Jornada Semanal,  domingo 7 de julio del 2002                 núm. 383

ENRIQUE LÓPEZ  AGUILAR

ACERCA DE COMPOSITORAS Y DELSEXO ENEL LENGUAJE ARTÍSTICO (I)

Me ha sido dado escuchar comentarios de personas versadas en misoginia, cuyos "silogismos" para demostrar la inferioridad de la mujer consisten en proferir simplezas como la siguiente: "La prueba de que la mujer debe ser como una escopeta (es decir, siempre cargada y escondida detrás de la puerta), consta en la evidencia de que no hay ninguna compositora y, si la hubiera, ninguna tiene la talla de Beethoven, de Bach…" Casi siempre, ante la ignorancia y la estupidez exhibidas mediante la impunidad de tales ocurrencias, es mejor callar, pues no se puede establecer argumentación con quien no posee juicios sino frases hechas y lugares comunes dizque sustentados en el consenso general, la vox populi y un apriorismo que sería fácil demoler mediante su reductio ad absurdum. No siempre otorga quien guarda silencio, sino que percibe la inutilidad de intervenir en polémicas previamente zanjadas con ignorancia y prejuicio, y tal vez recuerde con vaguedad ciertas ideas expuestas por Fromm, como aquélla, psicoanalítica, de que el hombre ha pretendido apoderarse de la creación intelectiva para suplir y competir con la capacidad generadora de la mujer; o, tal vez, se ensimisme en otras cosas relacionadas con la historia de los sexos y decida dejar para mejores interlocutores su reflexión acerca del tema.

En el caso de la mujer dentro de la historia del arte, no resulta difícil percibir el escaso tiempo que el machismo y la misoginia le han otorgado a través del decurso del tiempo para dedicarse a actividades artísticas e intelectuales, y que la conquista de estos espacios ha sido un trabajo de siglos en el que han figurado, por cierto, muchas mujeres cuyos finales no siempre han sido felices, como si hubieran sido Ícaras atreviéndose a volar cerca del sol (ya esta imagen la poetiza la propia sor Juana en ese papelillo llamado "El Sueño").

Para fortuna de muchas de las mujeres dedicadas a la composición, pareciera haber pocas Eloísas, sor Juanas y Virginias, pero la escasez de su obra (o de lo que se conserva de la misma), particularmente de aquellas anteriores a la segunda mitad del siglo XX, se relaciona con algunos de los siguientes hechos: a) como eran mujeres, no importaba conservar su obra, ni información acerca de su vida (es el caso de Isabella Leonarda (1620-1704), monja ursulina de la que casi se ignora todo respecto a su biografía y de quien no se conserva –o aún no se descubre– demasiada música), o el de Bárbara Strozzi (1619-c. 1677), espléndida compositora de rasgos monteverdianos, de quien es dudosa la fecha de su muerte; ¿quién recuerda, salvo Alejo Carpentier en esa deliciosa novela corta, Concierto barroco, a las huérfanas que integraban la orquesta de Antonio Vivaldi en el Ospedale della Pietà, en Venecia?; b) porque, siendo mujeres, debían acatar los prejuicios sociales, como Fanny Mendelssohn-Hensel (1805-1847), quien, como buena judía, a duras penas logró anteponer sus intereses personales a los de su familia o los de su marido, y es segura su autoría en algunas de las obras firmadas por su hermano, Félix; es el caso de Alma Mahler-Werfel (1879-1964), autora de un muy interesante ciclo de lieder, a quien Gustav le ordenó: "en esta casa sólo puede haber un compositor, y ése soy yo" (actitud muy distinta de la de Leonard Wolff respecto a Virginia); c) porque su condición de mujeres las convertía en devotas de sus esposos y de consecuentes obligaciones, como la maternidad: es el caso de Clara Wieck-Schumann (1819-1896), esposa, madre, pianista y compositora durante el tiempo que le quedaba libre después de atender a Robert y la abundante prole que tuvieron; al enviudar, sostuvo con Brahms una sólida amistad no exenta de enamoramiento, y parece que la razón de no haber correspondido a las pretensiones del compositor hamburgués radicó en la fidelidad a la memoria de su esposo.

Las investigaciones de musicólogos contemporáneos han permitido ampliar el catálogo de épocas, regiones y géneros antes marginales respecto a la ordenada enciclopedia musical, casi siempre de origen europeo: desde el virreinato y las colonias hispanoamericanas hasta la música desarrollada por mujeres, ahora se puede contar con la obra (o parte) de la compuesta por Hildegard von Bingen (1098-1179), aristócrata alemana de la transición entre los siglos xi y xii; de la mexicana Ángela Peralta (1845-1883); de la venezolana Teresa Carreño (1853-1917); de las francesas Cecile Chaminade (1857-1944), Germaine Talleferre (n. 1892) y Lili Boulanger (1893-1918); de la estadunidense Amy Beach (1867-1944) y muchas más, cuya mera enumeración convertiría en sólo un catálogo de nombres. Esto, sin mencionar a autoras vivas, cuya obra musical ya se cuenta entre el repertorio contemporáneo audible, como el de la mexicana Ana Lara…

Es cierto que la calidad de las autoras es variable, lo mismo que los géneros abordados por ellas: compositoras como Talleferre (la única mujer integrante del "Grupo de los Seis", alentado por Jean Cocteau) nunca tomaron en serio su producción; algunas compusieron música de salón y canciones, como Ángela Peralta; otras, abordaron más ambiciosamente diversos géneros musicales (Fanny Mendelssonh, Clara Schumann); y en la obra de artistas como Bárbara Strozzi, Isabella Leonarda o la misma Hildegard von Bingen se aprecia la posesión de recursos y técnicas epocales que van más allá de los comentarios de género: se trata de música de calidad en la que cualquier comparación con la obra de autores conocidos de sus respectivas épocas no dejaría de contener sesgos condescendientes. Sin embargo, llama la atención que, en la música compuesta por mujeres (y algo parecido sucede con parte de la literatura), resulta prácticamente imposible reconocer su impronta femenina: ¿tendrá sexo el lenguaje artístico?

