Jornada Semanal, domingo 21 de julio del 2002        núm. 385

LA DESNUDEZ DE ALDA MERINI

Alda Merini recibió el premio Librex Montale en 1993. Ya era conocida en el medio poético italiano, pero el premio que lleva el nombre del poeta de los Motetes y de Huesos de Jibia, la colocó en el centro de atención de la crítica. Su vida, sus estancias en la locura, su valor sereno, sus nociones de lo religioso y de la sensualidad, su actitud humorística frente a las solicitaciones de la fama, su desinhibida manera de mostrar sus carnes, alegres y marchitas, a los paparazzi del escándalo, le abrieron las páginas de los diarios y de las revistas de su país y del extranjero. Por unos meses todo el mundo habló de la Merini, de su locura y de sus desnudos, pero, como es costumbre en la jungla mediática, nadie su ocupó en serio de su obra poética. Es decir que, como corresponde a este reino de la abundante información y de la gran velocidad de las comunicaciones, se sabía que Alda Merini era una poeta excepcional, pero nadie conocía sus poemas o, en el mejor de los casos, algunos periodistas habían leído algunos de ellos, rápida y descuidadamente, para hacer sus notas, mientras que los críticos serios y los académicos todavía no habían puesto sus tremebundos ojos en esa poesía desnuda y urgente. Antes del premio, en 1951, aparecieron algunos poemas suyos en la antología Poetesse del Novecento, publicada por Schewiller. Fue incluida gracias a las sugerencias de Eugenio Montale y de Spaziani. Alda había sufrido los primeros embates de la locura y, en varias ocasiones, sus estancias en los sanatorios psiquiátricos interrumpieron su trabajo literario. Su primer libro, La presenza di Orfeo, se publicó en 1953 y pronto fue traducido al inglés. Los siguientes tres libros: Paura di Dio, Nozze Romane y, Tu sei Pietro, despertaron el interés de varios críticos y poetas: Pasolini, Romano y Turaldo, entre otros. Más tarde figuró en dos importantes antologías: Poesía italiana del dopoguerra de Salvatore Quasimodo (1958) y Poesía italiana contemporánea de Giacinto Spagnoletti (1959).

Dice María Corti que lo que vino después fue “la lunga eclessi, vent’anni trascorsi in buona parte nella ‘Terra Santa’, come la poetessa chiama il manicomio della periferia de Milano”. Vienen más tarde Destinati a morire (1980), Le rime petrase (1983), Le satire della Ripa (1983) y La Terra Santa, que es el libro del que aquí se habla y que Jeannette Clariond ha traducido con un afecto especialísimo, con soltura de amiga, con rigor literario y con un notable conocimiento de la sonoridad y la tensión del espíritu que caracterizan a la lengua de Dante, Leopardi, Quasimodo, Montale y Ungaretti, por citar a unos cuantos mientras pensamos en los muchos que han ido aportando sus voces para consolidar la bella lengua de la península, reafirmar sus diferencias regionales y esa unidad de la cual, en buena medida, es maravillosamente responsable la creación poética.

Jeannette nos dice en su prólogo que, gracias a Alda Merini, cultivó el ejercicio de la lectura de poesía como un tránsito en espiral. En pocas palabras, como una ascensión dantesca que termina con un deslumbramiento tan intenso que los ojos ya no pueden cumplir su cometido. De la lectura pasó a la traducción, y al enfrentarse a los problemas, gozos y dolores que laten en el alma de estos poemas, cumplió las obligaciones de la compañía con Alda y entregó a los lectores esta terrible y bella biografía que transcurre por los caminos del poema.

Tiene razón Jeannette cuando nos dice que estos poemas no son una escapatoria. Todo lo contrario: son un adentrarse en los abismos del ser, una caída libre en los terrenos de una sinceridad sin concesiones. En fin, como afirma la traductora, se trata de la “creación de un espacio en el cual se lleva a cabo la transfiguración”.

Este libro contiene algunos de los poemas de la extensa colección a la que Alda Merini dio el título general de La Terra Santa (el nombre del sanatorio milanés en el que la poeta vivió y al cual regresa frecuentemente, es Villa Fioritta. Es curiosa la manía de dar nombres vegetales a eso que los anglosajones llaman, con temor victoriano a las palabras, institution. Recuerdo algunos de esos nombres: Prado Floresta, Casa de las Flores, Valle Florido...). Jeannette tradujo la selección hecha por María Corti, así como la magnifica nota introductoria que le da sustento.

María Corti y Jeannette nos proporcionan algunos datos sobre la vida y la obra de Alda. María se aventura por los caminos de la psicología de la creación poética y nos da una serie de ideas sobre el lenguaje simbólico que tiene relación con una leve esquizofrenia y sobre sus “figuras de pensamiento” que pertenecen al mundo de la metáfora. Así, las ciudades bíblicas y los paisajes que las rodeaban (Sinaí, los muros de Jericó y las tierras de Aarón) están en el sanatorio o en sus inmediaciones y aparecen cuando la poeta las convoca y actualiza.

Sin eufemismos victorianos o melcochosos jardincillos mexicanos, Alda toma la palabra “manicomio” y la deja caer con todo su peso. No hay el deseo de provocar escándalo o de concitar la compasión. Se trata de un testimonio desnudo, pero transfigurado por la creación poética: “manicomio es palabra mucho más grande que las oscuras vorágines del sueño...” El testimonio es terrible, pero un dios extraño se agita al fondo del delirio: “Mas soy una Dafne enceguecida por el humo de la locura, no tengo hojas ni flores; aun así mientras transmigro nace profunda la luz y en soledad arbórea me vuelvo una tríada de Dioses.”

Me conmueve de manera especial un poema en el que aparecen Dios, San Agustín y Abelardo (Eloísa está en el corazón y en las ingles de Alda). Tal vez sea el más sensual de este libro habitado por el deseo y por la realidad que lo vulnera y lo niega. “Perderse en la selva de los sentidos”, nos propone y “de las ingles puede germinar Dios”, nos advierte. Por otra parte, esta ave blanca, este alto Albatros no cesa de cantar sus canciones de amor. Y lo hace entre pastilla y pastilla, interrogatorio y examen, salida esperanzada y regreso desanimado, noche de pánico y momentos dorados en los cuales la vida dice que todo está bien (recordemos a Vinicius de Moraes: “la vida tiene siempre la razón”).

Alda, María y Jeannette han puesto en nuestras manos este libro que gira en el laberinto del miedo, en los brazos del desasosiego y en la belleza de las formas poéticas. Alda es una de las pacientes del sanatorio de Villa Fioritta de Milán y una de las voces esenciales de la poesía italiana moderna. Pienso en ella y veo la foto que apareció en una revista de Estados Unidos. En ella, Alda muestra sus senos de mujer madura y una sonrisa de muchos significados. Este libro muestra una desnudez mayor, más hermosa y más terrible, la desnudez del alma.
 

Hugo Gutiérrez Vega
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