Una beldad moscovita
Yo había conocido a Olga mucho antes que él, a la salida del Metro Kropotkin, en una tarde helada de otoño. Llevaba puesto un abrigo rojo, botas de piel y un sombrerete hongo de terciopelo negro. Algo le pregunté, tal vez por la parada del autobús o el camino para llegar al museo Pushkin. Cuando observé su rostro mientras me hablaba, me pareció el de la mujer más hermosa del mundo: sus inmensos ojos casi azules parecían flotar sobre unos rasgos perfectos que se acomodaban con exactitud en la prodigiosa geometría de su nariz y sus labios. Nunca había conocido mujer más bella. La gente al pasar a nuestro lado se detenía un segundo para mirarla y, de seguro, el contraste que yo ofrecía con mi figura deshilachada acentuaba el oxímoron de nuestras presencias. Recuerdo que en nuestros encuentros posteriores llegó a molestarme de plano su belleza: si entrábamos al Metro, al acomodarnos en algún vagón, la gente que leía o que viajaba despreocupada, levantaba de pronto la vista para admirar a esa mujer que atraía como un imán y que hacía voltear la cabeza hasta al más indiferente, y cuando me veían a mí a su lado no podían simular cierta curiosidad desdeñosa, llena de conmiseración, como cuando se mira a una mascota extraña, mimada y extravagante de las manos de una señora elegante. Los hombres me observaban con cierto resentimiento, como diciéndose: "y este adefesio melenudo y barbón de dónde sacó a semejante diosa, qué hizo para merecerla", y las mujeres todas, jóvenes y viejas, guapas y feas, todas me miraban con compasión, como preguntándose si yo iba a poder cargar con tanta belleza. Si hacíamos fila para entrar al cine o para comprar embutidos en el intermedio de una pieza de teatro o de un ballet, a ella le abrían paso de manera natural como si tuviera una aureola especial, pero tan pronto como me veían a su lado la gente parecía volver a la realidad, volteaban a mirar a otro lado, nos ignoraban y nosotros nos quedábamos ahí parados en la cola, esperando nuestro turno, como todos los demás. Con el paso del tiempo me fui acostumbrando a su belleza, que como ya dije me incomodaba, pero me gustaba estar con ella porque su bondad y su inteligencia y su mutismo alargado me daban cierta serenidad. A diferencia de la mayoría de las mujeres rusas, que discuten hasta las minucias más inverosímiles, dan lecciones permanentes a sus hombres, amantes o maridos y hablan hasta por los codos, Olga era, por lo general, silenciosa, hablaba sólo lo necesario, como si su belleza la condenara a un espíritu lacónico y no parecía necesitar de más. Después descubrí que en ese comportamiento influía también su carácter de por sí frío y desapasionado. Al principio, cuando apenas nos conocíamos, yo pasaba las noches en vela pensando en ella, en medio de la excitación más tremenda. Por unas semanas esa beldad moscovita casi me vuelve loco. Me masturbaba pensando en esos ojos casi azules flotando sobre mi cuerpo, en esas manos largas y blancas que contrastaban con mi piel morena, en esas piernas sólidas, frondosas y bien contorneadas que anunciaban unos muslos en los que uno podría extraviarse para siempre sin el menor remordimiento. Mis compañeros de cuarto, un negro del Congo, limpio y pulcro como un papel blanco y un ucraniano rubio, sucio y apestoso como él solo, se asombraban de verme a toda hora despierto como un zombie excitado, y mis amigos Nicolás Azul y Miguel Triestes, que ya sabían que yo salía con Olga, al encontrarme en clase totalmente extenuado y ojeroso me decían que me tranquilizara, que tanto sexo me iba a matar. Pero en honor a la verdad debo decir que hasta ese momento no nos habíamos dado ni siquiera un beso con Olga y apenas nos tomábamos de la mano cuando paseábamos por las calles de Moscú. A pesar de mi excitación de entonces, había algo que cuando nos encontrábamos me volvía un poco frígido e indiferente y creo que a ella le pasaba lo mismo. Así debieron pasar algunos meses hasta el día en que mi amigo Gioaquino dFeo, representante de una compañía comercial italiana, organizó una pomposa fiesta en su apartamento para recibir el Año Nuevo, a la que me invitó con la advertencia de que trajera "a esa belleza moscovita de la que tanto hablan Nicolás Azul y Miguel Triestes". Gioaquino era un mujeriego empedernido y vicioso y estaba intrigado con todo lo que, no sin desmesura, le contaban mis amigos. Ese 31 de diciembre, creo que era del 77,
me encontré con Olga en el Metro Biblioteca Lenin y nos fuimos a
caminar por el Jardín de Alejandro a espaldas del Kremlin. Aunque
hacían quince grados bajo cero, estuvimos caminando largo rato y
casi sin darnos cuenta llegamos a la Plaza Roja o Plaza Hermosa como la
conocían los antiguos moscovitas, que a las diez de la noche estaba
repleta de gente en espera del nuevo año. Me sentí feliz
de estar ahí con Olga, pues ya tenía la costumbre de visitar
ese lugar el último día de cada año. Sólo ahí,
tal vez, por unos instantes, la belleza de Olga se vio un poco opacada
