Jornada Semanal, domingo 7  de julio de 2002                                núm. 383

NMORALES MUÑOZ

MACBETH

Veinte años después de un primer acercamiento guiado por "la inconciencia y el placer", Jesusa Rodríguez revisita el texto de Shakespeare en una lectura que propone una analogía entre la turbia monarquía escocesa retratada en la tragedia del bardo y la oligarquía tecnócrata nacional que de un tiempo a la fecha no ha cejado en ofrecernos, con sorprendente espíritu de competencia interna, mil y un muestras de inoperancia e insensibilidad. Lejos de ahondar en dicha inutilidad burocrática, esta versión debida a la propia Jesusa y a Luz Aurora Pimentel señala con dedo llameante la corrupción, más moral que material, tan cara a la minoría neoliberal en el poder. Siempre coherente en su compromiso con las voces femeninas, la creadora formada en sus inicios bajo la tutela de Julio Castillo analiza el papel de las consortes de nuestra pléyade de prohombres nacionales. Lady Macbeth, en cuya figura convergen la ambición y la atrocidad, la hipocresía y el doble discurso, es el pivote ideal que permite a las traductoras y adaptadoras tanto una crítica sórdida hacia aquellas féminas muy distantes ya del estereotipo de abnegación inocua, como un estable punto de cohesión en el ámbito narrativo.

Respetada la esencia de la tragedia shakespeareana a niveles estructurales y temáticos, en la figura de Lady Macbeth se apuntala, si esto cabe, su innegable preponderancia como precursora y motor de la conciencia del malogrado noble escocés. Y es en parte por ello que la adaptación termina funcionando en términos generales: la conservación de todas maneras del conflicto central, el del conspirador y sus fantasmas internos, resulta de suyo tan poderoso que no obstaculiza este ángulo femenino ni su traslación al contexto moderno. Este equilibrio entre los dos planos principales del discurso habilita recursos que, en su gran mayoría y al contrario de lo sucedido en escenificaciones menos logradas (la reciente versión a La gaviota de Chéjov a cargo de Iona Weissberg, por ejemplo), no se sienten fuera de orden: pantallas de televisión, elementos de utilería y vestuario perfectamente contemporáneos, etcétera. La cohesión incluso permite, y aun cuando se aprecie en ellas cierta tendencia a la formación de imágenes plásticas de un lirismo forzado, alusiones místicas decididamente vernáculas, como los pasajes de hechicería mestiza y los ritos prehispánicos.

La puesta de Jesusa, que demuestra de nuevo su oficio como directora escénica fuera del cabaret, intenta conciliar los distintos planos de realidad en los que pretende moverse su discurso, valiéndose de una segmentación en ámbitos del escenario. La alcoba al centro, y más específicamente la cama (con los varios usos dados por los intérpretes) en la que transcurre buena parte de las escenas entre la pareja por siempre insomne deviene en metáfora de su propia disfuncionalidad, al tiempo que la directora relega a planos visuales más distantes los pasajes oníricos y menos realistas. Aprovechando al máximo la versátil escenografía de Carlos Trejo y el barroco diseño de iluminación de Juliana Faesler, Rodríguez ofrece un espectáculo mayormente fluido, con la excepción de algunas escenas que se alargan innecesariamente, afectadas en parte por deficiencias en la labor de actores secundarios (sobre todo en el caso de las sirvientas-brujas, licencia ésta que se constituye en estorbo por su nula aportación dramática) a veces incapaces para contrastar, sin caer en la ilustración obvia, a sus múltiples personajes. 

Muy al contrario de lo que sucede con los dos protagónicos. Ayudados por una directora que, para reforzar su macabra complicidad, llega a prescindir del diálogo en beneficio de silencios mucho más significativos, el Macbeth del siempre sobresaliente Arturo Ríos y la Lady Macbeth de Clarisa Malheiros (ésta en menor medida) son un par de creaciones orgánicas de indiscutible solidez. Precisos ambos en el manejo de pausas, dueños absolutos del espacio escénico y con pasajes, los monólogos, de muy pulcra resolución, Ríos y Malheiros cumplen con creces las expectativas naturales previamente cifradas en dos actores en plena madurez. A esta tarea habría que sumar el desempeño de Diego Jáuregui como Banquo, Ricardo Campos como Duncan y Silvia Carusillo en sus tres interpretaciones, que ayudan a transmitir más efectivamente el discurso de una creadora escénica que al compromiso suma calidad. Algo que, a diferencia de los mecanismos y corruptelas que se denuncian en el montaje, no suele verse muy a menudo por estas, Mancebo dixit, muy calánimes tierras nuestras.



