La Jornada Semanal,   domingo 25 de agosto del 2002        núm. 390
Augusto Isla

Claroscuros del guadalupanismo

Con lucidez y respeto, Augusto Isla desentraña algunos aspectos esenciales del guadalupanismo, en este ensayo que conjunta los aspectos históricos con la política eclesiástica, las estrategias evangelizadoras y el candor de un pueblo hundido en la orfandad y urgido de una imagen tutelar que, con su fuerza y su belleza, diera al culto un lugar central en el catolicismo mexicano

Foto: Pedro MeyerEn el principio era una ermita. La levantaron en Tepeaquilla los frailes franciscanos para sustituir el culto idolátrico por el cristiano. Esperaban que los indios acudieran, según sus costumbres, a llevar ofrendas a la madre de Dios. ¿Qué imagen se colocó allí para su veneración? Los conquistadores de origen extremeño que merodeaban por la ermita la llamaron Nuestra Señora de Guadalupe, por su parecido con aquella tan apreciada en Extremadura. A ella alude el célebre sermón del arzobispo Alonso de Montúfar pronunciado el 6 de septiembre de 1556.

¿Cómo enraizó la devoción en el alma de los indios? ¿Gracias a los prodigios que, entre otros, narró Fernando de Alva Ixtlilxóchitl o gracias a las fabulaciones aparicionistas del indio Antonio Valeriano? De acuerdo con Edmundo O’Gorman, fue éste el inventor del guadalupanismo indígena, surgido en medio de la tempestad, pues bien sabemos que entre Montúfar y fray Francisco de Domínguez se estableció una disputa sobre el control de los sentimientos religiosos del indio. Conflicto entre la mitra y los misioneros, del que salió victoriosa aquélla, pues el arzobispo logró poner bajo la autoridad diocesana la ermita y aprobó el nombre de Guadalupe que sin licencia le habían dado los vecinos españoles. Montúfar, dominico intolerante, se condujo con suma arbitrariedad: abonó a la difusión del prestigio taumatúrgico de la imagen, indujo a los indios a emular el culto que a ella rendían los criollos; en fin, transigió con la antigua idolatría propiciando ofrendas y romerías.

Qué intrincado origen el de esta creencia fundadora: pleitos en el interior de la clerecía que, por cierto –y estamos a la mitad del siglo XVI– nada mencionan acerca de las apariciones ni del indio Juan Diego. Detrás de todo un saber sobre la advocación guadalupana, inspiradora de una pasión colectiva, están las luchas por el poder en una tierra nueva, poblada por huérfanos, tanto verdugos como víctimas. Y sin embargo, qué emocionante esta devoción, qué misteriosa atracción ha ejercido sobre todos aquellos que, fascinados, nos hemos acercado a observar la imagen impresa en una tilma que debió ser enorme, como la estatura del indio elegido, como la fe de un pueblo edípico, pisoteado por la historia, débil de voluntad para derrocar a sus tiranos, inepto para ser, él, señor de sí mismo.

En el santuario de la Congregación de Querétaro, un temerario artista pintó, en hermoso luneto, un relato que decora la sacristía. En él, todo indica que se trata no de Juan Diego a los pies de la Guadalupana, sino del mismísimo Jesús –dadas la rosada tez y la barba abundante– ofreciendo rosas a la virgen. De ser así, lo que vemos es una disparatada inversión de las jerarquías, aunque explicable si el propósito es poner en relieve la importancia del culto guadalupano que ocupa un lugar central en el catolicismo mexicano.

Foto: Heriberto Rodríguez, 1994Non fecit taliter omni nationi. El padre jesuita Florencia agregó esta frase rotunda a la tradición guadalupana. Quedó allí para siempre. Ella nos eligió. Hasta ahora –y dados tantos yerros y desgracias– no sabemos bien a bien para qué. Pero ha estado aquí, omnipresente, en las horas de orfandad, en las luchas cívicas, en los días y noches más festivos. Su imagen nos fundó. Nos ha congregado. En este sentido, el milagro de las apariciones y la existencia del indio Juan Diego pasan a segundo término. Tales son cosas que conciernen a la historiografía, a la burocracia católica, a sus políticas e intereses. El milagro está en la invención poética, en la belleza y fuerza de la imagen tutelar, en el sagaz sincretismo que la asocia con Tonantzin. Como lo reconoce Francisco de la Maza, nadie como Luis Lasso de la Vega, que escribe en náhuatl, "indigeniza el relato, es decir, lo pone al alcance de los indios dándole un sabor popular y propio de ellos".

¿Quién pintó esa maravilla? Tal vez atenido al prodigio plástico, Fray Servando Teresa de Mier nos quiso hacer creer, en su aberrante discurso patriótico de 1793, que la Virgen de Guadalupe había sido impresa en la capa del apóstol Santo Tomás, insólito predicador precolombino. Cualquier relato podría parecernos verosímil ante semejante belleza que cumple, además, la función de representar a la madre perfecta, primero del conquistador desarraigado, después de un pueblo vencido y despojado de todo y, más tarde, por vueltas de la historia, de una nación que se busca a sí misma, torpemente, en una preferencia de la madre de Dios.

