La Jornada Semanal,   domingo 4 de agosto del 2002        núm. 387
Enrique de Lafuente

El café de rue Balzac

La toma de la reyna, litografía de Ferenando PereznietoLandauro baja del camión y anda unos pasos sin rumbo definido hasta topar el café de la esquina de rue Malgré y Balzac. Al pasar por la vidriera ve a un grupo de viejos que, como una pandilla, se inclina sobre su droga cotidiana: el ajedrez. Beben su café a sorbos pequeños, esperando que no se enfríe ni se acabe demasiado pronto. Recuerdan también a quienes se inclinan en el taburete de un bar sobre su cerveza, esperando que no pierda cuerpo. Así, sus capuccinos en pequeñas copas-tazas parecen estimularlos tan poco, porque saben que habrá sólo uno más antes de irse. Quieren aguantar otro sábado antes de volver a casa a esperar que el tiempo pase y sorprenderse de lo rápido que lo hace. Entra y se mueve tranquilamente entre ellos, sin mirarlos realmente y ojeando solamente los tableros, pero no le dicen nada, porque un tablero estático no dice nada a nadie; hay que ver las piezas moverse de un lado a otro y, quizá después de varias movidas, de ver cómo uno de los viejos parece más sumido que el otro en sus pensamientos, entonces se descubrirá quién va ganando, quién lleva la delantera. Mientras mira la carta que ofrece todos los distintos cafés que nadie prueba se le acerca uno de los viejos. No lo es tanto, unos cincuenta y ocho, diría. ¿Quieres jugar? No sabe si es una invitación. Sí. El viejo parece emocionarse un poco y lo lleva a una mesa apartada de los demás. Se acerca el mesero cuando el viejo despliega el tablero, que es un lienzo. El otro coloca su café a medias a su lado y agacha la cabeza. Un capuccino, dice Landauro y lo paga mientras elige una de las manos que oculta el peón negro. Bien, vamos a ver que ofrece el viejo, piensa un poco entusiasmado, como siempre que uno se enfrenta a un nuevo oponente. Sólo que aquí, dice el viejo, jugamos de a café. Entiendo, dice Landauro. Le parece justo. El viejo comienza con peón de alfil, y Landauro cree que lo está midiendo; es natural. Desarrolla una buena defensa y después de unos cuantos movimientos descubre que no hay mucho qué hacer salvo seguir la corriente del juego hasta que uno de los dos se desgaste, y generalmente son las negras las que lo hacen. Decide, por tanto, arriesgarse un poco y comienza a escalar por la derecha del viejo, con el caballo y el alfil. No tenía mucho, pero había que intentarlo. Los cálculos se hicieron más largos y el viejo dejó de beber café por un rato. Mierda, pensó Landauro, creo que esto no me lleva a nada. El juego se concentró en cuatro peones que trataban de avanzar cubiertos por piezas medianas. Landauro se dio cuenta, de repente, que una vez cambiado su segundo alfil no había forma de hacer llegar aquel peón mucho más lejos. El viejo, en cambio, tenía todas las posibilidades. Creo, pensó, que si me retiro ahora, todavía no perderé demasiado crédito. Dejó caer su rey hacia delante. El viejo esbozó una sonrisa labial, contenida, pero las comisuras de sus ojos parecieron relajarse. Acomodaron las piezas sabiendo que ahora Landauro sería blancas. Como el viejo aún rumiaba la espuma del fondo de su taza Landauro puso una moneda al lado izquierdo del tablero que el viejo hizo desaparecer dentro del bolsillo de su pantalón. El viejo fumaba cigarrillos baratos. Abrió con peón de dama, esperando, quizá, imponerse un poco. El viejo sabía bien las combinaciones y estuvo a la defensiva por un tiempo, agazapado hasta que encontró la manera de obligar a Landauro a un cambio de piezas. Después tuvo la iniciativa. Landauro vio desaparecer poco a poco la estructura que había formado y pudo dedicarse solamente a mantener al viejo a raya sin poder hacer el juego que había pensado. Mierda. El viejo se coló pacientemente entre sus piezas hasta la cuarta fila. Entonces Landauro visualizó una ofensiva que si no lo llevaba al triunfo dejaría por lo menos al viejo en condiciones para un empate. Su torpeza lo sobrepasó y después de comer un peón inactivo con el caballo, suponiendo que lo forzaba a intercambiarlo y ganar el control del centro, vio que había descubierto a su alfil blanco. Landauro se sintió como el ciervo que espera el golpe de la bala del cazador y sabe que aquél no lo dejará ir por principios. Cuando el viejo tomó el alfil Landauro actuó como si nada fuera de sus cálculos hubiese sucedido. Un tajante error.Jaque al Rey, litografía de Ferenando Pereznieto Dejó caer de nuevo al rey y colocó la moneda en el mismo lugar y ésta desapareció con la misma rapidez. ¿Otra? Preguntó el viejo. Landauro asintió y colocó rápidamente las piezas sobre el tablero. Tenía que recuperarse en esa partida. Entonces todo habrá valido la pena y podré frecuentar el café con cierto desahogo moral, esperando a que llegue alguien nuevo con quien enfrentarme. Los demás viejos parecían no interesarse por nada más que sus tableros. Aunque reían un poco grotescamente entre sí, en los monólogos desquiciados del jugador que se sabe perdido. Pero Landauro sentía como si todos ellos conocieran su humillación, como si mirasen de reojo su tablero y las monedas que salían de su bolsillo. Así que tomó un gran sorbo de café y encendió un cigarrillo esperando poder anular el imperceptible pero irrefragable ataque que el viejo practicaba. Era como una marea que te atrae sin poder evitarla y te va llevando hasta el lugar en que dejas de sentir el fondo debajo tuyo. Entonces podías nadar en contra pero salías boqueando y habiendo perdido un poco de bravura, o podías dejarte llevar hasta encontrar la corriente que te sacara apaciblemente. Intentó esto último, pero el viejo había abierto esta vez con un axiomático peón cuatro rey. Iba a ser un trabajo difícil. Y el viejo era paciente. La forma en que fumaba el cigarrillo enunciaba su certeza de que la moneda estaría en su bolsillo después de todo. Landauro temía el ineludible error y el viejo lo sabía, así que se dedicaba a tender sus redes, esperando. Landauro avanzó su alfil y después de un rato, de golpe, descubrió en la actitud del viejo una angustia soterrada. Pero no era la angustia de perder el juego. Landauro lo imaginó llegando a casa con un pollo frito. La grasa habría transparentado un poco la bolsa de papel. La mujer sacaría los platos y comerían sin palabras. El viejo sabría que su hijo no estaba en casa y pensaría en las monedas que traía en la bolsa: ninguna; y en el torneo del distrito en que pretendía inscribirse. Landauro vio el folleto debajo de los cigarrillos que el viejo colocó a su lado. El premio, quizá, le permitiría pagar aquél nuevo tapiz. Landauro sonrió un poco y siguió jugando, sabiendo que perdería y que de ninguna forma importaba. Al final puso la moneda en la franela verde de la mesa. El viejo pareció alegrarse condescendientemente. En este último juego desarrollaste una buena defensa, dijo el viejo, pero al final te perdiste un poco, después de la veinteava jugada, o algo así. Sí, dijo Landauro, me desespero un poco siempre. Sí, dijo el viejo. Landauro agradeció y salió del café más tranquilo de lo que había entrado y pensando en hablar por teléfono a aquella mujer de ojos sonrientes.