Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Jueves 1 de agosto de 2002
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Cultura

Jorge García-Robles

La desaparición de la Virgen de Guadalupe

ƑPor qué cuando la Virgen se le apareció a Juan Diego se dijo llamar Guadalupe -del árabe Uad, río, y el latín lupis, lobos, río de los lobos, utilizando el mismo nombre de la española Virgen de Guadalupe, que dos siglos antes se había aparecido junto al río Guadalupe en Cáceres, Extremadura, a un vaquero, y que era altamente ponderada y venerada por los reyes católicos y por el extremeño Hernán Cortés, entre otros-, en lugar de verter un nombre propio que no dejara la menor duda de que el avatar se realizó en una tierra distinta a la española? Por una razón muy simple: porque cuando surgió el culto a la novohispana Virgen de Guadalupe, en la segunda mitad del siglo XVI (no en 1531) absolutamente nadie creía ni pensaba que se había aparecido milagrosamente, mucho menos a un naïf indio que dejó muy pronto de creer en Tezcatlipoca para buenamente convertirse a la fe cristiana.

La pintura mexicana de la Virgen de Guadalupe extremeña (a la que, siguiendo sus principios, los franciscanos no pintaron con el crío en los brazos para representarla con un plus de inmaculatura), emblematizó el nacimiento del culto guadalupano en el Tepeyac, que surgió para colmar un objetivo perfectamente calculado: sustituir el culto azteca de la madre de los dioses, Tonantzin, a quien se le rendía culto en Tepeacac mucho antes de que español alguno asomara las narices en suelo mexicano, por una análoga y católica madre de Dios, la Virgen de Guadalupe española. Política pura, pergeñada por la elite hispana de entonces que al remplazar un símbolo mexica por uno cristiano no inventó aparición alguna ni le dio la importancia que con el tiempo le daría.

Así, durante sus primeros cien años, el culto a la Virgen de Guadalupe no se fundamentaba en ninguna aparición milagrosa, siendo uno de tantos subcultos cristianos que existían en Nueva España, que por lo demás, como muchos otros, en él se manifestaba, como dice Sahagún, una velada reticencia de los indios a asumirlo como propio. No fue hasta 1648 cuando, aprovechando distintas circunstancias y requerida de modernizar sus símbolos, la Iglesia mexicana decidió erigir a la Guadalupana en el culto novohispano más importante de cuantos existían, desplegando para ello una eficaz mercadotecnia religiosa cuyo ingrediente central fue la invención fabulesca de que la Virgen de Guadalupe se le había aparecido š117 años antes! a un fantasmagórico indio llamado Juan Diego, en el lugar donde se seguía realizando su culto: Tepeacac o Tepeaquilla.

Para darle credibilidad al asunto, los mercadólogos eclesiásticos escribieron insufribles libros panegíricos, encontraron supuestos manuscritos que relataban -en un náhuatl del siglo XVII muy distinto al del XVI- la historia de la fábula, presentaron falsas declaraciones de ancianos que decían haber escuchado la historia hacía 50 años, etcétera. A final de cuentas, la redimensión del culto guadalupano hizo de las suyas (rebasando en mucho las expectativas de los mercadólogos de la Iglesia), debido también, hay que decirlo, a la necesidad, sobre todo del pueblo indio y mestizo, de creer en un símbolo sobrenatural femenino redecorado que navegaba con bandera de madre-consoladora-compasiva-dadivosa, atributos que cuadraban bien -y por lo visto lo siguen haciendo- con la entonces incierta sicología del mexicano.

Al venir a canonizar al protagonista de una fábula artera y no a un ser de carne y hueso, y apoyar el ritual de la santificación en una aparición inventada aviesamente por el clero mexicano del siglo XVII, Juan Pablo II -y a su lado, el Vaticano y la Iglesia católica mexicana-, más interesado en alimentar la voracidad de ese monstruo llamado Roma que en ceñirse a la verdad, que conoce bien, y que dice su maestro os hará libres, en realidad está demostrando el bajo concepto y la falta de respeto que le merece el pueblo mexicano, a quien -más allá de su algarabía, lloros y festejos por la presencia enferma y tembeleque de un Papa que sabe jugar su rol sacrificante de pontífice que agoniza rodeado de médicos en un cómodo e hiperseguro papamóvil, que no claveteado en una cruz- concibe como una masa fácilmente manipulable a la que no es necesario explicarle, ni mucho menos, por qué un indio que jamás existió y que nunca vio aparición de virgen alguna es ahora ascendido a la primera división hagiográfica, convertido, nada más y nada menos, que en todo un santo.

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