y su laconismo se convirtió de repente en una extraña melodía
que ya no me abandonó. Se nos fue el tiempo sumidos en esas visiones
y luego de un rato salimos de ese letargo, miramos el reloj de la torre
de El Salvador y corrimos al Metro para intentar llegar antes de las doce
al apartamento de Gioaquino. No tuvimos suerte. La medianoche nos agarró
a la salida de la última estación del Metro esperando un
taxi en una calle solitaria y semioscura donde tiritando de frío,
como dos huérfanos, no nos quedó más remedio que abrazarnos
y felicitarnos mutuamente. Muy lejos alguien cantaba, tal vez un borracho
tan solitario como nosotros, una canción con letra de Esenin: "No
lloro, ni imploro, ni me inmuto/ Todo pasará, como del manzano blanco
el humo
" Muchos años después recordé conmovido esa
escena en un pueblo de México cuando vi, precisamente un 31 de diciembre,
Con Olga continuamos siendo los mismos amigos después, íbamos a conciertos o al teatro y cultivábamos nuestros paseos silenciosos por las infinitas calles de Moscú. Tal vez saber eso y suponer muchas otras cosas que nunca sucedieron, fue lo que enfureció a su más reciente novio Ígor, aquella tarde en la dacha. Después de beber vodka y samagón como caballos y tras una canción que yo tuve la impertinencia de dedicar a Olga Ilyná, acompañado de mi guitarra que Natasha T. me había alcanzado, Ígor se me abalanzó con todo el peso y toda la furia de sus más de cien kilos de rotunda humanidad. Me sacó a bofetones de la dacha y me arrastró por el bosque de abedules con total inclemencia, mientras yo intentaba defenderme a como fuera lugar pero sin ningún éxito ante la ira desatada de ese energúmeno. Miguel Triestes y Nicolás Azul se lanzaron sobre él y a duras penas lograron separarlo, mientras Olga, Natasha T., Marika Kikas y Dinara gritaban como locas al verme ahí sangrando y le recriminaban a Ígor su bestialidad y torpeza. Entre tanto yo ahí tendido, derrotado, adolorido, envuelto por las hojas de la estepa que se pegaban a mi sangre que todavía brotaba, pensé por un instante en esa noche con Olga en que no pasó nada, en su cuerpo yerto y deslumbrante, en nuestros paseos silenciosos, y me sentí casi feliz de la ironía de su amistad peculiar y del precio que estaba pagando por ella. Después de ese incidente Ígor y Olga no volvieron a aparecerse por la dacha y creo que ya nunca los volvimos a ver, no estoy seguro (lo único que recuerdo es que como diez años después vi la foto de Olga Ilyná en la propaganda de una cámara fotográfica soviética que me trajo como regalo Nicolás Azul en uno de sus viajes a México. Cuando descubrimos la foto, mi amigo y yo no dábamos crédito: ahí estaba Olga todavía en el esplendor de su belleza, con una sonrisa de cabo a rabo como la que le vi en esa noche de año nuevo en que no pasó nada en la casa de Gioaquino dFeo). Nosotros nos seguimos reuniendo en la dacha, casi siempre los fines de semana. A Natasha T. y a mí lo que más nos gustaba del lugar era el silencio. Nos gustaba escucharlo así, cercano, rondando, meciendo los recuerdos de los árboles como una nostalgia incumplida, subiéndose por las paredes, las ventanas, las mantas, el final de nuestros cuerpos y en esa plenitud sin palabras, en ese concierto de sombras, en esa música muda, veía a Natsha T. ahí, extendida, un poco ausente, medio soñando algún sueño, tocándome a veces con un pie perdido después del amor, suponiendo a lo lejos las puertas, la mesa con las botellas vacías, el catre, el ruido del bosque allá fuera, su cuerpo y mi cuerpo y los cuerpos de ellos, sí, los de ellos, tendidos como los nuestros en algún rincón, sobre algún colchón improvisado, sin sábanas, sin almohadas, realizando murmullos extraños, estrepitosos, gesticulando febrilmente antes de entregarse al olvido. Entonces, de pronto, se veía todo claro y amanecía. Al mediodía salíamos de la dacha y nos encaminábamos a la estación del tren. Ese viaje en tren era maravilloso. Una hora entera en que todo se movía. Una hora entera viendo pasar por la ventana aldeas, trigales, árboles, vacas, figuras diluidas de hombres y mujeres, pueblitos y finalmente las primeras casas de Moscú, los edificios, las avenidas. Durante el viaje pensábamos en el próximo viernes cuando volveríamos a la dacha después de clase, cuando ya no fuera otoño, sino invierno, verano o primavera, porque así fuimos pasando esos años, uno tras otro, hasta que agotamos nuestro tiempo, hasta el día en que nos despedimos, en que tuvimos que partir porque finalizamos los estudios. Ahora, después de tantos años,
no sé si todo esto no es más que una ficción extraviada
en algún segmento del tiempo. La belleza irrepetible y gélida
de Olga Ilyná y el cuerpo y la pasión y el violonchelo de
Natasha T. son como yo los recuerdo y tal vez no como eran en realidad.
Creo, sin embargo, que algo habrá de cierto en todo ello, tal vez
una especie de certidumbre que abate la memoria, una variedad de bruma
inapelable que se estrella sin remedio contra las hojas en la estepa.
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