El otro Agustín Yáñez Al filo del agua, la novela fundamental de Agustín Yáñez, se une a otras tres de sus novelas: La creación, La tierra pródiga y Las tierras flacas, para integrar un ciclo narrativo sobre la cultura católica, la represión sexual, los prejuicios, el autoritarismo familiar, la religiosidad, el fanatismo, las luces y las sombras de la vida en las regiones alteñas y abajeñas de Jalisco. Luis Ramón Bustos revisita estos textos y estudia su carácter de novela-río.
Veinte años de creación separan a Flor de juegos antiguos, la primera obra de imaginación de Agustín Yáñez, de Las tierras flacas, su última gran novela. Si bien su primer relato publicado fue "Espejismo de Juchitán" (1940), por su tratamiento y temática no puede ser considerada como su primera ficción literaria. Ese lugar corresponde a Flor de juegos antiguos, obra a la que erróneamente se le considera como autobiográfica. En algunos episodios, es cierto, el Agustín niño o adolescente es el narrador, y si se toma en cuenta su biografía se confirmarán sus tintes memorialistas, pero salpicados de personajes y lenguaje popular que le confieren vuelos novelescos. Y tampoco es esta la tónica de todo el volumen: construido por episodios, contiene relatos que muy probablemente fueron inspirados por amigos o conocidos de su Guadalajara natal (4 de mayo de 1904). De paso, atisba los mecanismos sociales y psicológicos que fueron característicos del fin del porfiriato, etapa que le tocó vivir a Yáñez durante su niñez. Lejos de todo intento sociológico, recreando a la niñez la suya y la de niños de todas las clases sociales de Guadalajara, explora los gozos y las tristezas de una etapa de la vida y de una etapa de nuestra historia. Tal vez la crítica ha tendido a concebir Flor de juegos antiguos como obra de memorialista, como mera recuperación del tiempo ido, por el hecho de que todos sus episodios son narrados en la primera persona del singular. Sin embargo, una lectura detenida confirma que los relatos se abren en abanico y nos presentan personajes que, si bien pertenecen a la época y a la ciudad del autor, son evidentemente personajes imaginados, protagonistas con marcadas diferencias psicológicas, sociales y culturales con el autor. Incluso la obra tiene unidad, un entramado que, sobre todo en su primera parte ("Juegos por Nochebuena"), se aproxima a la novela. Es aquí donde aflora el material más autobiográfico: rondas y cantos infantiles son el pretexto para hilvanar recuerdos, para sondear algunos aspectos de la sexualidad reprimida de niños y adolescentes en esa ciudad pacata y puritana. Esta primera parte es la más ingenua, la más poética, la más sugestiva; el niño narrador (o los niños narradores) trasmite la magia del juego y el gusto de estar juntos en la calle. La calle y el niño en simbiosis permanente, liberadora. En la segunda parte, lo poético decrece y lo narrativo se reconcentra: adolescentes un poco maleados, más dispuestos al encuentro juguetón con las muchachas del barrio, son los personajes centrales. "Juegos en la canícula" contiene cuentos redondos; algunos de verdad excepcionales: "El juego del burro en que aparecen dos ángeles", "Vértigo de una tarde" y "Episodio del cometa que vuela". En ellos el arrabal, los adolescentes de clase baja son protagonistas. El sentido de las frases y el léxico cambian diametralmente; así, en el "Episodio del que se creía la divina garza y la pantera negra", el lenguaje popular es apuntado con exactitud filológica; diálogos, dichos y frases hechas, son contrapunto, matiz, subrayado que revela sustancias anímicas y espirituales. No es exploración lingüística gratuita: es disección del habla como método de indagación de las coordenadas psicológicas del adolescente. La última parte, "Juegos de agua", está construida a guisa de epílogo: retorna al lirismo de la introducción, regresa a lo autobiográfico. Es Yáñez mirando su niñez desde la distancia del adulto; un narrador que, rememorando un viaje a la laguna de Chapala (mar chapálico, como le decían entonces), evoca eso que los años han ido sedimentando. Aquí no es el niño o el adolescente el que narra; es el adulto que recuerda escribiendo.
En su estructuración y en su propuesta temática, Las tierras flacas revela un plan bien meditado: indagar en una comunidad cerrada que, por su precariedad y pobreza, permite explorar personajes en situaciones límite. Dividida en estancias, se concentra en una familia arquetípica, casi un símbolo del apego a la tierra aun en condiciones de extrema infertilidad: la familia de Rómulo Garabito. La espléndida pintura de caracteres del autor hace que la reconstrucción psicológica sea compleja, prismática. Sus personajes, aunque campesinos típicos, tienen facetas poliédricas, en sus destellos abren múltiples, contradictorias personalidades. Caso insólito en nuestra narrativa, son construidos en cambio permanente, con sesgos ambivalentes. La primera instancia es una preparación, una introducción que hará desembocar la trama en una colisión inevitable: la comunidad tradicional es detonada por un cacique abusivo (Epifanio Trujillo) y por uno de sus hijos que intenta modernizarla (Miguel Arcángel). Ese enfrentamiento es la anécdota central de la historia. Allí, en síntesis simbólica, el autor coteja comunidad tradicional y modernidad, pequeño pueblo provinciano e irradiación urbana. Como en todas sus grandes novelas, también lo histórico y lo sociológico son escenografías sutiles que descubren los Méxicos subyacentes, los Méxicos opuestos. Las cinco estancias denotan una cuidadosísima estructuración, acaso la más meditada de toda su trayectoria narrativa. En cuanto a ensamblaje, es seguramente el mejor de sus trabajos. La depurada técnica se disfraza bajo la sencillez de la trama; maestro de la prosa, experto en la construcción de historias abocadas a lo religioso y a lo espiritual, sabía escanciar las costumbres y tradiciones que mejor reflejaban esos aspectos. La escena final, con los hombres nuevos encendiendo el alumbrado, con los hombres viejos azorados ante la novedad de la luz y desechando las viejas antorchas, es confrontación simbólica: la materia, como elemento innovador, simbolizada en la luz eléctrica que mudará la faz comunitaria; el espíritu, como raíz de la tierra y de lo antiguo, se presenta como el fantasma de Epifanio Trujillo, quien se niega a morir, que no acepta la avalancha modernizadora. Yáñez ahondó con apasionada lucidez en la religiosidad de nuestro pueblo. En esta vertiente, pese a que ya tiene veintidós años de muerto (Ciudad de México, 17 de enero de 1980), no existe escritor que pueda comparársele. Circunscrito a las comunidades de su región natal es, sin duda, su novelista más fiel, su narrador más profundo. Quien toque sus páginas tocará el alma y la religiosidad de México. |