Jornada Semanal,  domingo 21 de julio del 2002         núm. 385

ENRIQUE LÓPEZ   AGUILAR

ACERCA DE COMPOSITORAS
Y DEL SEXO EN EL 
LENGUAJE ARTÍSTICO (II)

I. A. Richards ensayó un ejercicio con sus alumnos, hace poco más de cincuenta años, al que llamó practical criticism: elegía un grupo de textos poéticos (populares, contemporáneos, antiguos, cultos…) y los ofrecía anónimamente para su análisis a personas que estudiaban literatura en nivel universitario. Su intención era enfrentar al lector con la obra sin el intermedio de prestigios, prejuicios, pretextos ni todo aquello que suele preceder al contacto con el arte, pues muchos consumidores de productos artísticos optan por algo debido a razones de gusto, preferencia, selección o estudio, pero también porque es inevitable que ciertos nombres orienten sus preferencias: ¿cómo decir que no a las inmensidades de Mozart, Cézanne o Cervantes, así sea por pose o esnobismo (si se tolera la redundancia)?

Marx afirma, en una de sus escasas páginas acerca de estética, que los sentidos humanos son históricos y se van recargando de información conforme avanza el tiempo: nuestros ojos ya no pueden mirar sin el tamiz del Impresionismo (y lo que hubo antes y después); nuestros oídos ya no pueden escuchar sin las referencias sonoras de Los Beatles; nuestras lecturas ya no pueden fingir que García Márquez no anda por ahí: además de la subjetividad, la información contextual afecta la manera de procesar el gusto estético, sea por lo se ha leído respecto a un artista o su obra, o por lo que se conoce directamente de ambos. En el caso del ejercicio realizado por Richards, los resultados fueron pasmosos: muchos de sus "adiestrados" alumnos fueron capaces de analizar, en esa desnudez que él proponía, canciones de corte pop como si fueran poemas de Wordsworth, o confundieron alguna canción folklórica con algún texto de John Donne. Sin la certeza de nombres, referencias y contextos, la lectura se volvía insegura y balbuciente, pero más cercana a las verdaderas intuiciones o la sensibilidad de los lectores.

Ahora que están de moda los análisis de género para deducir las características escriturales de mujeres negras nacidas en Harlem (entre West 116 St. y West 114 St., Manhattan Ave. y Frederick Douglass Blv., en el lapso de 1970 a 1975), viene a cuento esa vieja hipótesis analítica de Richards: si a un auditor con buen entrenamiento musical se le ofrecieran, anónimamente, muestras de la obra de Hildegarde von Bingen y Guillaume de Machaut, de Fanny y Félix Mendelssohn, de Clara Schumann y Chopin, ¿identificaría, no el nombre o el periodo al que pertenece el artista, sino el género del mismo? En esta locura contemporánea de multiplicar y abusar del lenguaje de manera babélica ("chiquillos" y "chiquillas", "los poetas" y "las poetas"…), como si se tratara de, simultáneamente, separar y auscultar los códigos genéticos de la producción lingüística (y artística), cabe preguntarse si, aparte de la calidad y expresividad intrínsecas de una obra, de ubicar adecuadamente la época o corriente estilísticas a las que pertenece, existe una marca genérica que permitiera ubicar el sexo de la misma: ¿en la partitura o el oído pueden lograrse las identidades sexuales de una Isabella Leonarda o un Archangelo Corelli, de una Bárbara Strozzi o un Giovanni Felice Sances? En literatura, el tema no deja de tener rasgos igualmente filosos: bajo los mismos parámetros, una página de Marguerite Yourcenar parecería escrita por un hombre, y otra de Julio Cortázar, por una mujer. Invito a hacer el experimento a quien tuviera dudas al respecto.

La pesquisa de los géneros en el arte puede ser de interés, pero es más importante saber si la obra analizada es capaz de comunicar algo, en distintos niveles, a su auditor o lector. Resulta felicísimo el acontecimiento de que mujeres y hombres hayan ayudado a construir, a lo largo de los siglos, la cimentación y desarrollo de ese edificio abstracto (y, a la vez, concreto) al que llamamos Arte, y de que junto a Anaïs Nin y Germaine Talleferre coexistan Henry Miller y Jean Cocteau: si la producción estética femenina parece menor, numéricamente hablando, eso no se debe sino a limitaciones intelectuales impuestas por la sociedad masculina durante siglos, lo cual obliga a meditar en rangos cualitativos, que no son pocos, y no en los cuantitativos; de ahí a percibir claramente las marcas sexuales en la obra producida por uno y otro género hay una enorme distancia. Del contacto con la obra surge el interés por el autor y sus circunstancias biográficas, pero es primero la experiencia estética: lo demás no es arte, sino estadística pretextual.
 

(Continuará.)

