NOÉ
MORALES
MUÑOZ
MACBETH
Veinte años después
de un primer acercamiento guiado por "la inconciencia y el placer", Jesusa
Rodríguez revisita el texto de Shakespeare en una lectura que propone
una analogía entre la turbia monarquía escocesa retratada
en la tragedia del bardo y la oligarquía tecnócrata nacional
que de un tiempo a la fecha no ha cejado en ofrecernos, con sorprendente
espíritu de competencia interna, mil y un muestras de inoperancia
e insensibilidad. Lejos de ahondar en dicha inutilidad burocrática,
esta versión debida a la propia Jesusa y a Luz Aurora Pimentel señala
con dedo llameante la corrupción, más moral que material,
tan cara a la minoría neoliberal en el poder. Siempre coherente
en su compromiso con las voces femeninas, la creadora formada en sus inicios
bajo la tutela de Julio Castillo analiza el papel de las consortes de nuestra
pléyade de prohombres nacionales. Lady Macbeth, en cuya figura convergen
la ambición y la atrocidad, la hipocresía y el doble discurso,
es el pivote ideal que permite a las traductoras y adaptadoras tanto una
crítica sórdida hacia aquellas féminas muy distantes
ya del estereotipo de abnegación inocua, como un estable punto de
cohesión en el ámbito narrativo.
Respetada la esencia de la tragedia shakespeareana
a niveles estructurales y temáticos, en la figura de Lady Macbeth
se apuntala, si esto cabe, su innegable preponderancia como precursora
y motor de la conciencia del malogrado noble escocés. Y es en parte
por ello que la adaptación termina funcionando en términos
generales: la conservación de todas maneras del conflicto central,
el del conspirador y sus fantasmas internos, resulta de suyo tan poderoso
que no obstaculiza este ángulo femenino ni su traslación
al contexto moderno. Este equilibrio entre los dos planos principales del
discurso habilita recursos que, en su gran mayoría y al contrario
de lo sucedido en escenificaciones menos logradas (la reciente versión
a La gaviota de Chéjov a cargo de Iona Weissberg, por ejemplo),
no se sienten fuera de orden: pantallas de televisión, elementos
de utilería y vestuario perfectamente contemporáneos, etcétera.
La cohesión incluso permite, y aun cuando se aprecie en ellas cierta
tendencia a la formación de imágenes plásticas de
un lirismo forzado, alusiones místicas decididamente vernáculas,
como los pasajes de hechicería mestiza y los ritos prehispánicos.
La
puesta de Jesusa, que demuestra de nuevo su oficio como directora escénica
fuera del cabaret, intenta conciliar los distintos planos de realidad en
los que pretende moverse su discurso, valiéndose de una segmentación
en ámbitos del escenario. La alcoba al centro, y más específicamente
la cama (con los varios usos dados por los intérpretes) en la que
transcurre buena parte de las escenas entre la pareja por siempre insomne
deviene en metáfora de su propia disfuncionalidad, al tiempo que
la directora relega a planos visuales más distantes los pasajes
oníricos y menos realistas. Aprovechando al máximo la versátil
escenografía de Carlos Trejo y el barroco diseño de iluminación
de Juliana Faesler, Rodríguez ofrece un espectáculo mayormente
fluido, con la excepción de algunas escenas que se alargan innecesariamente,
afectadas en parte por deficiencias en la labor de actores secundarios
(sobre todo en el caso de las sirvientas-brujas, licencia ésta que
se constituye en estorbo por su nula aportación dramática)
a veces incapaces para contrastar, sin caer en la ilustración obvia,
a sus múltiples personajes.
Muy al contrario de lo que sucede con los
dos protagónicos. Ayudados por una directora que, para reforzar
su macabra complicidad, llega a prescindir del diálogo en beneficio
de silencios mucho más significativos, el Macbeth del siempre sobresaliente
Arturo Ríos y la Lady Macbeth de Clarisa Malheiros (ésta
en menor medida) son un par de creaciones orgánicas de indiscutible
solidez. Precisos ambos en el manejo de pausas, dueños absolutos
del espacio escénico y con pasajes, los monólogos, de muy
pulcra resolución, Ríos y Malheiros cumplen con creces las
expectativas naturales previamente cifradas en dos actores en plena madurez.
A esta tarea habría que sumar el desempeño de Diego Jáuregui
como Banquo, Ricardo Campos como Duncan y Silvia Carusillo en sus tres
interpretaciones, que ayudan a transmitir más efectivamente el discurso
de una creadora escénica que al compromiso suma calidad. Algo que,
a diferencia de los mecanismos y corruptelas que se denuncian en el montaje,
no suele verse muy a menudo por estas, Mancebo dixit, muy calánimes
tierras nuestras.
