La Jornada Semanal,   domingo 4 de agosto del 2002        núm. 387
Baba de perico
Jorge Moch

Cangrejos al compás

Del Rey Tonto 

Había una vez un reino que ahí la llevaba. Burdos esquinazos en su proceso histórico, propiciados por un poderoso mal vecino que se mostraba entre ambicioso desmedido y petulante supremacista dieron como resultado que un día heredase el trono un Rey Tonto que se decía muy ducho en cuestiones crematísticas, pero que más allá de regentar carteras de inversión no entendía gran cosa de lo que era su reino. O el mundo. En breve el reino se convirtió en país de una inmensa mayoría de compradores y vendedores como él, y apenas un puñado de obcecados hacedores de arte, doliéndose de que al reino lo devorase una desmedida sed de dinero, seguía empeñado en crear piezas–cuadros, poesías, esculturas y una que otra magnífica película– que preservaran la sensibilidad estética del reino, que de eso había llegado a tener mucho y muy apreciado en el resto del mundo. Pero este Rey Tonto, que a la postre resultó más bien chambón y tramposo para ordeñar de la realidad el cumplimiento de sus monetarias promesas, aborrecía la cuestión del arte, mundillo que consideraba más bien aburrido y propio de esnobismos insoportables en gente que en lugar de cerrar una jugosa, lucrativa operación fiduciaria de muchos millones de doblones prefería pasarse la tarde pintando quimeras, inventando fábulas impías o declamando versos ininteligibles que como la invención de Morel pretendían definir lo inasible. Así que se dio a la patriótica tarea de combatirlos con las armas del Reino, que eran básicamente de índole hacendaria, y eso sí lo hizo bien. Particularmente abominaba el Tonto Rey la literatura, porque nunca le fue dado comprenderla ya que carecía de sensibilidad estética o más probablemente de elemental inteligencia. Así, el panorama de la lectura en el país que gobernaba el Rey Tonto era de página en blanco. El Rey mismo era nada menos quien coronaba, pleonásticamente, una piramidal turbamulta de analfabetos que entendía a pescozones lo que las letras rezaban en primeras frases, pero era incapaz de interpretar el contenido de un párrafo más o menos complejo.

Viejo zorro de argucias propagandísticas, si bien antes birló al gabinete de fomento a la cultura sus ministraciones con el pretexto de que había que apretarse los refajos, el Rey Tonto se percató de que ya otros soberanos le miraban con una mezcla de extrañeza y conmiseración, porque al debilitar el bagaje cultural del reino, éste pasaría a ser ya un incondicional palafrenero del poderoso vecino, que entre la olímpica indiferencia que el asunto parecía provocarle ocultaba cierto beneplácito: un reino de tontos y analfabetas funcionales en el traspatio le vendría de perlas el día que decidiese, sin más, una arbitraria anexión territorial. El Rey Tonto, montado en su musa para quedar bien, que era su verdadera vocación, inventó entonces que había que impulsar un programa de lectura en un reino en el que por un lado la educación iba en picada, azuzada por la apatía de las juventudes, mientras que por el otro las disposiciones hacendarias de su combate a los intelectuales ya rendían victoriosos frutos: leer se había convertido en un deporte de lujo políticamente incorrecto. Juntó a su corte y mandó preparar un acto de fasto indiscutible. Invitóse a los miembros de la juglaría y dijéronse magníficas alocuciones. Prometiéronse resultados y el reino hubo de darse por enterado: al Rey, hombre de su tiempo, le era de gran interés que la plebe leyese. Que la plebe leyese, realmente, ese ya era otro nimio asunto.

Al poco tiempo el real decreto de un reino de lectores quedó en uno más de los despropósitos que el tonto Rey Tonto coleccionó durante su reinado con la feliz enjundia de un niño que buscase conchitas en la playa. Luego, al país entero se lo tragó el industrializado vecino esclavista y el reino del Tonto ni se dio por enterado: entretenidos todos con la falsa cornucopia, comprando y vendiendo. Luego desaparecieron misteriosamente los obcecados hacedores de arte, y algunos años más tarde ya nadie supo si el reino aquel había realmente existido o era un sueño colectivo concitado por tremebundas películas de efectos maravillosos. Del Rey Tonto no se supo nada más; algunos sabios del poderoso reino afirman que su existencia es un mito, aunque se dice que el depuesto monarca es hoy un excelente dictaminador de riesgo bursátil, y ha alcanzado el estadio perfecto del ciudadano moderno. La vida no le debe nada y es inmensamente feliz.