Pero si la distinción de amor y de poder –que toda nación encierra– mueve a risa, no así la belleza que irradia la imagen en ese rostro mestizo por ser moreno pero cuyos rasgos tienen un matiz europeo en nariz y labios finísimos. La Guadalupana es una joven madre lujosamente ataviada con un manto de estrellas –cuán grande ha de ser alguien que viste la inmensidad del cosmos– y túnica de flores, a la que sol y luna rinden tributo, el uno con sus rayos, la otra como pedestal. Reina del cielo, sostenida por un ángel servicial, la imagen se corresponde con las habilidades y talentos de sus hijos que, antes o después de la conquista, han sobresalido como pintores, escultores, alfareros, orfebres. Marcos Aquino, primero; Juan de Arrue, después, son los instrumentos sobrepuestos para dar a luz una magia visual, al parecer hoy amenazada por las bacterias que, activísimas, carcomen la tela que sustenta una identidad colectiva a punto de disolverse en una mortal homogeneidad planetaria.

Conmovido ante su belleza, Florencia escribió: "bellísimo rostro, modesto con tan indecible apacibilidad, apacible con una gravedad majestuosa que pone admiración, que causa respeto, que llena de consuelos, de esperanza, de alegrías y de amor a los que la miran". La he visto desde niño. Y nada me ha enternecido más que sus manos, que apenas se tocan en actitud de oración, de infinita piedad. Ella lo es todo para un pueblo que concurre a su santuario para prodigarse, para dar ejemplo de eso que Jean Duvignaud llama "don de nada", pero también para suplicarle, como madre que es, un favor, una protección, una cura. La estética del guadalupanismo no es solamente de la imagen, sino también la del canto, la danza, la ofrenda, las lágrimas, el sacrificio del peregrino que sangra y solloza, la esperanza indescifrable de un pueblo adolescente que encuentra en ella, más que refugio y consuelo, su única alegría entremezclada con esa tristeza de un pueblo que no encuentra, a pesar de la charlatanería de sus dirigentes políticos, un lugar en la historia.

Miguel Sánchez, que a mediados del siglo XVII escribió el relato de las cinco apariciones, dejó constancia de esta significación: "Todos los trabajos, todas las penas, todos los sinsabores que pueda tener México se olvidan y se remedian, recompensan y alivian con que aparezca y salga de ella, como de su misterioso y acertado dibujo, la Semejanza de Dios, la imagen de Dios, que es María en su Santa Imagen de nuestra mexicana Guadalupe."

Para que el mito sea eficaz debe ser encantador. El culto guadalupano, con su fuerza poética, subyugó la imaginación del pueblo vencido, pero sobre todo, aseguró la obediencia a un nuevo sistema de dominación. El Estado español, principal defensor de la Contrarreforma, hizo gala de recursos para mantener el orden católico. Cimentado sobre el autoritarismo monárquico y la economía más centralizada –que le costó pronta decadencia– usó, en defensa de la fe, la inteligencia, la fuerza, la intimidación... y la imaginación. Creó la Inquisición, apoyó a la Compañía de Jesús. Y en tierras de la Nueva España fomentó el culto guadalupano, paradigma de una estrategia más convincente que la espada. Pues ¿qué más poderoso imán que la imagen de una madre tierna y mimosa podría encontrar la Iglesia, fiel servidora del Imperio, para someter el espíritu del pueblo conquistado? O’Gorman tiene razón: Guadalupe es "la flor novohispana de la contrarreforma".

Flor exquisita y, a un tiempo, sombría. La tradición guadalupana es la primera gran creación cultural de México: mestizaje compuesto de contenidos europeos y formas indígenas, aunque también de formas europeas y contenidos indígenas. Es la madre del Dios de los cristianos y es también Tonantzin: imagen indígena que lleva una aureola de luz que evoca grabados europeos del siglo XVI. A ella se consagra un templo cristiano; pero, en su honor también, irrumpe un culto que estalla en movimiento y color, una experiencia plástica tejida de flores y danza precolombina. Más que el germen de una conciencia nacional, desde la perspectiva sociológica, el culto guadalupano, cuya importancia creció a lo largo de dos siglos, desde las apariciones supuestas hasta la proclamación de Guadalupe como Patrona del reino en 1748, se convirtió paulatinamente en el mejor instrumento para llevar, hasta lo más profundo de la conciencia, la fe autoritaria, simiente oscura de identidad.

