La Jornada Semanal,   domingo 18 de agosto del 2002        núm. 389
el estado de las cosas
Augusto Isla

Adiós a las catacumbas

Ilustración de Gonzalo RochaEl árbol de las ideologías siempre está reverdeciendo", dice Norberto Bobbio. El ardiente deseo de que desaparezca la izquierda política para que la derecha, oculta detrás de la morigeración y la sensatez, reine en nombre de la libertad del mercado, trae consigo la disolución de esa vieja diada, que no es sino un par de metáforas espaciales, ciertamente un poco simples, relativas siempre; pero que son como brújulas que nos guían en la navegación de los antagonismos políticos.

¿Alguien, con una pizca de honradez intelectual, dudará que la transición mexicana se dio por la derecha? Aunque el tradicionalismo parece ser un rasgo de ésta y aunque alcanzó la cúspide del poder político apelando a la seductora imagen del cambio, su proceder como gobierno era previsible, no bien se despojara de su disfraz. A fin de cuentas, como lo advirtió Robert Michels, "El espíritu conservador [...] necesita, aunque sólo por causa de la elección, presentarse bajo vestiduras cuyos pliegues democráticos flameen al viento."

Mueven a nuestra derecha la intolerancia moral y religiosa; la voluntad de favorecer al gran capital, de privatizar la asistencia, de acelerar la crisis de las instituciones de seguridad social para, con excusa suficiente, entregarlas en manos de la codicia; y, por si fuera poco, la mentira y un sospechoso puritanismo administrativo que sólo el tiempo y las técnicas para escudriñar las nuevas artes de la corrupción se encargarán de evaluar. Es, además, ya inexperta y gris, ya estridente en la voz de sus leguleyos tortuosísimos.

Pero ¿de la izquierda no se esperaba algo más que populismo? Este término, que suele emplearse peyorativamente, no es desdeñable, a condición de situarlo históricamente. De hecho, nos explica aquella efervescencia que permeó el campo político con diferentes tonalidades que van desde el cardenismo en México hasta el peronismo en Argentina. El populismo es la abreviatura conceptual que los estudiosos encontraron a la mano para definir a un Estado que acomodó las fuerzas sociales para alentar el desarrollo capitalista en las economías periféricas y dependientes de Latinoamérica; es también una cultura que modula, con acentos paternalistas, el comportamiento de quienes mandan y quienes obedecen: una cultura que otorga legitimidad al poder político, más que por su procedencia, por la atención calculada a los reclamos de los menesterosos sin cuya adhesión ese poder sería inconcebible.

Por más arcaico que nos parezca, el populismo resume una transformación política que significó un progreso en relación con el dominio oligárquico. En México, concretamente, señaló el tránsito del llamado maximato al presidencialismo constitucional, la aparición de un extraño partido policlasista cuyas organizaciones de masas disfrutaron de un limitado favor político; la articulación de los intereses patronales; en fin, la institucionalización de la vida pública. En este sentido, el populismo moderniza: ensancha los espacios de las libertades y de la participación política, e impulsa reformas sociales.

Sin embargo, el periodo de su vigencia se ha agotado. La izquierda no puede extraer inspiración de esas catacumbas para sus políticas. Si asociamos esa tendencia, esa actitud, con el futuro, la innovación y la creatividad, es penoso ver cómo claudica la administración del Distrito Federal. ¿Por provincianismo, por ignorancia? Es inadmisible que sus políticas sociales semejen las de un dispensorio decimonónico, que sus proyectos urbanísticos precipiten la catástrofe de la megalópolis. ¿Por qué no, en vez de repartir unas cuantas monedas entre los ancianos, se abren modernas clínicas gerontológicas, talleres creativos; en fin, verdaderas opciones de vida para la tercera edad? ¿Por qué insistir en segundos pisos del anillo periférico en vez de mejorar y ampliar las redes del transporte colectivo?

La administración del Distrito Federal no sólo carece de un proyecto de ciudad a la medida del ser humano, sino traiciona a quienes le otorgaron su confianza, que son las mayorías, las que no poseen automóvil, las que padecen más agudamente los tiempos muertos de los desplazamientos cotidianos, las que pagarán el alto costo de un demagógico plebiscito. ¿Por qué la gran urbe tiene que seguir girando en torno del automóvil, un objeto 
–como dice Eugenio Trías– diseñado y construido según la lógica darwiniana (y de sus secuelas, competencia despiadada, agresividad feroz, individualismo exacerbado)? Es patético que la alternancia se resuelva en mínimas ventajas comparativas: ridículas economías domésticas, diarias verborreas tempraneras, denuedos críticos que distraen la atención a la ineficiencia propia.

Para desdicha de México, la izquierda se parece cada día más a la derecha en su puritanismo retórico, su optimismo fraudulento, sus prácticas caritativas, su falta de imaginación para solucionar los grandes problemas sociales. Esta allí, encaramada en la burocracia y nada más.