Jornada Semanal, domingo 18 de agosto del 2002                 núm. 387

LUISTOVAR

IN MEMORIAM

Que descanse en paz Roberto Cobo, alguna vez apodado "Calambres", nacido hace setenta y dos años y recientemente muerto. En él adquirieron absoluta naturalidad varios de los lugares comunes que suele aplicarse a buena cantidad de actores célebres: fue un verdadero icono del cine nacional, dio vida por lo menos a dos personajes tan inolvidables como imposibles de soslayar a la hora de hacer un mínimo recuento, y éstos acabaron instalándose en la memoria colectiva con la misma o quizá mayor fuerza que el propio actor.

Hasta de oídas y, como de costumbre, sobre todo ahora que murió, cualquiera está enterado de que hace más de medio siglo Roberto Cobo encarnó al Jaibo en Los olvidados de Luis Buñuel. Para su propio beneficio y regocijo, espero que todos aquellos que hicieron de la muerte de Cobo una nueva oportunidad para cebarse en la enunciación de las consabidas frases hechas y la consignación de los datos de siempre, así como todos aquellos que aun a pesar de su voluntad se convirtieron en los destinatarios de ese catálogo de clichés; espero, digo, que tengan, se den y, si fuere necesario, exijan la oportunidad de ver Los olvidados, de preferencia en un cine, y no se conformen con unas cuantas escenas en televisión (siempre recurren a la del Jaibo en San Juan de Letrán) a las que no les respetan el audio porque les parece más importante superponer la voz del locutor en turno.

Como a todas las obras susceptibles de conformar la lista de aquello que por mejor nombre se da en llamar clásicos, a Los olvidados le sucede cada vez más frecuentemente ser una referencia obligada a la que todo mundo recurre, incluso sin cumplir la verdadera obligación para tener derecho a mencionarla con conocimiento de causa, y que es, simplemente, verla. Mucho hablar del Jaibo, que si Cobo está excelente; mucho decir que la cinta de Buñuel se cuenta entre las cumbres de nuestra cinematografía, para que luego resulte que demasiada gente ni siquiera ha visto completa la película.

De otro modo lo mismo

Algo similar ocurre con El lugar sin límites, filmada en 1977 por un Arturo Ripstein de quien muchos seguimos esperando otra película así de sugerente y bien hecha. Hace un cuarto de siglo, Roberto Cobo hizo absolutamente real a la Manuela, ataviado con un solferino traje de bailaora, confesándole sus secretos o siendo la víctima prsopiciatoria de la Japonesa (Lucha Villa) para que el cacique del pueblo (Fernando Soler) no las dejara sin casa para el burdel; robándole el galán (Gonzalo Vega) a la Japonesita (Ana Martin), producto del atípico ayuntamiento entre una prostituta y un homosexual.

Esta cinta basada en la novela homónima de José Donoso ha sido proyectada muchísimas veces en televisión, sobre todo en Canal Once, y al menos hasta hace poco tiempo era posible comprarla en formato vhs, como parte de una colección de las películas de Ripstein. Quizá esa presencia haya logrado que sea menor la cantidad de personas que hablan de la Manuela sin haberla visto besar a Gonzalo Vega. El lugar sin límites no es solamente la mejor película de Ripstein sino también, como Los olvidados, es una de las obras más significativas de nuestra filmografía. La presencia de Roberto Cobo en ambas es mucho más que una casualidad: demuestra que desde sus inicios fue un actor sobresaliente, que siguió dando pruebas de su capacidad cuando el papel asignado se lo permitió, y que si sus últimas incursiones en el cine (para no hablar de su lamentable participación en churros telenoveleros) no son ni por asomo igual de memorables, no hay que culparlo a él sino a los cineastas que tuvieron la suerte de contar con Cobo en el reparto y dejaron pasar la oportunidad.

¿Quién se acuerda de él, por ejemplo, en Amor libre (1977), de Jaime Humberto Hermosillo? Si la vio, haga memoria y aparecerá un flaco y relamido cantante de camión entonando "en el mar, la vida es más sabrosa". ¿Lo recuerda en Santitos (1998), de Alejandro Springall? Cobo era la madame de un carísimo burdel en Tijuana. Más difícil será, porque no se han exhibido a nivel comercial, que lo recuerde en El agujero (1997), de Beto Gómez, o en los cortometrajes Beso nocturno (2000), de Boris Rodríguez, y La milpa (2001), de Patricia Riggen, quien a sus treinta y dos años de edad se convirtió en la última cineasta que tuvo el privilegio de gritarle "¡acción!" a don Roberto Cobo.