Jornada Semanal,  domingo 4 de agosto del 2002                 núm. 387

ENRIQUE LÓPEZ   AGUILAR

TERRONCITOS DE 
AZÚCAR Y MUÑEQUITAS
DE SOLOLOY

Que el régimen actual se caracteriza por una clara actitud antiintelectualista, no carente de ignorancia, ya no sorprende a nadie, pero que uno de los líderes de bancada en el Senado haya dicho de los intelectuales que son "terroncitos de azúcar", debido a su incapacidad para soportar críticas (como las que hacen a las figuras políticas del país), sólo deja ver que, para el senador de marras, sus relaciones entre vida política e intelectual son vividas como si fuera protagonista de una canción de Cri-Crí, lo cual autoriza a considerar que, si se aceptan sus códigos infantilistas, la clase política de este régimen gubernamental sería, a su vez, un conjunto de muñequitas de sololoy, azoradas ante lo que no entienden (la actividad intelectual), asustadizas frente a lo inmoral (la pornografía y, también, lo que no entienden), berrinchudas a la hora de tener que soportar, no la crítica de los intelectuales, sino del conjunto de la sociedad, pues quienes la integran reciben el epíteto de "ciegos" por "no querer ver los cambios habidos durante este gobierno"; y reiterativos con esa otra actitud sololoyesca, la de hacerse de oídos sordos a la voz de "no oigo, no oigo, soy de palo, tengo orejas de pescado", sea a la hora en que el presidente declara no querer ver ni leer periódicos o medios donde se le critique (¿esto no recuerda a alguien que dijo "ni los veo ni los oigo", hace casi diez años?), o las descalificaciones apriorísticas del senador ya citado, dirigidas a periódicos que le caen gordos porque no lo tratan con la majestad y respeto que él se merece.

En la superficie, el motivo de las ocurrencias del susodicho parecieran provenir de esa compleja relación establecida entre el libro, la lectura y los impuestos con que se pretende gravar la producción editorial del país, lo cual ya fue motivo, en su momento, para que el Canciller soltara una más de esas expresiones tan suyas, dudosos ejercicios de la ironía, al afirmar que le daba pena que sus amigos "los intelectuales" dejaran de percibir cantidades millonarias por los impuestos que afectarían sus derechos de autor. Declaraciones aparte, lo que dos años de régimen han mostrado es un estilo de intolerancia y descalificación hacia sus críticos y la cultura que ya no es casual sino sistemático: no sólo parece no importar que el libro se aleje cada vez más de los lectores potenciales al elevarse su costo, sino que se ejerce una tácita censura sobre aquellos productos considerados pornográficos e indecentes (sin que se explique bien a bien lo que se entiende con la palabra pornografía), en lo cual se aúnan las tribulaciones de los secretarios del Trabajo y de Hacienda. Desde este punto de vista, bien se puede concordar con el presidente: los cambios sí se están notando y sólo los ciegos dejarían de percibirlos, pero deben entenderse como un retorno al México de los años treinta cuando, de las relaciones entre arte nacionalista y universalista (el primero, sostenido visiblemente por el muralismo; el segundo, por la generación de Contemporáneos), se pasó a la descalificación política del segundo tildando a sus autores y tendencias de "afeminados", "decadentes" y "antimexicanos". No deja de ser curioso que dicha descalificación se hubiera promovido en la Cámara de Diputados, por Narciso Bassols, quien pidió el destierro para aquellos que no hicieran un arte "viril" (es decir, "mexicanista"; es decir, "revolucionario").

Cambian los tiempos y los nombres, no la esencia de sus intolerancias: lo que antes fue considerado "antirrevolucionario", hoy se llama "pornográfico". No obstante, en descargo del gobierno posrevolucionario de los años veinte, debe reconocerse el mérito de que alguien tan alejado de la cultura como Álvaro Obregón (no obstante su amistad con Ramón del Valle-Inclán) haya permitido la Biblioteca de Clásicos Universales y la campaña de alfabetización organizadas por José Vasconcelos. En eso también es notorio el cambio: el nuevo régimen, inculto y mojigato, reacciona con hostilidad frente a todo aquello que no entiende y le es ajeno, en lo cual redivive al también pintoresco, ocurrente e irónico mariscal de la Luftwaffe, Hermann Göring, quien no se arredraba para proclamar que "cuando oigo hablar de cultura me dan ganas de sacar la pistola".

Bien visto, lo que verdaderamente subyace en los dichos y hechos de las insípidas muñecas de sololoy, en su arrogante ignorancia y hostilidad a la cultura, es, no el desarrollo de un cambio, sino el de una mutación.
  


