La Jornada Semanal,   domingo 4 de agosto del 2002        núm. 387
Gustavo Álvarez Vázquez

Kurnst

A sus marinos

Ilustración de Alejandro JiménezCuando una voz desde la oscuridad afirmó: "Ya no van a hacer nada; no les importamos", no fuimos pocos los que protestamos. "¿Cómo puedes creer eso?" "¿No importarles? ¡Si somos parte de una de las mejores marinas del mundo!" "Ni que estuviéramos en la guerra fría! ¿No te has percatado de eso? Antes, los bolcheviques lo hubieran hecho; a los comunistas no les importaba más que mantener sus privilegios." "¡Cierto! ¡Los comunistas hacían todo en secreto y les fue mal: desbarataron el país!" "Esto es Rusia, por Dios!", y más y más comentarios.

Según dicen los expertos, cuando un sentido se pierde los demás se afinan, y supongo que al estar en la más absoluta oscuridad nuestros oídos debiéranse haber aguzado; sin embargo, como aquí pudimos comprobar, no todas las cegueras son iguales, es decir, no producen necesariamente el mismo efecto, así que en ésta, la de esas profundidades, todas las voces se oían igual, por lo que de repente uno podía fácilmente no saber si la que se escuchaba era otra o la propia voz, aunque al final eso ya no importó pues terminamos pensando lo mismo.

En algún momento alguien preguntó por el Capitán y nadie respondió. ¿Habría servido de algo? Si todas las voces se escuchaban igual, ¿cómo reconocer la que respondiera? Tal vez, incluso, hasta la pregunta pudo haber sido formulada por él mismo para evitar preguntas. ¿acaso era secreta esa misión? ¿por qué no lo supimos? ¿por qué vinimos cadetes, si la naturaleza de la misión ameritaba marinos experimentados? Cuando yo era niño el abuelo contaba la historia del Potemkin y en la escuela era común ver la película cada año, pero aquí no ocurriría lo mismo, solamente queríamos entender.

"No van a hacer nada", nuevamente dijo otra –o quizá la misma– voz, "ya ha pasado mucho tiempo...", pero tampoco le creímos; nadie, o casi nadie, apostaba a que el tiempo aquí abajo avanzara igual que allá arriba. Y ahora que lo pienso, qué paradójico: estar encerrados en un submarino hundido.

Aquí abajo comprobamos que los recuerdos se congelan, al menos a estas temperaturas, porque cuando intentamos hablar de nuestras mujeres el silencio no las aceptaba; largos fueron los instantes que pasamos cada uno para darles forma pero nunca se completaron. Los recuerdos, repito, se congelaron.

Otro dijo –¿o fui yo?, no importa el caso– "Putin debe estar preocupado; él es ruso..." Todos nos entregamos al silencio... Después, nuestra única voz se dijo: "Claro está, no les importamos"; al fin coincidimos... y en ese instante comprendimos que la herramienta de Alexei, el último que permaneció abrazado a su gota de aire, hacía horas que se había callado...