(Continuará.)

EL RABINO VIAJERO

En la Edad Media, cuando el mundo era inconmensurablemente más grande, hubo quien, antes de Marco Polo, emprendió viajes casi tan largos como los del veneciano. Estos viajes, huelga decirlo, eran muchísimo más dilatados y peligrosos que cualquiera de las empresas turísticas que se hacen ahora. Lo afirmo rotundamente, aunque sé que hace unos años un grupo de mexicanos sedientos de aventuras se encontraron, un poco sin querer, bajo un bombardeo en los Balcanes. Habían ido en busca de emociones y los precios eran inmejorables, como imagino que han de ser los paquetes al Congo, a Pakistán o a cualquiera de los lugares azotados por la guerra en este milenio odioso. Esos mexicanos me inspiran una mezcla de impaciencia y ternura: me los imagino sentados en la mesa del hotel, con latitas de chiles en una mano, tapándose la oreja con la otra y pensando "¿ahora qué?" o diciendo "Te dije que mejor nos fuéramos a Acapulco, pero no, tú necia con Europa…"

A diferencia de los mexicanos aventureros, el rabino Benjamín de Tudela, español de Zaragoza, salió de su ciudad natal en 1160 a sabiendas de que iba a ser un viaje prolongado y difícil. Llegó hasta las fronteras de China y se tardó trece años en regresar. De Tudela, un hombre de extraordinario talento para describir paisajes y costumbres, se entrevistó con todos los líderes de las comunidades judías asentadas en los países que conformaron su recorrido. Al leerlo me enteré con asombro (y cada vez más convencida de que la mala fama de la Edad Media se la merece mucho más el Renacimiento), de que en Roma vivían entonces doscientos judíos que eran "muy respetados y que no daban tributo a nadie. Algunos de ellos son magistrados y están a las órdenes del Papa Alejandro [III], el jefe eclesiástico y cabeza de la Iglesia cristiana". De hecho, según el rabino, el mayordomo del palacio papal y administrador de los bienes personales del Papa era Jechiel, hijo de Natán.

El rabino Benjamín avanza hacia Tierra Santa y en la isla de Corfú encuentra un solo judío, de oficio teñidor. ¡Uno! La noticia inspira melancolía y el deseo de que este teñidor solitario se haya llevado bien con los vecinos. En otras ocasiones y ciudades encuentra judíos solitarios. Todos eran teñidores.

En Salónica encuentra muy oprimida a la comunidad hebrea. Al llegar a Constantinopla, el rabino no puede creer lo que ve: mercaderes de Asia y Europa; los esplendores de Santa Sofía, donde oficia un Papa "que no se lleva bien con el Papa de Roma"; en el Hipódromo hay peleas de gallos, leones, leopardos, osos. El palacio de Blaquernae lo deslumbra por sus riquezas. En su crónica el rabino se permite una de esas deliciosas exageraciones medievales que esmaltan toda relación que se respete: según él, los diamantes de la corona del Basileo Manuel Commeno tienen un lustre tal que, "aun sin la ayuda de cualquiera otra luz, iluminan la estancia en la que están guardados". Vio que los judíos bizantinos eran discriminados y no podían montar a caballo, excepto Salomón Hamistri, médico del Basileo.

Al llegar al Monte Líbano, el rabino nos cuenta su versión de la historia del Viejo de la Montaña que él llama Sheik-al-Hashishin. Ya cerca de Jerusalén, "comprueba" la verdad de las Escrituras a cada paso que da. Nablus, Acre, Sidón, Haifa, el Muro de los Lamentos, todo es juzgado, medido, tocado, por el viajero.

El conocer los lugares de los que tanto había leído en los textos sagrados, no satisfizo su curiosidad. Siguió hasta Damasco, ciudad que lo emocionó por sus vergeles y la mezquita, guardada por la "costilla de un gigante". En Haran visita la sinagoga construida por Ezra, en el lugar donde estuvo la casa de Abraham. Allí, tanto judíos como musulmanes se reunían para orar. En Bagdad conoce el palacio del Califa Emir-al-Mumein al Abasí, conocedor de la ley Mosaica, quien hablaba un hebreo sin pifias. Todos los peregrinos que iban a la Meca pedían su bendición. Este califa construyó un asilo para lunáticos, quienes parece, se alborotaban mucho en los meses de calor. Los trataban muy bien, aunque si se ponían violentos los encadenaban. Eso sí, cuando recuperaban la razón, los despachaban a sus casas. En Sri Lanka de hoy, Khandy de entonces, Benjamín de Tudela, incrédulo, asiste a un sepelio en el que los parientes del difunto se arrojan por su propia voluntad a la pira funeraria. Le pareció horrible.

La cercanía de China no lo entusiasma, pues no estaba seguro de que hubiera siquiera un teñidor judío por ahí. En cambio, recorre Egipto concienzudamente.

Aquí solo cabe una brevísima noticia del viaje de Benjamín de Tudela. Baste decir que hasta para un ser poco portátil como yo, el leerlo provoca una sensación de hastío frente a lo que me rodea. Quisiera irme a buscar mexicanos solitarios, como los teñidores aquellos, hasta China. Pero no creo que fueran teñidores. Tendría que buscar restaurantes que se llamaran "Cielito Lindo".