La Jornada Semanal,   domingo 4 de agosto del 2002        núm. 387
Jorge Bustamante García

Una beldad moscovita

Monotipo de Luis GalNatasha T. me miraba acariciando el violonchelo, las cuerdas, los insectos, el tenue paisaje de la dacha donde solíamos pasar con los amigos los fines de semana. Nos gustaba quedarnos a la orilla del lago, entre los pinos y los abedules, bajo el rumor solitario del violonchelo descomponiendo la tarde, humedeciendo el viento. Antes de irnos a la dacha cortábamos leña, ramas secas y caminábamos despacio cargando los baldes con hongos comestibles que recogíamos en el bosque. Recoger hongos era casi un ritual. Los había de todos los aspectos y colores y con el tiempo nos fuimos convirtiendo en unos verdaderos expertos. Miguel Triestes y Marika Kikas se desviaban, de pronto, hacia un pueblito cercano a comprar vodka y productos para la cena. Volvían cuando nosotros ya teníamos la chimenea prendida, la música a todo volumen, la dacha alumbrada por velas en todos los rincones. Afuera, soplaba la brisa atropellando implacable las hojas en la estepa y la noche no era más que una sombra profunda en donde nos divisábamos casi en silencio. Todos nos veíamos amarillos, huidizos entre el humo de los cigarrillos y las velas iluminando la mesa. De vez en cuando Nicolás Azul y la azerbayana Dinara se perdían en un rincón, apareciendo por unos instantes con los reflejos ondulantes de la luz de las velas. Natasha T. se me acercaba con la guitarra y me insistía que cantara algo, mientras todo quedaba en silencio y ella allí, parada frente a mí, con sus cabellos sueltos y sus ojos verdes inalcanzables. Recuerdo que en una de esas tardes llegó a la dacha Olga Ilyná, una auténtica beldad moscovita, acompañada de uno de sus últimos novios, un tal Ígor, que desde el primer momento nos cayó gordo por su arrogancia y su conversación atropellada y rimbombante que parecía ocultar una inteligencia lépera y gris. Por querer impresionarnos ante la bellísima Olga con sus andanzas de rufián barato, caía en cada impostura que sólo producía nuestra risa maliciosa. Era un joven tan robusto como la sensación de estupidez que despertaba en los demás. 

Yo había conocido a Olga mucho antes que él, a la salida del Metro Kropotkin, en una tarde helada de otoño. Llevaba puesto un abrigo rojo, botas de piel y un sombrerete hongo de terciopelo negro. Algo le pregunté, tal vez por la parada del autobús o el camino para llegar al museo Pushkin. Cuando observé su rostro mientras me hablaba, me pareció el de la mujer más hermosa del mundo: sus inmensos ojos casi azules parecían flotar sobre unos rasgos perfectos que se acomodaban con exactitud en la prodigiosa geometría de su nariz y sus labios. Nunca había conocido mujer más bella. La gente al pasar a nuestro lado se detenía un segundo para mirarla y, de seguro, el contraste que yo ofrecía con mi figura deshilachada acentuaba el oxímoron de nuestras presencias. Recuerdo que en nuestros encuentros posteriores llegó a molestarme de plano su belleza: si entrábamos al Metro, al acomodarnos en algún vagón, la gente que leía o que viajaba despreocupada, levantaba de pronto la vista para admirar a esa mujer que atraía como un imán y que hacía voltear la cabeza hasta al más indiferente, y cuando me veían a mí a su lado no podían simular cierta curiosidad desdeñosa, llena de conmiseración, como cuando se mira a una mascota extraña, mimada y extravagante de las manos de una señora elegante. Los hombres me observaban con cierto resentimiento, como diciéndose: "y este adefesio melenudo y barbón de dónde sacó a semejante diosa, qué hizo para merecerla", y las mujeres todas, jóvenes y viejas, guapas y feas, todas me miraban con compasión, como preguntándose si yo iba a poder cargar con tanta belleza. Si hacíamos fila para entrar al cine o para comprar embutidos en el intermedio de una pieza de teatro o de un ballet, a ella le abrían paso de manera natural como si tuviera una aureola especial, pero tan pronto como me veían a su lado la gente parecía volver a la realidad, volteaban a mirar a otro lado, nos ignoraban y nosotros nos quedábamos ahí parados en la cola, esperando nuestro turno, como todos los demás. Con el paso del tiempo me fui acostumbrando a su belleza, que como ya dije me incomodaba, pero me gustaba estar con ella porque su bondad y su inteligencia y su mutismo alargado me daban cierta serenidad. A diferencia de la mayoría de las mujeres rusas, que discuten hasta las minucias más inverosímiles, dan lecciones permanentes a sus hombres, amantes o maridos y hablan hasta por los codos, Olga era, por lo general, silenciosa, hablaba sólo lo necesario, como si su belleza la condenara a un espíritu lacónico y no parecía necesitar de más. Después descubrí que en ese comportamiento influía también su carácter de por sí frío y desapasionado. 

