La Jornada Semanal,   domingo 4 de agosto del 2002        núm. 387
Juan José Saer

Manos y planetas

La dificultad de escribir un buen cuento, de la que mucho sabían Chéjov Quiroga, Maupassant, Calvino, James, Cortázar, Hammet, Chandler, Carver… a fin de cuentas estriba en el mismo desafío exigido por otros géneros: eficiencia total y la más irrestricta economía de recursos. Pero estos dos requisitos, fáciles de enumerar, no lo son tanto a la hora de ponerlos en práctica y, por cierto, no son los únicos. Estas páginas han albergado, como cuento del domingo o como parte de cuentarios breves, lo mismo a Clarice Lispector, Graham Greene y Guimaraes Rosa, que a autores debutantes en el arte del relámpago narrativo que debe ser un cuento. En este número le hacen al cuento las tres caras de la moneda, de todas las edades y provenientes de todos los lugares: junto a un texto del bien conocido argentino Juan José Saer, ofrecemos a nuestros lectores el trabajo de narradores que ya conocen la dificultad y la maravilla cuentísticas, como Ana Rosa González Matute, Guadalupe Lizárraga, Jorge Bustamante y Guillermo Vega. Completamos el panorama con autores de nuevo cuño pero que ya son dueños de un universo y una voz propios: Natalia Núñez, Enrique de Lafuente y Gustavo Álvarez Vázquez.

Ilustración de Renzo Vayra/El País CulturalLos dedos diestros y familiares de Barco desenroscaron la tapa de metal niquelado del salero, volcaron la sal sobre el mantel y después, bajo la mirada tranquila pero atónita de Tomatis, comenzaron a diseminarla, apoyando las yemas sobre la sal y haciéndola girar lentamente, a modo de desplegar bien desplegado el montoncito blanco sobre la tela azul. Las yemas de Barco tenían una forma extraordinariamente peculiar: eran ovaladas y terminaban en punta; se parecían a la forma clásica con que se representan las lágrimas. No debía haber en el mundo manos con yemas de esa forma, y Tomatis las hubiese podido reconocer de inmediato dondequiera que estuviesen.

–Probablemente –dijo Barco– en muchos de estos granos de sal hay Grecias antiguas en las que Heráclitos piensan que los acontecimientos del mundo son el producto de un juego de dados jugado por criaturas.

–Probablemente –dijo Tomatis.

–Anoche vi por televisión el último viaje a la luna –dijo Barco–. Esos viajes a la luna ya no le interesan a nadie. Todo el mundo está convencido de que la luna ya pertenece al pasado, y la ciencia ficción se está convirtiendo en una antigualla. Ya no hay, dice, ficción que supere a la ciencia. Probablemente, dentro de quinientos años todos serán científicos, así como en la actualidad todos manejan automóviles.

–Probablemente –dijo Tomatis, sin dejar de mirar los dedos de Barco que ahora se habían apoyado sobre la sal diseminada y estaban inmóviles.

–Pasó algo curioso –dijo Barco–. Todo iba bien mientras se veía en la pantalla el interior de la nave espacial y las manipulaciones de la tripulación. Pero de golpe empezaron a verse fotografías de la Tierra que iba alejándose, volviéndose cada vez más chiquitita, y entonces los tipos que estaban mirando la televisión en el bar se pararon, o empezaron a incorporarse despacio sobre la silla, o a estirar el cuello, todo eso para tratar de ver la Tierra de más cerca, haciendo contorsiones para ayudar a la Tierra a detenerse, como cuando uno tira una brocha y empieza a retorcerse todo para que la bocha vaya por el camino que uno le ha fijado imaginariamente ¿viste? Tratábamos de que ese alejamiento impúdico se detuviera, para que la Tierra no se borrara y desapareciese del todo. Yo me quedé tieso. Y cuando la voz del locutor anunció que los astronautas todavía distinguían México, todos tuvimos un momento de alivio y por un segundo todos nos sentimos mexicanos: México fue la última cresta, la más alta, amontonada en la ola de nada que empujaba desde atrás, la ola de nada que cuando México dejó de divisarse inundó todo y lo dejó más liso y más uniforme que esa pared. Entonces todos nos sentimos tristes y confundidos, un poco aterrados, y no creo que nos hayamos sentido mejor cuando terminó el programa sobre el viaje lunar y empezó la transmisión directa desde el estadio de Chacarita. Estoy convencido de que anoche rompimos la barrera de la identidad. La de la luz o la del sonido no son nada al lado de la barrera de la identidad. Nos fuimos poniendo cada vez más borrosos, hasta que desaparecimos del todo. Pensamos que la cosa iba a detenerse en un punto razonable, un punto desde el cual todavía pudiese divisarse México, por ejemplo, pero no, nada de eso, desaparecimos del todo. Y yo tuve un vértigo adicional: sentado en la silla del bar, la pantalla me mostraba cómo la Tierra iba disminuyendo de tamaño, es decir, cómo yo, la silla, el bar, la pantalla y la tierra que mostraba la pantalla, achicándose, íbamos siendo apretados por el puño del cosmos que se cerraba, vertiginosamente, hasta macerar nuestros cuerpos y convertirlos en una lava endurecida. Y lo sentí hasta tal punto que cerré los ojos y esperé el momento en el que las paredes del bar comenzarían a avanzar, súbitamente, fundiéndose las cuatro en una sola con nosotros adentro, en una contracción inconcebible, hasta dejar la Tierra reducida al tamaño de un dado de los más chicos con el que criaturas se pusieran a jugar el destino del mundo. Probablemente esas parrilladas que trae el mozo son las nuestras.

–Probablemente –dijo Tomatis, viendo las yemas familiares oprimir la sal y después subir hasta los labios gruesos de Barco, yemas que, como ningunas otras en el mundo 
–ahora también por su saber– hacían pensar en la forma densa de las lágrimas.