas del texto lorquiano para dar entrada triunfal a Bernarda Alba (Ofelia Gulimain) y su séquito de hijas y plañideras. Esta Bernarda impone sus gritos (¿dónde quedó la dirección?), no su presencia; domina con la voz, no con lo que dice. Resulta entonces una caricatura muy suavizada de aquella mujer que la dramaturgia propone.

Sí, es libertad de quien dirige abordar el texto por donde mejor le parezca, darle importancia a cosas que quizá en la escritura se encuentren veladas, proponer otra forma de leer el texto, de acercarse a los personajes, a la situación, de hacerle ver al público que un texto clásico merece seguir llamándose así porque los conflictos que lo conforman están vivos aún. Sí, pero aquí no pasa nada de eso. Ni de eso ni de nada. Los mejores momentos que el elenco logra con el público están recargados en cuestiones externas a la obra, como la simpatía y la admiración que el público siente por tal o cual actriz. ¿Y qué se puede esperar cuando el elenco atiende más a satisfacer los gustos de un público ávido de encontrar en el escenario a sus estrellas favoritas de televisión? Ni siquiera el desempeño de una verdadera actriz como Aurora Molina puede salvar de la ignominia un montaje que a todas luces ha preferido andar por el camino de las fórmulas consabidas y la propuesta elemental. Dirigidas por José Solé, a quien más le hubiera valido leer y releer el texto de Lorca una buena docena de veces que atarragar la obra de campanazos evidentísimos antes del primer texto que reza: "Ya tengo el doble de esas campanas metido entre las sienes", estas actrices (la mayoría un mero puñado de conatos actorales) deambulan entre matices, tonos e intenciones que no apuntan ni a la uniformidad ni a la cohesión.

La casa de Bernarda Alba fue escrita en 1936, la guerra civil en España ya era un hecho. Pocos meses después de finalizarla, Lorca murió fusilado. Es su última obra. Y basta leerla para darse cuenta de que más allá de la anécdota de una mujer dominante y sus hijas solteronas, está el retrato de uno de los momentos más importantes de la historia de un país (el subtítulo "Drama de mujeres en pueblos de España" no se escribió porque sí). En efecto, es un drama, no una tragedia, por la razón sencilla de que para Lorca la tragedia se conformaba de elementos míticos que aquí están ausentes. Sin embargo, si atendemos a la catástrofe que aborda, a lo inexorable de la frustración de sus personajes, queda claro el género... bueno, así debía ser. ¿Dónde quedaron el autoritarismo y la represión de Bernarda (franquismo) y la sumisión y ansia de libertad de sus hijas (República)? ¿Por qué han preferido quedarse con el pre-texto que Lorca eligió para desentrañar uno de sus temas más personales y profundos, ése que seguramente lo acogió en el momento en que moría?

Pero no hay peor montaje que el que no existe. Algo hay que apreciarle a esta Bernarda; al menos es una buena muestra de cómo se puede banalizar un texto brillante, de cómo puede hacerse de un texto dramático un buen apunte de guión telenovelero, que provoque uno que otro chistorete bobalicón y lagrimitas de cocodrilo, de ésas que tanto gustan recomendar en los programas de chismes y en las revistas del corazón.