Al principio, cuando apenas nos conocíamos, yo pasaba las noches en vela pensando en ella, en medio de la excitación más tremenda. Por unas semanas esa beldad moscovita casi me vuelve loco. Me masturbaba pensando en esos ojos casi azules flotando sobre mi cuerpo, en esas manos largas y blancas que contrastaban con mi piel morena, en esas piernas sólidas, frondosas y bien contorneadas que anunciaban unos muslos en los que uno podría extraviarse para siempre sin el menor remordimiento. Mis compañeros de cuarto, un negro del Congo, limpio y pulcro como un papel blanco y un ucraniano rubio, sucio y apestoso como él solo, se asombraban de verme a toda hora despierto como un zombie excitado, y mis amigos Nicolás Azul y Miguel Triestes, que ya sabían que yo salía con Olga, al encontrarme en clase totalmente extenuado y ojeroso me decían que me tranquilizara, que tanto sexo me iba a matar. Pero en honor a la verdad debo decir que hasta ese momento no nos habíamos dado ni siquiera un beso con Olga y apenas nos tomábamos de la mano cuando paseábamos por las calles de Moscú. A pesar de mi excitación de entonces, había algo que cuando nos encontrábamos me volvía un poco frígido e indiferente y creo que a ella le pasaba lo mismo. Así debieron pasar algunos meses hasta el día en que mi amigo Gioaquino d’Feo, representante de una compañía comercial italiana, organizó una pomposa fiesta en su apartamento para recibir el Año Nuevo, a la que me invitó con la advertencia de que trajera "a esa belleza moscovita de la que tanto hablan Nicolás Azul y Miguel Triestes". Gioaquino era un mujeriego empedernido y vicioso y estaba intrigado con todo lo que, no sin desmesura, le contaban mis amigos.

Ese 31 de diciembre, creo que era del ’77, me encontré con Olga en el Metro Biblioteca Lenin y nos fuimos a caminar por el Jardín de Alejandro a espaldas del Kremlin. Aunque hacían quince grados bajo cero, estuvimos caminando largo rato y casi sin darnos cuenta llegamos a la Plaza Roja o Plaza Hermosa como la conocían los antiguos moscovitas, que a las diez de la noche estaba repleta de gente en espera del nuevo año. Me sentí feliz de estar ahí con Olga, pues ya tenía la costumbre de visitar ese lugar el último día de cada año. Sólo ahí, tal vez, por unos instantes, la belleza de Olga se vio un poco opacada y su laconismo se convirtió de repente en una extraña melodía que ya no me abandonó. Se nos fue el tiempo sumidos en esas visiones y luego de un rato salimos de ese letargo, miramos el reloj de la torre de El Salvador y corrimos al Metro para intentar llegar antes de las doce al apartamento de Gioaquino. No tuvimos suerte. La medianoche nos agarró a la salida de la última estación del Metro esperando un taxi en una calle solitaria y semioscura donde tiritando de frío, como dos huérfanos, no nos quedó más remedio que abrazarnos y felicitarnos mutuamente. Muy lejos alguien cantaba, tal vez un borracho tan solitario como nosotros, una canción con letra de Esenin: "No lloro, ni imploro, ni me inmuto/ Todo pasará, como del manzano blanco el humo…" Muchos años después recordé conmovido esa escena en un pueblo de México cuando vi, precisamente un 31 de diciembre, 
a una pareja de perros callejeros parados en una esquina en un abandono total, mirando para todos lados sin saber para donde agarrar, como si intuyeran que cualquier camino los llevaría a la misma orfandad. 

