Jornada Semanal, domingo 7 de julio del 2002                 núm. 383
Angélica 
Abelleyra
mujeres insumisas
BLANCA GUERRA: NO PERMITIRSE LA MEDIOCRIDAD

Su cuerpo es su instrumento. Y en él han habitado decenas de mujeres que adquieren una vida particular con su acento actoral, siempre apasionado. Ya fue la Helena en Sueño de una noche de verano; la Jaira en La reina de la noche; La Caponera en El imperio de la fortuna; Felipa en Un embrujo y la Electra de nuestros días en Secretos de familia. Ahora Blanca Guerra es Irina en La gaviota, de Chéjov.

El teatro, primero su adorado teatro, pero también el cine y la denostada televisión son sus espacios para ejercitarse. El primero, más que una realización personal, le ha dado una forma de vida; el segundo le sirvió "para hacer nombre" y abrirse puertas hacia un público más popular; las telenovelas son su prueba de destreza para hacer creíble un personaje dentro de una historia a veces mal escrita o en franca incongruencia.

Hija de una familia conservadora, Blanca fue niña única hasta los diecisiete años que llegó su hermana como compañía. No conoció a su padre; éste murió cuando ella estaba en el vientre materno de tres meses, así que la relación estrecha con su progenitora fue la única opción en su infancia, entre sanatorios y nombres raros de medicinas por el oficio de enfermera de su madre.

Como inclinación natural se decidió entonces por la medicina. Ingresó a la Facultad de Odontología pero se dio cuenta que no entendía nada de ese universo. Y si bien no tenía clara su vocación, sí empezó a saber lo que no quería. Empezó a conocer a gente de teatro y le atrajo la relación humana que establecían entre sí. "Más que la necesidad de ver a los demás en el escenario o de estar yo en él, me sedujo esa manera libre y sin máscaras de comportamiento de los actores. Pensé que si ese quehacer te llevaba a una relación con los otros más abierta, sin miedos y traiciones, yo quería algo así."

Ingresó al área de arte dramático en la Facultad de Filosofía y Letras, empezó a sentirse como pez en el agua y de repente se le cruzó en el camino Héctor Mendoza. Transitó entonces entre la facultad y el Centro Universitario de Teatro (CUT), marcado por la disciplina de Mendoza, cuando vino su oportunidad de trabajar con Julio Castillo.

Para ese momento ya Blanca vivía sola, su madre consideraba que estudiar actuación era una pérdida de tiempo y la jovencita requería cuatrocientos pesos para la renta. Todo salió a pedir de boca: Castillo preparaba el montaje de Los insectos y la invitó a participar no sin antes decirle con pena que nada más le pagaría 150 pesos por noche. "Me pareció maravilloso que además de trabajar en lo que quería me pagaran una fortuna" pues las funciones eran de martes a domingo y con esa entrada cubría con creces sus gastos. Como el plan de estudios del cut no permitía otras actividades fuera, Mendoza citó a Blanca para el año siguiente y la actriz salió de la escuela para iniciarse en el arte de la improvisación con Julio Castillo.

"Julio me dio la capacidad de volar y de imaginar. Antes de Los insectos yo no había hecho nada, así que me intimidé cuando vi que debía trabajar con base en puras improvisaciones. Fue pura intuición lo que me ayudó a sacar lo que Julio me exigía. Me siento privilegiada porque en la vida no se trata de que sólo encuentres tu vocación sino que caigas en el lugar preciso y con la gente adecuada para que todo fluya."

En el fluir de la Guerra han sido tres sus canales: Castillo, Héctor Mendoza y Luis de Tavira. "Los tres me dieron una cosa en común: la pasión y la responsabilidad por el quehacer actoral. En Héctor fue el sentido de la disciplina en la praxis y la orientación para seguir rompiendo con los límites; con Luis fue el rigor en el análisis del texto y Julio me impulsó a ir a la médula de lo que es la raíz de la idiosincrasia mexicana. Los tres me ayudaron a seguir una línea en mi vida: no permitirme la mediocridad."

Tras el año que dejó el cut, Blanca regresó a ese centro que se le convirtió en un "microcosmos rico y divertido" para entrenarse corporal, intelectual y emocionalmente durante cinco años. "Pensábamos que nuestro arte iba a cambiar el mundo y ni hablar de permitir concesiones. ¿Hacer cine comercial o televisión? ¡Era una degradación!", recuerda con una sonrisa. Estaba metida en ese romanticismo y rigor, además del montaje de Santa que ya había estado de gira en Yugoslavia, cuando le reiteraron la misma invitación a hacer cine que dos meses antes había rechazado. Se trataba de encarnar a Dolores Preciado de la novela Pedro Páramo, de Juan Rulfo. Esta segunda ocasión fue la buena. Participó en El hombre de la media luna, con todo y desnudo, y a partir de allí no se aisló del mundo cinematográfico que le ha servido como complemento.

"Cuando Arturo Ripstein me descartó para El lugar sin límites porque ‘no era muy conocida’, se me quedó grabada la injusticia y me hice a la idea de ‘hacer nombre’. El cine me ha ayudado a eso, a abrirme la puerta a un público popular y no perderme los proyectos importantes", asume la Guerra que no se arrepiente de películas junto a Chente Fernández. "Sí, son intrascendentes, pero no pretendían más. La única concesión que no he hecho es despreciar mi quehacer" en cualquier medio. Eso sí, subraya, "no hay cosa que más me moleste en tele que yo pida hacer otra escena y no me lo permitan porque el tiempo se va. Cuando hay un error técnico se hace veinte veces pero no permiten una repetición por un error actoral. Por eso la tele te da destreza pero corres el riesgo de viciarte y volverte comodona."

