Jornada Semanal, domingo 21  de julio de 2002            núm. 385

NMORALES MUÑOZ

ÁGATHA

Las luces que la actriz protagónica aporta al columnista una vez concluida la función, lo remiten a una de nuestras denostadas bibliotecas cuya afluencia de visitantes, casi todos con inocultable vocación semipornógrafa, no convalida el promocionado éxito del celebérrimo programa Hacia un país de lectores. La incursión confirma tanto las palabras de Nieves Rodríguez como las sospechas del de la pluma: Ágatha, si bien nació como escrito escénico, conoció la luz pública a principios de la década de los ochenta bajo las reglas del formato cinematográfico, con guión y dirección de su propia autora, la escritora francesa Marguerite Duras.

Porque, y hasta huelga decirlo tomando en cuenta de quién viene la sentencia, no hay que ser ni medianamente un dechado de perspicacia para darse cuenta de ciertas particularidades de esta obra de la coguionista de Hiroshima mi amor. Amén de poder ubicar en la pieza algunas de las claves personales esenciales de la connotada escritora –la imposibilidad del amor frente a los convencionalismos sociales, el erotismo como arma de transgresión de la mujer ante la misoginia de su época–, saltan a la vista varios rasgos de su construcción dramática que, sobre todo en lo estilístico y lo formal, harían suponerla más cercana a la narración novelística o a la cinematográfica.

No puede hablarse precisamente de que Ágatha carezca de teatralidad en tanto presenta un flujo dramático reconocible dentro de los parámetros de la dramaturgia. Todo pasa por cómo se entrama su discurso, por la manera en que avanza la acción dramática como efecto y no como causa de la progresión interna de los personajes, dejando al espectador pocos signos externos que le permitan asirse a una trama que en primera instancia pareciera carecer de toda ilación. Bien podría decirse que más que una plataforma anecdótica, Duras propone una situación: la despedida de dos hermanos en la edad adulta (la protagonista homónima, Rodríguez, y el masculino sin nombre, Constantino Morán) quienes, apelando casi por completo a la anécdota y al recuerdo, pronto develan su pasado incestuoso, la soledad infantil del que provino y la enorme vacuidad causada por la imposibilidad de llevar ese amor, el único sincero, con la normalidad que desearían. Puede hacerse esa lectura porque a lo largo de la obra, Duras utiliza esa anécdota como un pretexto para, colocando a los hermanos en un ángulo retrospectivo, develar de a poco ese pasado terrible, ir sembrando alambicadamente en el espectador claves para interpretarlo, ocuparse de trasladar su relato hacia lo implícito, hacia no lo dicho. Es por ello que la sucesión de eventos en escena es casi toda psicológica e interiorizada; un poco a la manera de los experimentos recientes de Pinter, la historia, que debe ser armada en la cabeza del receptor a partir de muy pocos elementos, termina por ponerse al servicio del peso de los personajes. Y es también por esto mismo que la obra, si bien habilita una preeminencia de la imagen que muy seguramente favoreció su tratamiento fílmico (el columnista confiesa no haber visto la versión cinematográfica), es susceptible de ser puesta en escena, aún pese a la fuerte carga discursiva y a esa aparente inmovilidad en el escenario.

David Herce, joven director de quien se recuerda un logrado collage de textos de los Siglos de Oro llamado De sangre y de honra, asume con valentía lo que entraña riesgos notorios: por un lado lidiar con ese recargamiento en los parlamentos que en cualquier momento puede devenir aburrimiento, y por el otro, a partir de los escasos asideros que Duras otorga, perfilar interpretaciones actorales lo suficientemente sólidas para no sucumbir ante el cadencioso ritmo en la dramaturgia de Duras. Son varios sus hallazgos, empezando con el diseño espacial y la disposición diagonal del muelle (en cuya concepción contó con la valiosa asesoría de Germán Castillo), que consigue a un tiempo favorecer los cortos y cerrados traslados de sus actores –también en el aspecto visual se antoja que una cámara cinematográfica sería el hilo conductor ideal– y transmitir cierta sensación de distanciamiento que la obra sugiere. Pero ante todo Herce obtiene un muy consistente rendimiento de Rodríguez y Morán, apostando por trabajar en ellos su compenetración, iluminando los muchos puntos oscuros que Duras deja en el dibujo externo de sus personajes. Si bien por momentos, y sobre todo en el caso de Morán, la repetición de algunos gestos se percibe artificial después del primer intento (la lágrima retenida pierde fuerza como símbolo debido a esto), el conjunto expresivo en lo corporal, facial y vocal refuerza muy bien ese aura de erotismo contenido, de emociones tácitas, de complicidades interiorizadas cuya explosión siempre queda en lo inminente. En buena medida es debido a su muy buena asimilación de la tensión que Duras propone, es que su puesta en escena sale a flote.

Por último, y esperando que se entienda que la amistad no afecta en absoluto los juicios del columnista, vale referirse a la tarea de Nieves Rodríguez. Desairada por todos los directores señeros de la república del teatro salvo por José Luis Ibáñez, Nieves ha dado otra muestra de polivalencia, compromiso en la creación de sus personajes y de dominio del lenguaje escénico. Gracias a ella, y también a lo sorpresivo de la labor de un actor generalmente más enfocado en lo formal como Morán, es que el montaje es disfrutable, pese a no poder contrarrestar la densidad retórica del texto que lo origina. Bien vale la pena esperar una pronta reposición, después de su temporada en La Capilla de Coyoacán y una gira por provincia.


