La Jornada Semanal,   domingo 4 de agosto del 2002        núm. 387
Ana Rosa González Matute

Cinco pasos

El crimen del loco consiste en que se prefiere a los demás
Marguerite Yourcenar

Ilustración de Jerry RomeroMi padre, un científico brillante que había huido de su país en los años posteriores a la Segunda Guerra, jamás había logrado que nuestro gobierno apoyara sus experimentos pues requería de sumas millonarias que en el Tercer Mundo rara vez se invierten en las artes o en la ciencia. Si el gobierno lo hubiera apoyado, tal vez no hubiera ocurrido lo que voy a relatar.

El verse obligado a cancelar su carrera amargó profundamente su carácter y apagó su ímpetu por descubrir. En su país de origen había tomado parte en ciertos experimentos que pretendían explicar que la información genética del chimpancé es idéntica en un 99.3% a la del hombre, lo cual probaría de manera irrefutable que se tuvo un ancestro común en la historia de la evolución de los primates. 

Creía también en los avances de la ingeniería genética gracias a la cual sería factible tomar un óvulo fecundado de chimpancé, sustituir el 0.7% de su genoma –que es distinto al del hombre– por el equivalente del genoma humano, implantar ese óvulo en el útero de una mujer y permitir su desarrollo hasta generar un nacimiento. Cabría preguntarse entonces si el producto de esto sería un chimpancé o un hombre, siendo su respuesta: "Sin duda un hombre."

El tercer tipo de experimento tenía que ver con las propiedades aparentemente mágicas de la droga china Ma Huang y de la hechicería india de cinco mil años de antigüedad. Se integró al grupo de científicos que aisló el principio activo de la efedrina y más tarde de la reserpina de la que se derivan la mayor parte de los tranquilizantes. Luego descubrieron que las brujas de la Edad Media se untaban el cuerpo con plantas venenosas de los pantanos (enantol), extracto de opio, belladona, cáñamo indio, adraganto y azúcar en polvo, las cuales suscitaban las visiones de aquelarre descritas en los procesos realizados por la Iglesia. Y de ahí empezó a estudiar a un tipo especial de murciélago y a ciertos insectos con alas pues creía que después de someterlos a algunas mutaciones específicas iba a originarse un ejemplar nunca antes visto por su peculiar belleza, el cual además serviría de mascota. Por si fuera poco, la sangre de estos animales, combinada con otras sustancias químicas equivalentes al ácido glutámico, contribuiría al tratamiento de algunas enfermedades terminales, como el cáncer y el Alzheimer.

Cuando nacimos mi hermano –un año mayor– y yo, los experimentos de mi padre se habían ido apagando, y él y nosotros prácticamente vivíamos de lo que ganaba mi madre como secretaria trilingüe en una compañía transnacional. Sus conocimientos científicos se fueron transformando en culinarios, pues tanto el cuidado de la casa como el nuestro y la cocina debían quedar a su cargo. Así que mi madre ignoraba que durante las horas en que ella salía a trabajar y quedábamos bajo la tutela de nuestro padre –Zavislan–, él se embarcaba en una especie de experimento con nosotros donde la inocencia aparecería como un crimen. Esto le impartió brillo y estímulo a su vida e impidió que se amargara totalmente.

Un lunes a primera hora se dirigió al consultorio del veterinario de la colonia –entonces todavía teníamos mi hermano y yo un par de patos canadienses como mascotas– a comprar un par de jaulas de mediano tamaño, de las que usan los viajeros para llevar a sus perros en avión de país en país. Nos explicó que mediante una serie de experiencias atravesaríamos por lo que él denominaba los "cinco pasos". 

El primero consistió en colocar el par de jaulas en la sala –a las cuales debíamos observar durante tiempo indefinido sin parpadear– al lado del televisor. De esta manera desarrollaríamos un alto nivel de concentración ya que el aparato permanecería encendido [nos pasaba películas de terror]. Decía que "el hombre, y por ende la mujer, viven enjaulados toda su vida: a veces la jaula es miserable o muy modesta, y a veces es sinónimo de opulencia y de poder." A cualquier distracción le ponía fin con un ruidoso golpe o profunda entonación de garganta. De ahí procedía a hipnotizarnos para que tuviéramos alucinaciones, a la vez que logró tenernos absolutamente bajo su poder. 

