La Jornada Semanal,  domingo 21 de julio de 2002                385
(h)ojeadas
OTRA  FAMILIA DE TANTAS

LEO MENDOZA

Rosa Beltrán,
El paraíso que fuimos,
Seix Barral,
México, 2002.

Desde su primera novela (La corte de los ilusos ganadora del ya desaparecido Premio Planeta de México), Rosa Beltrán se dio a conocer como una narradora de gran capacidad irónica. Con profunda y saludable irreverencia nos contó los enredos e intrigas de la corte de opereta del efímero imperio de Iturbide. El resultado es una novela que, sin dejar de lado la materia histórica, sabe apartarse de ésta a la hora de presentarnos las peripecias amorosas del futuro dictador Santa Ana o la furia del emperador ante la temeridad de aquel modesto militar que con muy pocos blasones se atrevía a cortejar a una de sus hermanas, vieja y medio loca.

En su segunda novela, El paraíso que fuimos, Rosa Beltrán ha retratado la vida de la clase media mexicana a finales del siglo xx. Y si bien la materia elegida es por sí misma bastante ridícula, especialmente para quienes vivieron las crisis recurrentes de los últimos años y los sainetes políticos y económicos de quienes nos gobernaban, la mirada de Beltrán logra presentarnos una radiografía descarnada de un mundo que se derrumba, ese momento de ruptura que los mexicanos conocemos muy bien pero, sobre todo, de un momento de desesperanza que se alimentó tanto de la vida íntima, familiar, privada, como de la social.

Con El paraíso que fuimos, Rosa Beltrán nos entrega una novela de la decadecia, una especie de Teorema, sin ángeles, sino sólo con las tentaciones que asaltaron a lo que las buenas conciencias han llamado la base, la célula, la unidad social por excelencia: la sagrada familia.

Con esta novela, Beltrán corre los riesgos inherentes a una narradora que está más allá de las modas, de lo fácilmente digerible –aun cuando profundamente disfrutable–; que sabe que lo más difícil de contar es precisamente la vida con todo y su intrincada maraña de conexiones y coincidencias. Y, sobre todo, que sabe hacerlo con inteligencia, sin caer jamás en el lugar común o la chabacanería.

No es fácil hablar de la familia mexicana –materia de chistes, de obras literarias, del diván de psicoanalista, de estudios sociológicos y antropológicos– y menos aún es hacerlo desde una perspectiva que si bien no deja de lado la circunstancia, es lo suficientemente profunda como para plantearnos dilemas morales y personales; dudas que asaltan a sus personajes, que los sacuden en el caótico y muy mexicano fin de milenio.

Foto. Omar Meneses/archivo La JornadaRosa Beltrán elabora una especie de Paraíso perdido (ese debería ser el título de la novela, sin duda, pero la obra de Milton pesa demasiado); un texto a medio camino entre lo sagrado y lo sarcástico, cuya sagrada familia –mexicana y de clase media alta– poco a poco empieza a buscar nuevas posibilidades para ejercer su ministerio y las encuentra en las terapias, en los cocteles de la felicidad de los psiquiatras –prozac incluido–, en el ejercicio y en todo tipo de métodos que hoy son conocidos como "alternativas" así como en cursos y textos de autoayuda y excelencia que a últimas fechas se han convertido en la Biblia de políticos y empresarios del llamado cambio.

Y es que la historia de la familia Martínez del Hoyo es –entre otras muchas cosas, gracias al lenguaje literario– la historia de una sensibilidad frente a la vida: si la separación de los padres era impensable hacia los años cuarenta, y todavía más el divorcio, una de las marcas de nuestro tiempo es precisamente la lenta pero constante presencia dentro del universo social de familias divididas, escindidas, rotas: una situación que quizá
–temerariamente podemos decirlo– se corresponde con la crisis casi perpetua que le ha tocado vivir a las últimas generaciones de mexicanos.

Así que no es de extrañar entonces que en el seno de la familia surjan santos, madres en busca de aceptación, maridos que tratan de involucrar a su mujer y a sus hijos dentro de sus negocios, mujeres solitarias, recluidas o exitosas, pero poseedoras de un desaforado apetito sexual. Y quizá todo comenzó cuando Tobías optó por ser santo y su padre decidió abandonar los laboratorios de la empresa familiar para hacer dictámenes contra las fábricas nacionales de alimentos y dejar abierto el camino para que las trasnacionales se apropiasen del mercado alimentario y, sobre todo, del de los refrescos –mercado que, bien se sabe, es uno de los más pujantes en México.

Pero a la santidad de Tobías y a la decisión de quedarse al lado de su madre se opone precisamente la insatisfacción de esta mujer singular que trata de encontrar y de explicarse dónde, en qué momento, se rompió su mundo, el mundo que dominó su suegra y que ella fue incapaz de controlar. No es casual que la novela principie precisamente en aquel año del perro que todos recordamos no por el horóscopo chino sino por la histriónica declaración de un presidente. En ese preciso instante, cuando Tobías intenta suicidarse, es cuando quienes vivieron en el paraíso –llamado también Milagro Mexicano, alemanismo, sustitución de importaciones, etcétera– se dan cuenta de que quizá lo han perdido para siempre. Que el horror de su vida en común, su derrumbe se corresponde exactamente con la caída del país.

Por eso la familia se desintegra o parece hacerlo aun cuando para ello tiene que inventar y vivir la ficción de ser una familia. El Nene se convierte en un poderoso financiero, Rodolfo, el padre, anda en busca de parejas cada vez más jóvenes mientras practica meditación y yoga; Concepción, una de las hermanas, es solitaria, divorciada y madre, mientras que María Magdalena, con el mismo estigma del nombre, se hace promotora de nuevos métodos de efectividad laboral a la par que se acuesta con cuanto hombre encuentra en su camino, incluidos los amigos que comienzan a perseguirla incluso en el colegio.

La galería esperpéntica y dolorosa de personajes que Rosa Beltrán ha convocado en su novela resulta por momentos desgarradora aun cuando fiel a una realidad que se nos ha aparecido aún más terrible de lo que suponíamos. Y si en ocasiones la historia podría parecer desaforada, sólo hace falta voltear los ojos hacia lo que ocurre a nuestro alrededor para darnos cuenta de que por ahí, entre amigos, conocidos y familiares, se encuentran personajes arrancados de las páginas de El paraíso que fuimos.

También encontramos lo que podría ser un texto sacro: lo que Beltrán nos cuenta es la historia de otra sagrada familia, la mexicana, y de sus avatares. Desde muy niño, Tobías se ha instalado en la santidad y en ésta permanece, cuidando de su madre, hasta que la psiquiatría hace de las suyas. Por el contrario, su madre recurre incluso a las limpias y a la amistad con una burócrata para lograr adecuarse a los tiempos, sin lograrlo.

El paraíso que fuimos también puede verse como la historia de un fracaso, del naufragio de las nuevas prédicas y de la búsqueda de creer y quizá por ello es una novela profundamente desoladora que en ocasiones escapa de este destino gracias al tono, al humor negro, a la profunda ironía con la que Beltrán narra. A todo ello habría que agregar que durante el periodo que la novela abarca, bien lo sabemos, hubo momentos en los que la realidad resultó más desquiciada, más extravagante y más siniestra incluso que cualquier invención literaria.

Alejada del camino fácil, Rosa Beltrán nos entrega una novela madura, que indaga en lo que es la vida misma y extrae de ésta muchos de los horrores que nos han asaltado y que continuarán haciéndolo •