Jornada Semanal,  domingo 18 de agosto del 2002                 núm. 389

LOS SECRETOS DE JORGE AGUILAR MORA

Uno de los rasgos que más me sorprendió de la novela reciente de Jorge Aguilar Mora Los secretos de la aurora (Era, 2002) es la cantidad de veces que aparece en la narración la palabra órgano. Me la encontré en muchos puntos, siempre en formas inéditas: el órgano de la amistad, sin el cual no se puede ser amigo; los órganos como depositarios de la identidad familiar; un hombre toma a una mujer "esculcando las glándulas para arrancarles su corteza"; la intimidad existe "para crear órganos y sentidos nuevos" y la contradicción en un personaje es descrita como "una doble piel"; en un acontecimiento terrible, ominoso, "apareció […] un reguero de órganos".

La primera vez que esta palabra aparece, en un párrafo deslumbrante, Aguilar Mora representa así la forma de recordar de una mujer: "…atrapar las imágenes, introducirlas en su cuerpo, acomodarlas de manera precisa en su momento –como si las embalsamara al revés que a un ser muerto, quitándoles la piel y dejándoles los órganos". Quizás estas líneas también podrían usarse para describir los mecanismos narrativos que Aguilar Mora utiliza sabiamente para describir la historia de una ciudad, y para contar los encuentros que se entrelazan, fluyen y espejean en esta novela excéntrica, caudalosa y brillante, en la que el lenguaje es uno de los protagonistas más importantes.

Jorge Aguilar Mora prescinde completamente de los lugares comunes, de las frases hechas, para contar su historia con un español transparente y asombroso; un lenguaje en el que se mezclan palabras nahuas y del Caribe, y que contribuye tanto como la descripción de la flora, la fauna, las fiestas y la arquitectura, a crear la impresión de una realidad concreta, exótica y al mismo tiempo familiar, inequívocamente latinoamericana.

En esta novela hay una preocupación, diría yo filosófica, por la música. A lo largo de la historia el narrador se enfrasca en reflexiones que nos revelan que, como muy pocas cosas en la vida, la música es al mismo tiempo un adentro, un fondo insondable, y una forma externa en la que están presentes sus potestades, poderes que envuelven a los personajes aun en el momento de la muerte. "Siempre he creído que la música cambia la vida, pero ¿qué forma le da?", pregunta urgentemente un personaje. A estas manifestaciones del poder de la música, se suman descripciones poéticas como aquella en la que se analiza el concierto para piano para mano izquierda de Ravel ("quería probarse a sí misma, especialmente en el adagio, que podía darle tal intensidad a la nostalgia de la muerte, donde la mano izquierda se extraviaba, que se escuchara su eco en el silencio de la derecha"). Otras obsesiones de los personajes son el tiempo y la ausencia, lo que no se ve.

Lo escondido, lo secreto, aquello que naturalmente está oculto, se muestra una y otra vez, en ocasiones brutalmente, como cuando una pandilla de desolladores despoja a los árboles de la ciudad de la corteza, y a los perros callejeros ¡vivos! de sus pieles. Estos actos de desollamiento, literal y metafórico, en los que Aguilar Mora es como un Vesalio que levantara membranas, se oponen al otro signo de la novela: la máscara.

El misterio (como el gobierno de la ciudad, un muy kafkiano y secreto Concilio Deliberante) es el otro polo que atrae a los personajes: por ejemplo, hay un bombardeo cuyas razones nunca se aclaran, ocultas tras una red de rumores. Una revolución, la Rebelión de los Mil, es falsamente traicionada; aparecen cadáveres descuartizados a los que les falta la cabeza (y Aguilar Mora logra que el lector sienta que se cierne sobre la ciudad una inminencia de horror: el de esperar que aparezcan las cabezas, el desamparo de estos cadáveres incompletos); abundan en la ciudad las sectas iniciáticas cuyos ritos son, naturalmente, arcanos; un profeta es asesinado para que se cumplan sus predicciones, y un hombre, el arquitecto Carlos Domínguez, cuya historia se identifica con un ciclo histórico que se cierra, desafía la predestinación con un acto único que confirma el libre albedrío. Los impulsos emotivos son descritos como si fueran seres físicos ("como un organismo vivo") sin suavizar en lo más mínimo los miedos, aunque, increíblemente, a pesar de esta desnudez, el autor jamás es cruel con sus personajes.

En fin, que hace falta mucho más que estos breves renglones para hacerle justicia a esta novela extraordinaria, pero me sirven para recomendártela a ti, lector.