La Jornada Semanal,   domingo 4 de agosto del 2002        núm. 387
Guadalupe Lizárraga

Rutina de mujer casada

El alcohol desembriaga. Después de beber unos sorbitos de coñac, ya no pienso en ti
Marguerite Yourcenar


Ilustración de Gabriela PodestáSí, igual que muchas, me casé muy joven. Una sueña con pasión verse envuelta de velos y encajes, colgada en la pared de la sala, en medio de un cuadro de rústico falso. Eso funciona cuando la pureza está en entredicho. Después viene el cielo y, con el cielo, también el infierno. Vamos almacenando los días como si fueran latas de verduras en quincena. Se tienen hijos como quien tiene penas que compensar. Y entonces empieza una a lidiar con todo, desde los hijos y el marido hasta la grasa de los platos que se resiste a desaparecer, igual que la de mi cuerpo. Nada extraordinario, salvo por algún cumpleaños de alguno de los niños, lo cual significa trabajar tres veces más de lo acostumbrado: antes, durante y, sobre todo, después de la fiesta.

En las noches... bueno, una tiene que cumplir sus obligaciones sin perder el decoro. Afortunadamente ya no es tan seguido. No es nada fácil cuando la magia del fuego ha dejado de embellecer los cuerpos y el acto más amoroso se traduce en un susurro al oído: "súbete más" o "ya voy a terminar". ¡Bendito Dios! Menos mal que todavía la toman a una en cuenta. Después, viene la calma: ¡Puta! Pero si son las dos de la mañana y tengo que levantarme a las cinco y media. Como él va a la oficina hasta las once, no le importa: termina, duerme y ronca.

Además de esto, mi marido me tiene algunas consideraciones. Me deja salir con mi prima Elizabeth a beber unas copitas de coñac, para olvidar la rutina de mujer casada; incluso, me permite quedarme a dormir en su departamento; así no conduzco el automóvil de noche y con aliento alcohólico. No sé qué es más afortunado, si tener un marido como el mío o una prima como Elizabeth, que siempre me saca de apuros.

Ayer, precisamente, salí con ella, mientras mi marido se llevó a los niños a dormir con la abuela. Elizabeth sigue soltera, viaja a menudo y me cuenta de sus exóticos amantes: un importante empresario de Tel Aviv le ponía monedas de oro sobre sus pezones para después mordérselos. Un escritor francés que, en su travesía de Londres a París, hojeaba su piel –me dice entre suspiros –"como si fuese el ejemplar más antiguo de El párroco de Kalenberg". En un bar de Basilea, un teólogo alemán le habló de la pureza como la más grande de las perversiones, mientras se quejaba dentro de su vagina. Un inglés fabricante de velas modeló su cuerpo desnudo en cera de colores. ¿Y yo? Bueno, me puse a contarle de las cinco veces que mi marido y yo hicimos el amor antes de unirnos en matrimonio.

Ezequiel, mi marido, o Ezi, como yo le llamo, trabajaba en la misma oficina de gobierno que yo. Él era secretario particular del director del Departamento de Recursos Humanos, y yo auxiliar de proyectos. Yo había cumplido veintiún años y él ya tenía treinta y siete. Seguido salíamos a comer en grupo y cada uno pagaba lo que consumía. Yo insistía en este sistema porque, como hija de familia, no tenía gastos. En cambio, a él le descontaban de su sueldo la pensión alimenticia para los dos hijos que tuvo con su primera esposa.

Ilustración de Gabriela PodestáEn una ocasión, después de nuestras acostumbradas cenas, Ezi me empezó a hablar de amores. Yo ya lo esperaba, pero quise que él diera el primer paso. Me dijo que era una mujer muy inteligente, a pesar de mi corta edad. Que le atraía mucho mi cuerpo espigado, porque le recordaba a una actriz famosa. Que en sus noches de insomnio mis ojos se le aparecían como estrellas relumbrantes. Y que alucinaba en sus sueños con mis adorables manos preparándole un suculento desayuno por las mañanas. En fin, que era la mujer con la que quería vivir para siempre y tener una maravillosa familia. Esa noche no se dirigió a mi casa, sino a la suya. Yo me puse un tanto nerviosa, pero con sus elocuentes palabras me convenció de llamarle a mis padres para avisarles que me habían invitado a una fiesta y que llegaría más tarde de lo acostumbrado. Una vez en el salón de su departamento, sacó una botella de vino y empezamos a beber. Él me hablaba de lo mucho que lo estimaba su jefe y que pronto tendría un ascenso: sus finanzas personales se verían tan holgadas que de sólo pensarlo se ponía eufórico.

Entrada la noche, su euforia laboral se convirtió en imparables caricias y besos. Yo ya no pude decir nada. Y Ezi, con voz entrecortada y ojos dormilones, me pidió que le besara el sexo. Apenas si cabía en mi boca y cuando me decidí a acariciarlo con la lengua, me atraganté con su líquido pastoso que sabía intensamente a cloro. Tuve ganas de vomitar, pero afortunadamente pude tragármelo haciéndole creer que era excitante. Después de un largo suspiro, selló mi boca con un beso. Se arregló el pantalón y me llevó a mi casa "por consideración a mis padres", me dijo en un tono comprensivo. 

La siguiente vez que estuvimos juntos ni siquiera se fijó en que no era el primero. Fue en la casa de uno de sus amigos. Festejábamos su cumpleaños. Éramos dos parejas, cada cual en una recámara. Habíamos tomado bastante licor y Ezi, después de subirse en mí, se quedó profundamente dormido. Tuve que pedir un taxi de sitio para regresar a mi casa. Otra vez sucedió en su auto a la salida de la ciudad, y atrás de mi casa, en el patio, mientras mis padres se habían ido a visitar a mi abuela. La quinta vez, en un motel, finalmente me pidió que nos casáramos.

Este era el frasco de recuerdos que vaciaba sobre mi prima Elizabeth. Ahora es distinto. Muy pronto ella me conseguirá una nueva cita con otro de sus amigos. El de anoche, le dije, me ha dejado exhausta.