La figura del ermitaño

Hay oficios que afortunadamente ya no existen, o si se profesan, no cuentan con la popularidad que tuvieron cuando se ejercían públicamente: el sacerdote que sacaba corazones con cuchillo de obsidiana; el médico que castraba a los esclavos para venderlos como eunucos; el cazador que atrapaba a los osos para llevarlos al circo con el fin de que se comieran a los cristianos; el herrero que fabricaba las jaulas donde debían quedarse los cadáveres de los ajusticiados; el emperador dios, etcétera. Desgraciadamente todavía existen traficantes de esclavos, piratas, torturadores. Hay gente que se cree Dios, o que está segura de que tiene comunicación directa con Él, lo que les lleva a destruir a sus semejantes con entusiasmo. A estas personas se les puede encontrar en la presidencia de países prósperos o paupérrimos; a la cabeza de ejércitos numerosos o de religiones respetables, lo que prueba que hay cosas que nunca pasan de moda entre los humanos y que Atila (quien por lo menos no era hipócrita) tiene y tendrá muchos avatares. Los que sí pasaron de moda, y es de lamentarse, son los ermitaños.

Allá por el siglo viii de nuestra era, ser un ermitaño era un oficio que, de tan respetado, podía ser peligroso. Muchos ermitaños fueron muertos por sus devotos, ansiosos de asegurarse una reliquia: un pedazo de lengua, un dedo, un diente. El pobre ermitaño, que como San Antonio debía luchar contra las tentaciones que el demonio le ponía al alcance, también se veía obligado a cuidarse de los humanos. Afortunadamente, la consolidación de las relaciones entre las comunidades monásticas y las sociedades permitió a más hombres y mujeres alejarse del mundanal ruido y vivir más o menos en paz. El historiador francés Michel Rouche afirma que "por sí solo, el eremita era una antisociedad, un modelo distinto que rechazaba la búsqueda inquieta del tener para hallar el júbilo del ser".

Había muchas maneras de ser ermitaño: en el bosque, encerrado, en el desierto, yendo por los caminos. Los bizantinos eran expertos en las más espectaculares, aquellas que obligaban al eremita a quedarse de pie sobre un capitel (stilus, de ahí lo de "estilita") durante dieciocho años, o fingir locura para salvar las almas de los pecadores.

Muchos se sintieron atraídos por esta vida fuera del mundo. Al principio, los ermitaños eran gente del pueblo; al final había de todo, incluso nobles de las familias más linajudas.

Diego Torres Villarroel, ese escritor adorable del siglo xviii, fue criado de ermitaño, y según su autobiografía, ese eremita fue el patrón que más quiso. El ermitaño en cuestión era "un pobre garbosísimo y desinteresado, era cortesanamente apacible y muy gracioso en la conversación", llamado don Juan del Valle. Le encargó a don Diego "atizar la lámpara, barrer la ermita y cuidar del borrico". También le dio consejos buenísimos. Toda su filosofía se podía resumir en la sabia frase "haz aquello que quisieras haber hecho cuando mueras". Lástima que don Diego, aunque estaba feliz porque "el trabajo no era mucho, la diversión bastante, la comida más que moderada y el descanso regular", arruinó su estancia en las soledades por echarle los perros a un muchacha.

Con los siglos los eremitas fueron desapareciendo, aunque su prestigio quedaba. Según un libro de Isabel Colegate titulado A Pelican in the Wilderness, el ermitaño era el adorno más esencial del jardín palaciego de la Inglaterra dieciochesca. Algunos se anunciaban en el periódico: "para prestar sus servicios al gentilhombre o noble que pudiera necesitar un ermitaño en sus posesiones". Los señores estipulaban formalmente que "el ermitaño debía usar una túnica de pelo de camello, y nunca, bajo ninguna circunstancia, cortarse el pelo, la barba o las uñas; salir fuera de los límites del terreno del señor Hamilton o intercambiar una sola palabra con los sirvientes". Esos ya no son ermitaños aunque la forma externa se mantenía, de allí las obligaciones de no bañarse y de predicar el fin del mundo a los invitados.

Ahora el ermitaño es mirado con sospecha. Aquel que escoge apartarse es un misántropo, un maleducado. Tal vez esconde algo: un hábito sexual perverso, una manía extraña. La gente discute sus intimidades en la tele, en orgías confesionales moderadas por mujeres repelentes como Laura Brozzo; lucha por entrar a la "casa de Big Brother" a convivir con desconocidos, observados hasta en la regadera por millones. Sinceramente, puesta a escoger, prefiero la columna.