MARCELA SÁNCHEZ  MOTA

LA MIRADA DEL SORDO

La mirada del sordo, el trabajo escénico más reciente de Alicia Sánchez y Compañía, ha sido conformado bajo un nuevo concepto de teatro en movimiento que definen como "el cuerpo en acción". Se trata de un cuerpo comprometido con sus capacidades, con su presencia escénica, pero también con la actividad del pensamiento. Su quehacer es colectivo y en él confluyen la palabra, la imagen y el movimiento para privilegiar el acontecer y el suceso. El trabajo está basado en la novela El país de las últimas cosas de Paul Auster, novelista neoyorquino que se ha convertido en uno de los escritores más emblemáticos del mundo norteamericano. Entre las obsesiones de Auster está la ciudad de Nueva York como símbolo máximo de la civilización. En sus relatos, los personajes vagan por las calles a la manera del flâneur en los textos Baudelaire. En esta novela, Auster se transforma en un visionario que anticipa el futuro de las urbes modernas. Impresionado por escritores como Melville, Hawthorne, Poe, Whitman, Shakespeare y Montaigne, Paul Auster tiene en mente la idea de Estados Unidos como un país inventado, lleno de paradojas. El país de las últimas cosas plantea una visión poco alentadora; el tema central es la miseria y el hambre del ser humano colocado ante la disyuntiva de sobrevivir y así guardar una leve esperanza, o convertirse en el depredador de su propia especie.

La mirada del sordo nos ubica en un territorio donde prevalecen el desamparo y la violencia junto a los restos de una sociedad que se ha destruido a sí misma. La escenografía de Jorge Ballina consta de cuatro bloques gigantes que parecen hechos de hierro y cemento; representan la ciudad-muro que se desplaza con vida propia por el espacio acotando, encerrando o desplazando a sus únicos habitantes. Anna Blume, hasta ahora la única protagonista femenina en la obra de Auster, se multiplica en La mirada del sordo para narrarnos verbal y corporalmente su lucha por la supervivencia. La vida de Anna se transforma cuando decide partir en busca de su hermano desaparecido. En el transcurso, Anna se encuentra con un mundo dictatorial y frenético; en él conviven distintas sectas cuya única finalidad es alcanzar la muerte. Entre ellos están los corredores que se han propuesto correr hasta morir extenuados; los saltadores que se arrojan desde los lugares más altos; los administradores de las costosas Clínicas de Eutanasia que ofrecen distintos procedimientos para morir, y los miembros de los "clubes de asesinatos" para personas que quieren morir por una módica suma de dinero. En La mirada del sordo hay una lucha constante entre los miembros de estas sectas, y en esa lucha descubrimos una marcha vertiginosa hacia la destrucción. Al mismo tiempo, somos testigos de la errancia de Anna Blume, convertida en trapera de objetos desechados que ella convierte en mercancía: es el vendedor de basura que imaginó Baudelaire. La urbe devastada aparece como un no lugar asombroso, un mundo difícil de aprehender y de recordar. La ciudad imaginaria se convierte en otro personaje que arremete o que encierra. En la novela, Anna encarna el continuo movimiento de la memoria ante una realidad que no le gusta pero que sabe que no debe olvidar si desea seguir viviendo.

En La mirada del sordo la dramaturgización (término usado en las artes escénicas para designar la tarea de adaptar un texto al espacio escénico), a cargo de Edgar Chía, contiene distintas propuestas para los personajes. La elección de cada una de ellas depende de las circunstancias del espacio escénico y de las condiciones de disponibilidad de los intérpretes. El sentido de esta propuesta es que la pieza contenga el carácter azaroso presente en la obra de Auster y que constituye una de sus fascinaciones. Sin embargo, el azar no aparece aquí como un destino ineludible sino como una contingencia, una casualidad. Lo imprevisible de los accidentes es parte de la vida, es lo normal. Sin embargo, subrayar o buscar el elemento azaroso es poner énfasis en la fragilidad de la vida humana ante las contingencias. Los creadores de La mirada del sordo decidieron someter a sus personajes a las contingencias del movimiento y, así, imprimir a la representación el sentido azaroso. Alicia Sánchez llevó este recurso a sus últimas consecuencias en el momento en que ella misma se encontró ante el azar: una intervención quirúrgica de emergencia en la retina ocasionó que el personaje de Anna Blume tuviera que ser interpretado por otra actriz-bailarina. Los creadores asumieron el reto y la obra siguió su curso. Sin duda se convirtió en algo distinto al momento de su estreno. El suceso de la pieza en el escenario tuvo un sesgo diferente. La música a cargo del dj Chrysler captura y narra, a través del sonido el acontecer de los cuerpos en la escena. En La mirada del sordo nos encontramos con la recreación de la ciudad apocalíptica que ha dejado de ser parte de la memoria colectiva; una ciudad donde ya no se pueden leer las huellas del pasado. Anna Blume lo sabe, por eso afirma: "El final es sólo imaginario, un destino que te inventas para seguir andando."