Jornada Semanal, domingo 18  de agosto de 2002                                núm. 389

NMORALES MUÑOZ

EL CENSOR

Atina Carlos Bonfil cuando señala en esta breve pieza del autor inglés Anthony Neilson guiños, más que un parentesco contundente, al lenguaje cinematográfico en cuanto a lo temático y al empleo de herramientas narrativas, y al nuevo realismo estadunidense en lo que concierne a la arquitectura. Decadente en la línea shepardiana (aunque quizás con menos matices tragicómicos), patético en su desangelada defensa de la tabla de valores del puritarismo wasp de doble cara, en el protagonista homónimo convergen las contradicciones de un sistema cada vez más escaso de asideros ideológicos para justificar la arbitrariedad de los métodos de convalidación ante la creación artística. Y es la señorita Fontaine, con todo y lo endebles que pudieran resultar algunos de sus postulados teóricos y la vehemencia casi dogmática con la que los defiende, quien se convertirá en la némesis del oscuro burócrata, el revulsivo que detonará su derrumbamiento moral y desnudará las causas que le han convertido en la caricatura esperpéntica del modelo de corrección política al que alguna vez aspiró con convencimiento genuino. Asistimos pues a una variante del dilema ético entre el deber ser y la emergencia del instinto, entre la autenticidad y el alineamiento ante los convencionalismos sociales. Manida en esencia la naturaleza del conflicto central, la oferta dramática de Neilson se vuelve atractiva por sus hallazgos en el uso del lenguaje, por la agilidad rítmica y de parlamentos con la que hila un relato que coquetea con el noir en su entramado y en la manera de cifrar y develar las claves fundamentales que orientan el flujo de la trama y que refuerzan la interrelación entre los personajes. Superando el previsible agotamiento de las situaciones principales y algunas nubes en las motivaciones de los dos personajes ya referidos, El censor planea con éxito sobre una veta más cercana a una importante vertiente de la cinematografía y de la literatura que a una buena parte del drama contemporáneo: la del thriller de corte psicológico.

El texto permite a Jorge Vargas y a su compañía Teatro Línea de Sombra proseguir con su exploración de la corporalidad como uno de los ejes expresivos fundamentales de la creación teatral. El corte intimista de la obra y la preeminencia interna de la acción dramática habilita a Vargas para detenerse en el detalle histriónico, para diseñar con detenimiento el aparato gestual y de movimiento corporal que encuentra resonancia en la solvencia técnica de Arturo Ríos y Laura Almela. Diferenciando pulcra y sobriamente el par de ámbitos en donde transcurre la obra, el director consigue en su trazo escénico cuadros plásticos significativos sin caer en virtuosismos forzados ni en la ilustración burda del discurso abiertamente sexual que la cineasta porno Fontaine emplea como vehículo de vulneración hacia el –en este sentido abúlico hasta lo exasperante– funcionario gubernamental. Por el contrario, un dosificado manejo de pausas y silencios alimenta la tensión erótica y la sensación de inminencia que presiden los encuentros y desencuentros entre las dos esferas que el censor intenta sin éxito conciliar: un ambiente matrimonial al borde de la separación irreversible y su paulatino involucramiento, con todas las implicaciones que le acarrea, con la artista visual.

Consistente es también la labor de Jorge Vargas con los tres actores. Laura Almela localiza el perfil entre subversivo y snob de la señorita Fontaine y le confiere un cierto dejo de espontaneidad inmadura, una deliciosa impronta entre refinamiento y fragilidad. Erika Rendón, quien sustituye a Alicia Laguna en el rol de la esposa en esta segunda temporada, entrega una interpretación en la que se trasluce todo el universo de emociones contenidas y de desasosegada inconformidad contra el que Neilson hace batallar a su sombrío burócrata de la censura fílmica.

Arturo Ríos asume con su característico compromiso el protagónico masculino. No sorprende ya la organicidad irrefutable, la capacidad para explosionar desde la interiorización más enraizada. Se ha vuelto meritoria su capacidad par contrarrestar lo que pareciera ser una tendencia en la mayoría de los directores escénicos de sus trabajos más recientes (con la excepción de Martín Acosta en Alejandría terminó) a encasillarlo en lo tanático, a intentar convertirlo en la personificación permanente de la histeria, de la sordidez. Porque si bien no puede decirse ni por asomo que las pretensiones de Jorge Vargas para con él sean tales, sí se centra en su desempeño una discreta propensión del director a resaltar la decrepitud que rezuma el texto mediante rasgos cercanos de algún modo a la neurosis, hecho también evidente en el estridente diseño sonoro que acompaña las elipsis entre escenas..