Cuando llegamos a donde Gioaquino la fiesta estaba en pleno apogeo, todos nos abrazaban y nos preguntaban el motivo de nuestro retraso. Gioaquino, como buen macho mujeriego, se entusiasmó con la belleza de Olga, se felicitaba a sí mismo de que estuviera ahí, se sentía de verdad halagado y no cesaba de abrir botellas de champaña que ofrecía con generosidad a todos los invitados. Creo que todos estuvimos borrachos muy pronto; Olga, para mi sorpresa, no dejaba de hablar y bromear y supongo que estuvimos bailando hasta bien entrada la madrugada. Poco a poco se fueron todos y sólo quedamos Gioaquino, su novia de Nueva York, una morena cuyo nombre olvidé, Olga y yo. Cuando por fin quedamos solos en un cuarto que el halagado y festivo Gioaquino nos asignó, mi excitación creció de manera exponencial. Era la primera vez que me encontraba con Olga a solas en un cuarto y todos los pensamientos y furtivos deseos que cultivé en mis noches en vela parecía que iban a estallar. El comportamiento de Olga durante la fiesta, tan locuaz, tan despabilado, tan espontáneo, tan cálido si no es que ardoroso, tan lleno de vida y frescura, tan alejado de esa superioridad supersticiosa que imponía su belleza, me había llenado de deseos incontrolables. Supuse que esa percepción mía era cierta y que tal vez a ella también la abrumaban deseos parecidos a los míos. Excitado y frenético me acerqué, la empecé a acariciar por todos lados, a besarla con pasión y hasta con furia, le arranqué el suéter, la camisa, las medias negras de seda que se amarraban a un ligero escondido bajo la falda, pero pronto descubrí que ella se dejaba pero no respondía, su cuerpo permanecía frío e indiferente como cuando esperábamos el taxi en las afueras del Metro; la respuesta de sus labios a los míos, lascivos y atormentados, era apenas un balbuceo pálido y remoto de un deseo extraviado quizás para siempre en el profundo casi azul de sus ojos. A los cinco minutos de mi furiosa incursión y ante la respuesta polar de mi bella amiga empecé a desistir de mi loco empeño, cuando yo estaba aún vestido y ella casi en pelotas. Al ver mi reacción y mi frustración Olga empezó a hablarme con ternura, me decía que no era por mí, que yo le gustaba, pero que ella era así, que le pasaban cosas raras, que nunca se sentía suficientemente estimulada por más que un hombre le gustara y que las contadas veces que hasta ahora había hecho el amor nunca había sentido mayor cosa, mucho menos el asomo de un orgasmo y sentía un miedo atroz de que a pesar de su belleza insólita los hombres que quería se le alejaran. Se paró de la cama y se puso frente a la ventana que daba a la calle; al fondo, la madrugada de ese nuevo día de invierno todavía estaba oscura y los edificios de apartamentos, todos iguales, parecían permanecer inmunes en su sueño profundo. Olga continuó hablando y justificando mil cosas, intentaba tranquilizarme, se movía de un lado a otro de la ventana y su cuerpo perfecto y esplendoroso se veía como una sombra danzando en el reflejo remoto de los edificios multifamiliares. Hablamos hasta que amaneció como a las nueve o diez de la mañana y nos escabullimos a la calle sin que Gioaquino y su morena se despertaran, pero después durante meses mi amigo, con la mayor buena fe, me inquiría sobre esa noche y envidiaba mi fortuna de haberla pasado con una mujer tan hermosa.