EL SUÉTER AZUL

Para Chabe

 La primera vez que compré algo en una tienda que vendía ropa usada fue en Nueva York. Iba con H, escultor, especialista en soldaduras. H necesitaba un overol, pues a menudo la soldadura caía sobre sus camisas y las llenaba de hoyos. Como H tenía pocas camisas, era urgente encontrar el overol. Antes habíamos visitado un local de ropa militar usada, pero no pudimos soportar el tufo marcial y patriotero del local, además de que nos dio miedo la clientela; salimos disparados. En cambio, en la otra tienda –bien iluminada, llena de personas extravagantes de aspecto pacífico– estuvimos a gusto desde el primer momento. Había de todo: H encontró el overol y tres camisas, yo compré una blusa. Sólo que al llegar a la caja, nos dimos cuenta de que no nos alcanzaba. Con un acento extrañísimo, el dueño nos dijo:

–No se preocupen, se los pueden llevar. Sólo tienen que cumplir con una condición.

Como esta frase es el preludio de todos los problemas en los cuentos infantiles, me quedé de piedra. Pero ya el dueño había mandado traer una tarima, un tocadiscos y cien elepés.

–Bailen para obtener su descuento. ¡Y ustedes pueden escoger la música!

Había discos de Led Zeppelin y decidimos que era una señal favorable. Escogimos Physical Graffiti e In Trough the Out Door y bailamos veinte minutos a cambio del veinte por ciento de descuento. Acepto que hicimos el ridículo de forma pública, pues sacaron la tarima a la calle. Pero lo hicimos en una ciudad ajena, y ninguno de los que pasaron y se burlaron nos conocía, además de que nosotros nos reímos más que nadie. La blusa me sirvió muchísimo, y H usó el overol hasta que se cayó a pedazos.

Mi amiga M conoció un local igualmente extraño en Alemania: una tienda en la que la ropa está artísticamente colgada, clasificada según la década y el estilo. Al fondo está el dueño, planchando y cantando, un señor muy exigente. En primer lugar, si el cliente no le cae bien, no le vende nada. Y si le cae bien, le vende no lo que el cliente pide, sino lo que el dueño decide que le va. Estas insólitas transacciones tienen algo revelatorio, y en el caso de los rechazados, de humillante. Mi amiga salió con un vestido regalado y fue testigo de cómo el dueño le negaba un traje a otra persona. El vestido es bonito: tiene un estampado geométrico vagamente pucciesco y un cuello extraordinario, con un lazo.

Aquí en el df se pueden encontrar cosas magníficas. Un día mi amigo A, al que se puede considerar un coleccionista de ropa, me llamó y me dijo:

–Estoy en la calle X y vi un abrigo que podría gustarte. Es de la marca Y (buenísima) y cuesta una bicoca. Aunque hay un detalle raro: tiene solapas de peluche con permanente.

–¡Cómpralo! –contesté, aunque no tenía ni idea de qué podía ser el "peluche con permanente". Resultó ser astracán. Mi abrigo es una pieza espectacular.

Más tarde, en un puesto en la colonia Roma, compré un chaleco de lana negra, porque me gustó el diseño. Clasiquísimo, a veinte pesos. Este chaleco me recordaba los que usaba mi abuelo y me gusta mucho. En septiembre del año pasado, cuando, después de los atentados los noticieros pasaban una y otra vez imágenes de los jóvenes talibanes, algo en la vestimenta de estas personas me pareció familiar. Saqué mi chaleco, y me di cuenta con estupor de que es marca Kandahar. Como soy mujer y feminista, no me lo he vuelto a poner. Pero como considero que el bombardeo de la inerme población afgana fue un crimen contra la humanidad, no me he deshecho de él.

Una mañana llevé a mi amiga A. G. a que comprara algo en mis puestos favoritos. Ante la montaña de ropa en la que se mezclaban las camisas de mezclilla con las sudaderas decoradas con pedrería que se usaron en los ochenta, los suéteres de cashmere, con sacos de un poliéster digno de los setenta, A abrió mucho los ojos y me dijo que estaba aturdida. Quise ser discreta y me alejé, pero al regresar me encontré con que A se había alejado de la ropa y llevaba en las manos un teléfono de plástico que había comprado para su hijita, en un local de juguetes.

Lavo concienzudamente todo lo que compro. Menos el suéter azul. Se lo compré a Ch. Me lo puse y me di cuenta con asombro de que la dueña anterior tiene un cuerpo idéntico al mío (el suéter es muy ceñido). Todavía huele al perfume de la ex dueña, y es un olor delicioso. Nunca sabré cómo es ella, aunque sé que es gringa por la marca de la prenda. Me gusta imaginar que ella es pacifista, neoyorquina, afecta al cine. Aunque podría ser texana, republicana y racista. Eso sería muy irónico. Para las dos.