MARCELA
SÁNCHEZ MOTA
LA
MIRADA DEL SORDO
La mirada del sordo, el
trabajo escénico más reciente de Alicia Sánchez y
Compañía, ha sido conformado bajo un nuevo concepto de teatro
en movimiento que definen como "el cuerpo en acción". Se trata de
un cuerpo comprometido con sus capacidades, con su presencia escénica,
pero también con la actividad del pensamiento. Su quehacer es colectivo
y en él confluyen la palabra, la imagen y el movimiento para privilegiar
el acontecer y el suceso. El trabajo está basado en la novela El
país de las últimas cosas de Paul Auster, novelista neoyorquino
que se ha convertido en uno de los escritores más emblemáticos
del mundo norteamericano. Entre las obsesiones de Auster está la
ciudad de Nueva York como símbolo máximo de la civilización.
En sus relatos, los personajes vagan por las calles a la manera del flâneur
en los textos Baudelaire. En esta novela, Auster se transforma en un visionario
que anticipa el futuro de las urbes modernas. Impresionado por escritores
como Melville, Hawthorne, Poe, Whitman, Shakespeare y Montaigne, Paul Auster
tiene en mente la idea de Estados Unidos como un país inventado,
lleno de paradojas. El país de las últimas cosas plantea
una visión poco alentadora; el tema central es la miseria y el hambre
del ser humano colocado ante la disyuntiva de sobrevivir y así guardar
una leve esperanza, o convertirse en el depredador de su propia especie.
La
mirada del sordo nos ubica en un territorio donde prevalecen el desamparo
y la violencia junto a los restos de una sociedad que se ha destruido a
sí misma. La escenografía de Jorge Ballina consta de cuatro
bloques gigantes que parecen hechos de hierro y cemento; representan la
ciudad-muro que se desplaza con vida propia por el espacio acotando, encerrando
o desplazando a sus únicos habitantes. Anna Blume, hasta ahora la
única protagonista femenina en la obra de Auster, se multiplica
en La mirada del sordo para narrarnos verbal y corporalmente su
lucha por la supervivencia. La vida de Anna se transforma cuando decide
partir en busca de su hermano desaparecido. En el transcurso, Anna se encuentra
con un mundo dictatorial y frenético; en él conviven distintas
sectas cuya única finalidad es alcanzar la muerte. Entre ellos están
los corredores que se han propuesto correr hasta morir extenuados; los
saltadores que se arrojan desde los lugares más altos; los administradores
de las costosas Clínicas de Eutanasia que ofrecen distintos procedimientos
para morir, y los miembros de los "clubes de asesinatos" para personas
que quieren morir por una módica suma de dinero. En La mirada
del sordo hay una lucha constante entre los miembros de estas sectas,
y en esa lucha descubrimos una marcha vertiginosa hacia la destrucción.
Al mismo tiempo, somos testigos de la errancia de Anna Blume, convertida
en trapera de objetos desechados que ella convierte en mercancía:
es el vendedor de basura que imaginó Baudelaire. La urbe devastada
aparece como un no lugar asombroso, un mundo difícil de aprehender
y de recordar. La ciudad imaginaria se convierte en otro personaje que
arremete o que encierra. En la novela, Anna encarna el continuo movimiento
de la memoria ante una realidad que no le gusta pero que sabe que no debe
olvidar si desea seguir viviendo.
En La mirada del sordo la dramaturgización
(término usado en las artes escénicas para designar la tarea
de adaptar un texto al espacio escénico), a cargo de Edgar Chía,
contiene distintas propuestas para los personajes. La elección de
cada una de ellas depende de las circunstancias del espacio escénico
y de las condiciones de disponibilidad de los intérpretes. El sentido
de esta propuesta es que la pieza contenga el carácter azaroso presente
en la obra de Auster y que constituye una de sus fascinaciones. Sin embargo,
el azar no aparece aquí como un destino ineludible sino como una
contingencia, una casualidad. Lo imprevisible de los accidentes es parte
de la vida, es lo normal. Sin embargo, subrayar o buscar el elemento azaroso
es poner énfasis en la fragilidad de la vida humana ante las contingencias.
Los creadores de La mirada del sordo decidieron someter a sus personajes
a las contingencias del movimiento y, así, imprimir a la representación
el sentido azaroso. Alicia Sánchez llevó este recurso a sus
últimas consecuencias en el momento en que ella misma se encontró
ante el azar: una intervención quirúrgica de emergencia en
la retina ocasionó que el personaje de Anna Blume tuviera que ser
interpretado por otra actriz-bailarina. Los creadores asumieron el reto
y la obra siguió su curso. Sin duda se convirtió en algo
distinto al momento de su estreno. El suceso de la pieza en el escenario
tuvo un sesgo diferente. La música a cargo del dj Chrysler
captura y narra, a través del sonido el acontecer de los cuerpos
en la escena. En La mirada del sordo nos encontramos con la recreación
de la ciudad apocalíptica que ha dejado de ser parte de la memoria
colectiva; una ciudad donde ya no se pueden leer las huellas del pasado.
Anna Blume lo sabe, por eso afirma: "El final es sólo imaginario,
un destino que te inventas para seguir andando." |