Con Olga continuamos siendo los mismos amigos después, íbamos a conciertos o al teatro y cultivábamos nuestros paseos silenciosos por las infinitas calles de Moscú. Tal vez saber eso y suponer muchas otras cosas que nunca sucedieron, fue lo que enfureció a su más reciente novio Ígor, aquella tarde en la dacha. Después de beber vodka y samagón como caballos y tras una canción que yo tuve la impertinencia de dedicar a Olga Ilyná, acompañado de mi guitarra que Natasha T. me había alcanzado, Ígor se me abalanzó con todo el peso y toda la furia de sus más de cien kilos de rotunda humanidad. Me sacó a bofetones de la dacha y me arrastró por el bosque de abedules con total inclemencia, mientras yo intentaba defenderme a como fuera lugar pero sin ningún éxito ante la ira desatada de ese energúmeno. Miguel Triestes y Nicolás Azul se lanzaron sobre él y a duras penas lograron separarlo, mientras Olga, Natasha T., Marika Kikas y Dinara gritaban como locas al verme ahí sangrando y le recriminaban a Ígor su bestialidad y torpeza. Entre tanto yo ahí tendido, derrotado, adolorido, envuelto por las hojas de la estepa que se pegaban a mi sangre que todavía brotaba, pensé por un instante en esa noche con Olga en que no pasó nada, en su cuerpo yerto y deslumbrante, en nuestros paseos silenciosos, y me sentí casi feliz de la ironía de su amistad peculiar y del precio que estaba pagando por ella. 

Después de ese incidente Ígor y Olga no volvieron a aparecerse por la dacha y creo que ya nunca los volvimos a ver, no estoy seguro (lo único que recuerdo es que como diez años después vi la foto de Olga Ilyná en la propaganda de una cámara fotográfica soviética que me trajo como regalo Nicolás Azul en uno de sus viajes a México. Cuando descubrimos la foto, mi amigo y yo no dábamos crédito: ahí estaba Olga todavía en el esplendor de su belleza, con una sonrisa de cabo a rabo como la que le vi en esa noche de año nuevo en que no pasó nada en la casa de Gioaquino d’Feo). Nosotros nos seguimos reuniendo en la dacha, casi siempre los fines de semana. A Natasha T. y a mí lo que más nos gustaba del lugar era el silencio. Nos gustaba escucharlo así, cercano, rondando, meciendo los recuerdos de los árboles como una nostalgia incumplida, subiéndose por las paredes, las ventanas, las mantas, el final de nuestros cuerpos y en esa plenitud sin palabras, en ese concierto de sombras, en esa música muda, veía a Natsha T. ahí, extendida, un poco ausente, medio soñando algún sueño, tocándome a veces con un pie perdido después del amor, suponiendo a lo lejos las puertas, la mesa con las botellas vacías, el catre, el ruido del bosque allá fuera, su cuerpo y mi cuerpo y los cuerpos de ellos, sí, los de ellos, tendidos como los nuestros en algún rincón, sobre algún colchón improvisado, sin sábanas, sin almohadas, realizando murmullos extraños, estrepitosos, gesticulando febrilmente antes de entregarse al olvido. Entonces, de pronto, se veía todo claro y amanecía.

Al mediodía salíamos de la dacha y nos encaminábamos a la estación del tren. Ese viaje en tren era maravilloso. Una hora entera en que todo se movía. Una hora entera viendo pasar por la ventana aldeas, trigales, árboles, vacas, figuras diluidas de hombres y mujeres, pueblitos y finalmente las primeras casas de Moscú, los edificios, las avenidas. Durante el viaje pensábamos en el próximo viernes cuando volveríamos a la dacha después de clase, cuando ya no fuera otoño, sino invierno, verano o primavera, porque así fuimos pasando esos años, uno tras otro, hasta que agotamos nuestro tiempo, hasta el día en que nos despedimos, en que tuvimos que partir porque finalizamos los estudios. 

Ahora, después de tantos años, no sé si todo esto no es más que una ficción extraviada en algún segmento del tiempo. La belleza irrepetible y gélida de Olga Ilyná y el cuerpo y la pasión y el violonchelo de Natasha T. son como yo los recuerdo y tal vez no como eran en realidad. Creo, sin embargo, que algo habrá de cierto en todo ello, tal vez una especie de certidumbre que abate la memoria, una variedad de bruma inapelable que se estrella sin remedio contra las hojas en la estepa.