El segundo paso, "esencial en toda educación", fue manipularnos mediante comentarios, preguntas, respuestas y juegos de inteligencia, hasta orillarnos a que nos enfrentáramos mutuamente, de tal suerte que en nuestro interior fueron aflorando con hondura e intensidad sentimientos tan comunes entre hermanos (y la humanidad en general) como la envidia, los celos y el odio. Nos invitaba a usar el lenguaje más vulgar y soez. Cerraba puertas y ventanas pues los gritos podrían oírse en toda la cuadra. A mí se me estropeó la voz, en cambio mi hermano desarrolló un timbre autoritario que aún me incomoda escucharlo.

[Ahora que yo también me he dedicado a la ciencia, creo en los estudios que intentan descubrir la forma en que se desenvuelven los neurotransmisores vinculados a la emoción y que pueden manipular –mediante fármacos– sentimientos tales como el amor, la pasión y el odio. Ahora también sé que un conocimiento más minucioso de estos neurotransmisores –ligados a toda emoción– puede entrañar riesgos muy serios de deshumanización.]

Ilustración de Jerry RomeroSumergirnos en la tina con agua fría –a manera de regaño y para calmar los ánimos– era el tercer paso. Procedía después a restregarnos con un áspero estropajo para eliminar cualquier impureza. En ese momento encendía un pequeño aparato de pilas y nos dejaba escuchar algo de música típica de diversos países (la samba brasileña era una de sus consentidas). Explicaba que debíamos afinar el oído para otros idiomas. Así nos leía a diversos autores, en prosa y en verso, en el idioma original: italiano, alemán, ruso e inglés. El contenido no era lo más importante pues la lectura coincidía aún con la época en que uno mismo inventaba las propias historias. Dante, Goethe, Tolstoi y Shakespeare desfilaron a temprana edad ante nuestros ojos. Nuestro padre era muy culto y conservador. 

A mi entender, su predilecto era el cuarto paso, cuando por fin nos encerraba en las jaulas –con frío y escasa ropa– previamente colocadas en la azotea. "No sólo los idiomas son indispensables. Hay que saber adaptarse a cualquier capricho del clima o situación, pues la experiencia consiste en reconocer que se llega virgen a todos los acontecimientos de la vida." No importaba si el calor era intenso, si soplaba un viento infrahumano o si caía una tormenta. (En este último caso, colocaba un plástico encima de la jaula para medianamente bloquear el chubasco.) Ahí arrojaba nuestros libros y utensilios de estudio pues no debíamos interrumpir las tareas sino asumir la responsabilidad de ser los primeros en la clase –cosa que siempre lográbamos.

Puso especial empeño en que fuésemos sus cómplices y que nada de esto tocara la imaginación de mi madre, por lo general agotada con el trabajo (y con seguridad frígida: jamás los vi acariciarse o darse un beso). Cuando presentía su llegada, nos ponía en libertad no sin antes besarnos en la frente. Ciertamente mi madre encontró las jaulas en la azotea:

–¿Y estas jaulas Zavislan?

–¿Cuáles? Ah, sí... me olvidaba. Son herramientas indispensables para un futuro experimento.

–¿De qué tipo?

–De nuevo con ciertos animales que encargué al extranjero y que ignoro por qué no llegan.

Los fines de semana eran un contraste. Casi siempre salíamos de la ciudad a conocer algún sitio de interés que completara nuestra educación, pero que además sirviera de esparcimiento. Mi madre estaba encantada de ver los resultados de la excelente disciplina. Era de los raros momentos en que la veíamos sonreír. No peleábamos, éramos sumamente correctos y amables el uno con el otro... en su presencia. Pero la envidia y el odio instigados mediante las dosis continuas de enseñanza vespertina de mi padre iban fortaleciendo sus raíces. Como complemento Zavislan nos decía: "No basta con amar a las criaturas. Hay que adorar asimismo su miseria, su envilecimiento y su desdicha."

Un día se sorprendió mi madre al ver que nuestra ropa tenía manchas de sangre o estaba rasgada. Y es que el quinto paso consistió en amarrarnos navajas en los dedos –como gallos de pelea–, pero presintiendo que esto podría dañar el experimento y llevarlo a su término (dada la posibilidad de morir asesinados a navajazos) lo suprimió al tercer día. Por fortuna yo sólo perdí la oreja izquierda y mi hermano el dedo índice. Ambos conservamos alguna cicatriz en el cuerpo.

Mi hermano y yo hemos sabido guardar el secreto de nuestra infancia a lo largo de estos años. Por supuesto evitamos vernos. Pero cuando surgen los asuntos familiares obligatorios, cada uno asiste en compañía de su esposa e hijos. Ellos tampoco han simpatizado. Mas lo verdaderamente valioso es que tanto él como yo hemos seguido los cinco pasos al educar a nuestros hijos de la misma manera ejemplar.