Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Domingo 28 de julio de 2002
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Política

Guillermo Almeyra

Argentina, el país de las sectas (I)

Argentina, entre sus muchas peculiaridades, tiene la de ser el país con mayor número de sectas "revolucionarias". Estas proclaman ser "trotskistas" pero se combaten mutuamente con ferocidad y ahínco y poco tienen que ver con el pensamiento de León Trotsky. Llegan sin embargo a tener algún peso en los movimientos obrero, de los desocupados, estudiantil, y a superar la influencia de los partidos tradicionales de la izquierda (comunistas y socialistas, en sus diferentes variantes), sobre todo debido a las políticas antipopulares de los mismos y al dinamismo militante de sus jóvenes integrantes, que pasan por ellas como por túneles y tienen un gran turn-over.

Mientras en otros países proliferan los movimientos que se niegan a identificarse con un partido o mantienen con el mismo una relación que no anula su independencia (como sucede en Italia entre los Centros Sociales y los "desobedientes", por una parte, y Refundación Comunista, por otra, o en Francia entre SUD o ATTAC y la Liga Comunista Revolucionaria), en Argentina, por el contrario, proliferan los partiditos ultracentralizados (se autodenominan leninistas-trotskistas, ignorando la historia socialista rusa), con "sus" movimientos sociales-"correas de transmisión" los cuales muy difícilmente hacen frente común con los "del competidor".

ƑCuál es la explicación de este fenómeno? Dado el espacio, me veo obligado a ser esquemático, pero para mí el fenómeno tiene una doble causa: se origina, por una parte, en el modo en que se constituyó la formación económico-social argentina y, por el otro, tiene sus raíces en la historia del movimiento socialista mundial y, en particular, en la historia del movimiento obrero en Argentina. Creo, en una palabra, que en Argentina existen tantas sectas por el mismo motivo por el cual hay tantos sicoanalistas y tantos sicoanalizados. O sea, porque en un país de inmigrados, que dejaban sus raíces en Europa, la búsqueda de la reconstrucción y la afirmación de la identidad es angustiosa. Y porque en un país falsamente civilizado pero sometido al control férreo del imperialismo y de la oligarquía local y que vive desde hace 75 años una inestabilidad y una inseguridad permanentes, también es fuertísima la búsqueda de seguridades y certidumbres. Se entra pues en una secta buscando construirse un Yo heroico, ser Salvador del Pueblo y para satisfacer el ego. Se entra buscando hermandad, una comunidad que dé una identidad colectiva superior a la personal, que dé seguridad, dogmas, líneas claras. Se entra esperando sacar de la fuerza colectiva una fuerza superior a la propia y participar en una epopeya que perpetúe el propio papel, por insignificante que uno sea. Se entra sobre todo por amor a sí mismo y no tanto a los trabajadores, buscando ser dirigente de éstos, y ser indispensable, portador de la Verdad absoluta.

En una sociedad que tiende a nulificar a los individuos y someterlos al mercado, sus tendencias, sus gustos, sus imposiciones, se entra para vivir acorazado en otra comunidad separada, donde la individualidad se subordine a lo colectivo pero gane con éste. Se entra, en resumen, por lo mismo que ingresan monjes en las órdenes mendicantes o militantes. A esta motivación se agrega el hecho de que tener dudas, no tener dogmas, seguir de cerca una realidad que es cambiante, es mucho más penoso que moverse con las recetas y las respuestas ya en el bolsillo, como simple propagandista del Verbo Revolucionario. Las afirmaciones -generalmente hechas de modo tajante y a gritos- y las descalificaciones de quienes planteen diferencias coinciden, además, con la violencia del discurso del poder, sea éste laico y "defensor de la Civilización contra la peste subversiva" o sea religioso y, por lo tanto, poseedor de la Verdad revelada y excluyente de los infieles. Entre estos apóstoles sectarios de la Revolución y los cruzados de la contrarrevolución, metodológicamente, no hay diferencias decisivas.

Sobre todo porque el socialismo (tanto el socialdemócrata como el comunista) estuvieron embebidos durante todo un siglo de Fe, de Esperanza en la inevitabilidad de la caída del capitalismo y del advento del Gran Día, del Sol del Porvenir, de subordinación a los líderes carismáticos como el Padrecito de los Pueblos Stalin o el Gran Timonel Mao Tse Tung. Y porque a esa religiosidad ("en el error o no es, mi Partido", "con el partido somos todo, sin el partido no somos nada") y ese ciego patriotismo de partido en América Latina se juntó con el caudillismo que reforzó la idea de que al dirigente, infalible por definición, no se le discute.

El pasado anarquista del movimiento obrero, cuyo pragmatismo, desprecio por la teoría, obrerismo, combatividad y disciplina heredó el movimiento obrero peronista, comunicó a las sectas una visión elitista, por un lado, es decir, la de idea de ser una vanguardia esclarecida y, por otro, el antintelectualismo, la supresión del análisis político de movimientos y situaciones concretas que sustituyeron con grandes frases y retórica y, también, el seguidismo frente a la visión, muchas veces primitiva, de los trabajadores. Pero sobre eso volveremos.

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