LAS ARTES SIN MUSA
AGUSTÍN BERNAL, CONTRABAJISTA

ALONSO ARREOLA

El contrabajo es un instrumento de reputación dudosa. Con una mal entendida condición de alce, grande y rudo como es, guarda en su barriga de eterno preñado el pulso del son y la guaracha, el tañido oscuro y constante para una obra de Mahler y, claro está, lo que Charlie Mingus y Paul Chambers construyeron por debajo de melodías como "Good Bye Prok Pie Hat" o "So What". Pero más allá de lo que escuchamos, quien toca un contrabajo debe combinar sabiamente la firmeza y el buen trato, la tradición colectiva y la decisión personal de doblar alguna esquina. Eso es, justamente, lo que Agustín Bernal ha hecho en numerosas grabaciones y conciertos clave del jazz mexicano, desde hace más de quince años. Prueba es su nuevo trío con Gabriel Puentes (batería) y Mark Aanderud (piano), con quienes edita este año Common Differences, un disco hecho a mano, grabado, producido y maquilado en su departamento de Coyoacán. Un álbum lleno de melancólicas y sobrias interpretaciones que viajan de "Solamente una vez" de Agustín Lara a "I Got It Bad" de Ellington, y que guarda las más insólitas ocurrencias dominicales en que se dejan sentir la calidez y la enorme expresividad de Agustín.

Sentado frente a mí, Agustín tiene el compromiso –cual músico de jazz– de improvisar...

El nacimiento: Aunque siempre me gustó la música, en mi casa no tuve su contacto como me hubiera gustado. Como no teníamos manera de oír discos, recuerdo que de chico yo compraba los acetatos de 33 para tenerlos guardados, nada más para verlos... Pero bueno, me inicié tocando rock, escuchando a Led Zeppelin, Peter Gabriel, los Doobie Brothers... A los catorce ya tocaba con bandas de garage creyendo que la música era un hoobie.

El contrabajo: Mi nacimiento real vino cuando escuché el contrabajo. Empecé primero con el bajo eléctrico porque mis amigos tocaban las guitarras y me dijeron que era lo único que quedaba. Pero yo ni sabía lo que era ese instrumento. Ahora te puedo decir que el contrabajo me enamoró, para empezar, por una cuestión visual. Recuerdo que vi en la tele a un contrabajista y que me impactó. Luego fue el sonido del instrumento y su rol en el jazz, pues en esta música tiene un papel más abierto.

El estudiante: Recuerdo que vi un programa de Jorge Saldaña en el Canal 13 y que salió el grupo de Roberto Aymes con Alejandro Corona, el "Rabito" Agüero y Ramón Negrete. Ellos dijeron que estaban tocando en la Casa de la Nostalgia, así que me lancé para contactarlos. Así fue como empecé a ir a casa de Roberto a escuchar jazz. Él me ponía a Parker, Gillespie, Monk... Así que Roberto fue mi mentor. Como tiene una discografía impresionante, yo nada más me sentaba a escuchar. Ya después conseguí un contrabajo y, por recomendación de él, estudié con Andrés Kalarus. Esa fue mi preparación técnica y en la que aprendí cosas de la música clásica que son importantes para el jazz. Después pasó que vino Rufus Reid a México tocando con Dexter Gordon; yo entré en contacto con él y, como me vio tan entusiasmado, me invitó a que lo visitara en Nueva York. Nos escribimos por un tiempo, por carta, hasta que me fui a visitarlo para conocer lo que era ser un músico de jazz. Lo acompañé a tocadas, sesiones de grabación, ensayos, etcétera. Fue increíble.

El concierto: Dar un concierto es un evento maravilloso, es estar en contacto con la gente que tomó la decisión de escucharte. Es el momento máximo.

El disco: Grabar un disco es una responsabilidad pero también un gusto. Ahora me doy cuenta de que lo que grabo no debe ser "lo mejor", ni "el disco que pase a la posteridad". Ya pasé esa etapa. Creo que cada disco debe tener algo, te debe decir algo. La idea es gozar al grabar un disco, haciéndolo lo mejor posible, arriesgándote aunque en dos meses ya nadie se acuerde de ti; porque ahora la vida de los discos es muy efímera. Ya no hay que pensar tanto lo que es un disco sino gozar y dejar un registro.

El grupo: Creo que la única manera de llegar a la profundidad es trabajando seriamente y en conjunto. Apenas ahora con Gabriel y Mark he podido retomar un trabajo serio, pues estamos buscando un concepto. Ellos me han inyectado nueva vida. Son dos jóvenes maduros y dedicados en quienes estoy encontrando al grupo que siempre había querido.

El dinero: Creo que el público del jazz está ahí, esperando. Lo que pasa es que el jazz a nivel disqueras no ha tenido la dedicación ni la difusión necesarias. Mi nuevo sello, Agave Records (www.agaverecords.com), es un sello pequeño que no pretende ser una gran empresa pero que sí quiere dedicarse a sus artistas. Apenas lo estamos iniciando y, si no pretendemos ser la gran empresa, podremos funcionar.

El futuro: Nos invitaron a tocar al Museo Paul Ghetty de Los Ángeles porque uno de nuestros discos cayó en manos de la directora. Se trata de un concierto, el día 27 de Julio, en una noche en la que se presentarán cosas relevantes del arte de México. Nosotros le estamos tirando mucho a eso, a tocar fuera. Siento que los festivales de jazz en todo el mundo están esperando la presencia de México. Así que la tirada de Agave Records es promover grupos para tocar en vivo, para abrir esa fuente de trabajo. Creemos que con la piratería los conciertos van a estar más en boga... Recuerdo que una persona que nos vio tocar hace poco nos dijo: "oigan, suenan mejor en vivo que en el disco". Eso es lo que queremos ofrecer, pues siempre el concierto superará al disco.