De modo, pues, que la orgullosa identidad mexicana surge, por un lado, del reencuentro manipulado con la madre perdida, es decir, de la tradición guadalupana que cubre desnudez y pobreza, y de otro, del arte barroco que dilapida la riqueza novohispana. Aunque eventualmente, en el imaginario colectivo, la virgen guadalupana ha llegado a ser el símbolo emancipador en el portaestandarte de Miguel Hidalgo o en los sombreros de los zapatistas, ha sido, por encima de todo, la clave de la fidelidad de las masas al papado. Bien sabía Juan Pablo ii lo que decía en aquel grito de "México siempre fiel". Por supuesto que estaba de por medio la bella intercesora, imagen familiar que enlaza lo humano con lo divino, entrañablemente, sin resonancias éticas, como simple referente de amor filial que redime, más allá de toda debilidad. Pues Guadalupe, madre de Dios y también nuestra, es indulgencia sin límite.

Cuán intrascendente resulta, por ello, el guadalupanismo desde la perspectiva moral. Pues guadalupanos son por igual hombres honestos que malvivientes sanguinarios. Como a toda madre se le venera, se le pide, se le promete sin consecuencia ética alguna. Como si una sustancia inmadura y estéril saboteara toda intención moral. El contraste es brutal. La portentosa serenidad de la madre preside los hogares donde se enseñorean el machismo, la corrupción institucional, la violencia intrafamiliar, la insensatez. La veneración convive con la monstruosidad moral de políticos ambiciosos y fraudulentos, de secuestradores que mutilan los cuerpos de sus víctimas. El icono ornamenta ya como tatuaje el brazo de un homicida, ya como joya el arma de un traficante de drogas.

Ser guadalupano no significa deber alguno hacia los demás: el catolicismo mexicano nació raquítico, en las márgenes de la alfaguara cristiana –quiérase o no plena de amor y justicia–, como asidero de una orfandad ontológica, por así decirlo. Acaso sólo el alcohólico formula su juramento de no beber. Todos los prejuicios y restricciones del catolicismo cohabitan con el culto: intolerancia religiosa, represión sexual, misoginia. De esta suerte, la belleza y el lirismo de cantos y lamentaciones contribuyen a perpetuar una condición de irremediable debilidad y opresión. Mientras el pueblo encuentre consuelo en la madre, mientras viva inmerso en ese sentimiento edipiano, será imposible la madurez ciudadana.

El icono guadalupano es el más rentable y envilecido de México. Los administradores del gran santuario ostentan en sus hábitos y en su vestir los dividendos multimillonarios del culto; las empresas de comunicación se disputan la transmisión de las celebraciones; los ídolos populares bailotean ante la mirada atónita de la nación entera. Amenazada por la proliferación de comunidades cristianas, la Iglesia católica pretende conservar su poder aun a costa de diversas profanaciones profanaciones.

Foto: Juan Coronel RiveraLos avances de la doctrina protestante alarman al catolicismo. Las proyecciones para el año 2000 preveían que nueve millones de mexicanos dejarían de practicarlo. El fervor católico mengua también, incluso más aceleradamente, en el seno de los grupos indígenas que eran la mayor reserva de esa iglesia. A fines del siglo pasado, los índices de indígenas católicos estaban entre el setenta y el setenta y cinco por ciento, muy por debajo del promedio nacional. Es de dudarse, pues, que el espectáculo de la canonización de Juan Diego, presidido por un pontífice enfermo, pase de la euforia momentánea. A despecho de la asistencia mediática, los senderos de esa vieja fe autoritaria –corroída por la exterioridad y el artificio– están clausurados, no tanto debido a la maduración de una conciencia laica y democrática como a la expansión de comunidades cristianas que, más centradas en la vida interior, se aclimatan mejor en las extensas llanuras de la pobreza mexicana, fácil presa de nuevas manipulaciones emotivas.

La decadencia del mito, en estas horas, no es el resultado de un crecimiento espiritual de México sino de, por un lado, la pluralidad religiosa y, por otro, de una degradación cívica que pone en evidencia el engaño del progreso democrático que los ilusos dan por hecho por la mera competición de las fuerzas partidarias. El espacio de los ilegalismos se extiende por todos lados. Desprovistas de recursos democráticos –morales e institucionales– para hacer valer sus derechos, las masas se apropian la calle, los predios; practican el contrabando, asaltan a mano armada; se abren paso con lujo de violencia. La degradación llega hasta el santuario y sus alrededores, atestados de comerciantes callejeros, prostitutas, vendedores de droga.

Así pues, no es tanto la asechanza cultural externa la que hoy destruye el mito, como nosotros mismos, empeñados en consumar el suicidio. Si, desde el punto de vista de la psicología social, la invención del mito guadalupano restauró el sentido de pertenencia que la conquista devastó en el alma de los habitantes de esta tierra, nuestra indigencia moral hoy vuelve a aniquilarlo, a pesar de la consagración de un pobre indígena cuya existencia y virtudes la Iglesia da por ciertas para, como Montúfar en su tiempo, restaurar un poder amenazado. El corazón de los mexicanos está roto de nuevo: ha destruido lo que más ha amado. Guadalupe, la bellísima joven madre de un pueblo elegido para insospechables grandezas, es hoy la Reina del caos, la más triste de todas.