Jornada Semanal, domingo 25 de agosto del 2002        núm. 390

LA PRUDENCIA Y EL ESTADO LAICO


 
Para Rosario Robles y Andrés Manuel López Obrador,
en la defensa del Estado laico y la educación pública


Uno de los más justos, equilibrados y tolerantes logros del siglo XIX es el pensamiento laico que, en los televisivos días de la visita del Papa Juan Pablo II, fue zarandeado por las estrambóticas interpretaciones de los funcionarios del gobierno conservador y por las efusiones osculares, sin duda genuinas, del jefe del Estado y del gobernador priísta del Estado de México así como de sus respectivas cónyuge y progenitora.

Ante las declaraciones del secretario de Gobernación y su interpretación, torpe o tramposa, de las disposiciones legales sobre el tema de la libertad de creencias y sobre conceptos como el Estado laico y palabras como simulación, se me ocurrió releer algunos textos franceses, ingleses, italianos, cubanos, estadunidenses y mexicanos en los cuales se dan las pautas de la convivencia social, la tolerancia, la defensa de los derechos de las minorías (las mayorías, decía Clemenceau, se defienden solas y deben aprender a respetar a los que profesan otras creencias y tienen otras formas de pensamiento), el comportamiento público de los gobernantes con todas sus implicaciones, la serena tradición republicana, los delicados equilibrios que deben ponerse en juego para garantizar las libertades religiosas, la indispensable separación entre la Iglesia y el Estado (conveniente para ambas instancias, pues evita que el gobierno meta las narices en las conciencias de los ciudadanos y libra a la Iglesia de las tentaciones políticas y politiqueras en las que, con mucha frecuencia, caen sus jerarcas y clérigos. En fin... como diría mi conciliadora abuela: “cada quien en su casa y Dios en la de todos”. Entiéndase que todas las religiones están incluidas en ese programa pacificador y lleno de espíritu de justicia y de tolerancia); el carácter laico de la educación pública y la fuerza moral que la práctica de la neutralidad en las cuestiones religiosas públicas otorga a los gobernantes. El secretario de Gobernación habló de las simulaciones que se han dado en estos terrenos. Tal vez se refiera al hecho de que muchos gobernantes y políticos profesan en privado la fe católica y no proclaman en público sus creencias. Esa es una forma de educación cívica que, de acuerdo con las enseñanzas de nuestra conflictiva historia, ha probado su eficacia en materia de respeto a los connacionales de los otros credos o a los que, simplemente, no pertenecen a ninguna organización religiosa. Conviene que leamos con cuidado a Víctor Hugo, Benito Juárez, De Sanctis, Croce, Tolstoi, Salvador Allende, José Martí, Ocampo, Benjamín Franklin, y, entre los miembros del partido en el poder, a Efraín González Luna y Manuel Gómez Morín que, siendo católicos, tenían ideas muy claras sobre las denominaciones religiosas de los partidos (a este bazarista y a su amigo Manuel Rodríguez Lapuente les dieron una buena lección sobre el laicismo en cuestiones políticas), la separación entre la Iglesia y el Estado y los complejos matices que norman la conducta sociopolítica en los países de cultura católica y de una pluralidad religiosa que debe ser respetada y ampliamente garantizada por el Estado laico y los gobernantes de los distintos partidos sea cual sea su credo religioso.

Muchas cosas pasaron durante la visita del papa Juan Pablo II. La televisión y la radio aprovecharon al máximo el acontecimiento, derramaron melcocha sentimental y una ilimitada, diríase obscena, vulgaridad mercantil. Todo giró en torno a la figura del Papa (papolatría electrónica aderezada con tonos histéricos y cursilería de revista española) y a su quebrantada salud y todo se volvió espectáculo. Los intentos de análisis antropológico o sociológico realizados por los doctores Barranco y Blancarte fueron sofocados por la garrulería emotiva. Me preocupó una declaración que debe ser analizada para evitar interpretaciones ligeras y meramente emocionales. Me refiero a la idea de que la fe católica y, en particular, Juan Diego, son “la identidad nacional de México”. Esta peligrosa generalización deja fuera de la casa común a los no católicos (más de quince millones) y los convierte en infieles, pues no forman parte del “México siempre fiel”. Este punto de vista de la Iglesia resulta ofensivo para un sector de nuestra población, pero el aval que le dieron las genuflexiones, los aparatosos ósculos y las ostentosas participaciones en los actos de culto realizadas durante la visita pastoral (que no oficial) por el Jefe del Estado, ponen en peligro esa tradición laica respetuosa de la pluralidad en materia de pensamiento, de religión y de los derechos de las minorías. Por lo demás, los millones de evangélicos, los judíos, los musulmanes, los ortodoxos, los agnósticos y los ateos, aunque no forman parte de la “identidad nacional”, no sólo sobreviven sino que crecen en número e importancia. Recuerden los pacientes lectores que el historiador católico Cuevas (jesuita inteligente, pero que no tenía nada que ver con la apertura de pensamiento de sus compañeros ilustrados del siglo XVIII: Alegre, Clavijero, Landívar, Abad, Campoy, Castro...) reprochaba al presidente Juárez el haber favorecido “la expansión del protestantismo” para socavar las raíces católicas, no mayoritaria sino exclusivamente católicas, de la patria mexicana.

Han pasado tantas cosas terribles en torno a las cuestiones religiosas en nuestro país: guerras en los siglos XIX y XX, persecuciones, intolerancias, inquisiciones, odios, divisiones, demencias fascistas como la del obispo Onésimo Cepeda... que es indispensable atenerse al pensamiento laico y garantizar que la casa común sea de todos al margen de los credos religiosos. No pienso que, como dijo un personero del régimen, las leyes que se basan en el laicismo sean obsoletas. Todo lo contrario. Tienen una actualidad notable. Su respeto es conveniente para el Estado, para las Iglesias y para toda la comunidad, tanto la fiel como la “infiel”, tanto la que tiene “identidad” como la que no la tiene. Esta clase de respeto basado en un firme humanismo, es el rasgo principal del pensamiento laico plasmado en las Constituciones del 57 y del 17.

En estos primeros años del siglo XXI esperábamos un mayor progreso de la inteligencia y de la integridad moral. No ha sido así, pues los jinetes del Apocalipsis fundamentalista galopan por muchos caminos del planeta. Para que ya no se den los excesos antireligiosos, las violencias cristeras, los desorejamientos y las posturas irreconciliables, conviene que el gobierno piense y actúe con seriedad republicana, con espíritu abierto y tolerante, con la prudencia laica necesaria para garantizar el respeto a todos los pensamientos y con esa madurez que hace de la experiencia religiosa un diálogo del ser humano con su Dios o con su idea del mejoramiento del mundo de los hombres.
 

Hugo Gutiérrez Vega
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