Cree que estos vicios no los tiene arraigados a pesar de sus muchas incursiones telenoveleras, su centenar de películas y decenas de obras teatrales que le han valido Arieles y otros premios en países como Cuba. Allí tenemos galardones por su trabajo actoral en Perro callejero, El imperio de la fortuna, Principio y fin y Un embrujo; además de una lista larga de cintas como la mítica Santa sangre y Mojado power. En teatro son memorables sus papeles en La reina de Leenan, el Rey Lear y por estos días en La gaviota.

"¿A mi edad y estar pensando que soy la estrellita marinera?, para nada", ríe a rienda suelta esta perfeccionista que a los cuarenta y ocho años continúa exigiéndose para salvarse de la mediocridad.



LUIS TOVAR
DE ARRIBA PA BAJO

Hay un par de películas mexicanas recientes que de seguro usted no podrá ver, al menos en corrida comercial, y de las cuales vale la pena hablar antes de que el tiempo de enlatado siga dilatándose: Gabriel Orozco, un proyecto fílmico documental y Vera. Como ha sucedido en tantas ocasiones, sólo cabe esperar que la Cineteca Nacional salga al quite y las programe. Ambas se estrenaron hace cuatro meses en la Muestra de Cine Mexicano en Guadalajara y es altamente improbable que alguna distribuidora se interese en ellas, a causa de sus características y por más que no se parecen en lo absoluto: la primera es bastante buena y la segunda es francamente mala.

EL ANTISOLEMNE
GABRIEL OROZCO

Con Juan Carlos Martín, director del documental Gabriel Orozco, adquiere fuerza el proceso que en tiempos recientes ha ido incorporando a gente del medio publicitario y televisivo al cine mexicano (otros casos notorios son Alejandro González Iñárritu y Gerardo Tort, directores de Amores perros y De la calle, respectivamente). Hay a quienes, esgrimiendo como blasones sus largos años de fidelidad al ambiente cinematográfico, les parece criticable la llegada de estos "advenedizos", pero el hecho es que en realidad no lo son y que, aun si lo fueran, no importa si a fin de cuentas su trabajo vale la pena. Juan Carlos Martín es egresado del CCC, ha trabajado como asistente de dirección y postproductor, y hace dieciséis años dirigió dos cortometrajes, Epílogo y Cumpleaños feliz.

Con producción propia y del CUEC, Martín elaboró este filme de ochenta minutos en el que cumple a la perfección un doble objetivo: presentarnos al artista conceptual Gabriel Orozco y volver comprensible y contagioso el interés que este instalador y su obra le despertaron. Filmado lo mismo en Estados Unidos que en Europa o en México, de acuerdo con los itinerarios dictados por las actividades del personaje, el documental va desplegando poco a poco fragmentos biográficos, muestras del trabajo de Orozco, etcétera. Martín tuvo el acierto de evitar ese estilo didáctico y sentencioso del que adolecen tantos documentales, y lo hizo, por ejemplo, mostrando in situ el modo en que Orozco concibe y más tarde monta alguna instalación. Incluso fue más allá y rompió la barrera en que la cámara puede convertirse, para ponerse a platicar mientras filmaba; platicar, no entrevistar. Este recurso, que ensuciaría un documental concebido clásicamente, desolemniza el formato y entra a tono con el espíritu creativo del personaje, a quien puede vérsele simplemente tumbado en una hamaca en la playa, o hurgando en la basura neoyorquina para hacer una instalación más.

LAS BRONCAS DE ATHIÉ

Hace un rato que a Francisco Athié, director de Lolo (1992), Fibra óptica (1997) y Vera (2000), parece gustarle la pose del director incomprendido, cuando no la del genio adelantado a su tiempo, con toda la soberbia que tales posturas implican. No lo digo gratuitamente ni porque él me caiga gordo ni nada; me hago eco de dos aseveraciones suyas; una me tocó escucharla y la otra consta en medios. La primera: al término de la exhibición de Vera en Guadalajara, escuché a Athié decirle a alguien que "si la película no te gustó es tu problema", frase de estilo ripsteiniano que sólo sirvió para rematar un divorcio entre director y público iniciado con Fibra óptica. Y no fue lo único que dijo, pero sí lo más antipático. La segunda: no se puede ser serio y al mismo tiempo decir que la película que estás filmando "va a revolucionar el lenguaje cinematográfico". Eso no lo dijeron ni Murnau ni Griffith.

En términos setenteros, Vera no es más que una pachequeada. En ella, un minero atrapado está muriendo y, mientras lo hace, a su mente llegan las imágenes hieráticas y al mismo tiempo despendoladas de un androide azul que es como el chorrito de Cri Cri: se hace grandote y se hace chiquito. Luego aparece un fuerte viento, contra el que el viejo minero lucha con involuntaria comicidad, en medio de un paisaje cromático como de las Chicas Superpoderosas; luego aparece una digital calaquita rumbera que da pena ajena, y después de tanto alucine, ensamblado sin orden ni concierto y exhibido sin mayores muestras de creatividad en secuenciación, encuadres y edición, "gracias" a una toma del ojo del anciano moribundo sabemos que todo sucedió en su mente. A decir de Athié, el onirismo todo lo permite y al que no le guste es porque le faltan entendederas. Él dice.