Jornada Semanal, domingo 7 de julio del 2002                       núm. 383

UN LIBRO DE JULIO CÉSAR SCHARA Y EL VIEJO ARTE CINÉTICO

Este es un libro erudito y ameno a la vez. Su autor, crítico de arte, poeta y ensayista, conoce su oficio y goza con las palabras y sus combinaciones. Es persona llena de méritos y preseas, pero eso es secundario. Perteneció al Servicio Exterior mexicano (nadie es perfecto) y ha corrido los mundos, muy especialmente el pequeño y complejo centroamericano. Lo importante es que sabe mucho y, por voluntad y buen gusto, se ha escapado de la pedantería y de la erudición exhibicionista. Nos cuenta lo que ha aprendido a lo largo de su vida, formula comedidamente sus teorías, piensa en voz alta, dialoga con los lectores, es prudente para señalar lo que no le parece bien y manifiesta sus admiraciones con entusiasmo. Se trata, pues, de un crítico de arte de excepción y de una persona que sabe admirarse y gozar de los aciertos y logros de los que navegan por ese mar lleno de asechanzas, de peligros y de gozos que es la vida artística.

América Latina y París se unen en el nacimiento y cuidan los primeros pasos del arte cinético que anda ya cincuenteando impunemente. En el libro de Julio César aparece una fotografía tomada en el taller del Grav en París, el lejano año de 1963. Ahí están algunos de los integrantes del movimiento nouvelle tendence: Ángel Duarte, Carlos Cruz Diez, Luis Tomassello, Julio Le Parc, Marta Boto, Jesús Rafael Soto y Francisco Sobrino, entre otros. Julio César, basado en los muchos años de trabajo, de lucha, de elaboraciones teóricas y de constantes búsquedas, que hay detrás de esa fotografía, ubica el movimiento cinético en su contexto histórico y lo califica de gran logro de un grupo notable de latinoamericanos en el corazón mismo del cerrado eurocentrismo. De esa manera, la vanguardia latinoamericana se insertó en las vanguardias europeas y, con suavidad subcontinental, impuso sus formas y sus ideas del color y, al mismo tiempo, expuso sus teorías y se negó a aceptar el dictum europeo para Latinoamérica que, como decía Borges, nos obligaba a practicar un folclorismo cada vez más comercializado o ideologizado y que hacía de cada campesino un modelo investido de un glamour que mucho agradecían, con lágrimas sinceras o pujidos de radical chic, las malas conciencias de los europeos.

Recuerda Julio César a Mathias Goeritz y su geometrismo minimalista, a la impronta colorista de Tamayo, a los oaxaqueños Morales y Nieto y al dueño de su propia galaxia, Pancho Toledo. Se detiene en las vanguardias rusas, desmanteladas y siberizadas por el padrecito del realismo socialista, y nos habla de Tatlin y de los hermanos Gabo, de Goncharova y Larionov, Kandinsky y Malevich y su cuadro blanco sobre blanco. Nos hace pensar en la diferencia y la desconstrucción y evoca el Desnudo bajando una escalera de Marcel Duchamp. Los dadaístas y los futuristas, Duchamp, Man Ray, y Nagy abren las puertas del mundo cinético que avanzó de la mano de Calder, Takis , los maestros del “op art”, el Grupo Zero, el Nul, Luther, la Bauhaus, Mondrian, Alberns y Vasarely. Aquí aparecen los latinoamericanos, Le Parc, Soto, Cruz Diez, Boto, Yvoral y Molinari que en los años setenta jugaron un papel preponderante en el cinetismo. Sus principios abominaban del comercialismo y del mundo cerrado de las galerías, buscaban la calle y los ojos limpios de los paseantes y espectadores. Trataban, en fin, como afirma Schara de “desmitificar la obra como objeto único de valor monetario extraordinario”. Esas eran las nuevas tendencias, el arte efímero y el arte acontecimiento o performance como se dice en mixteco-zapoteco.

“En una sociedad del instante, del acontecimiento, de la mutación de lo efímero, una obra de arte, para ser contemporánea, antes de tomar en cuenta cualquier consideración de estética tradicional, debe contemplar la creación de un acontecimiento donde el diálogo espacio-tiempo real esté presente”, dice Carlos Cruz Diez en su Reflexión sobre el color. Partía de estas ideas para formular su teoría del arte y para aventurar algunas propuestas sobre la función de la creación artística en la contrastada y conflictiva realidad latinoamericana. El lenguaje de Cruz Diez se fue construyendo minuto a minuto, ayudado por los nuevos procesos de multiplicación de la imagen y por las tecnologías modernas.

El tema central de este libro lleno de admiración por la obra del gran venezolano, Cruz Diez, es el del binomio forma-color. Para llegar a la propuesta de un “color autónomo”, libre de anécdotas y de simbología y concebido como un hecho evolutivo que nos implica y es, por lo tanto, una situación “efímera y autónoma”, fue necesario remontarse a las definiciones de Aristóteles, Goethe, Newton, Alberns, Kant y Descartes, así como a las teorías que dieron fundamento a obras como la de Ingres. De todas estas reflexiones brotó la idea de las fisicronías, estructuras que se modifican “según el desplazamiento de la luz ambiente o del espectador”. De estas experiencias, realizadas en Caracas el año de 1959, se desprendieron las definiciones de color aditivo, reflejo y sustractivo. La aventura continúa en París, en 1963, 1964 y 1965, años en los cuales el maestro venezolano dio forma a sus teorías de la inducción cromática, las cromo-interferencias, las transcromías y la cromosaturación.

El trabajo de Julio César Schara incluye una “biografía inconclusa” de Cruz Diez, en la que se destaca su temprano acercamiento al mundo de la imagen y su multiplicación, particularmente al cine, la fotografía, la imprenta y, de manera muy especial, a las tiras cómicas.

Cierran el libro las glosas y los comentarios sobre los escritos teóricos de Cruz Diez, entre los cuales destaca su libro, Reflexiones sobre el color. En este campo, el maestro venezolano nos entrega una de las mejores definiciones del arte cinético: “Una obra cinética no refiere o imita la realidad, pues se convierte en realidad ella misma. Para que la obra cinética exista, el espectador debe ser activo, debe caminarla o manipularla. En la pasividad, la obra muere o deja de cumplirse.” Por otra parte, lamenta la imprecisión de las definiciones de las escuelas y movimientos artísticos hechas por los historiadores del arte encerrados en el estereotipo. Así, el impresionismo, el fauvismo y el “op art” sufrieron los embates, elogiosos o reprobatorios, de esos maestros del lugar común. Cruz Diez y su biógrafo e inteligente crítico, Julio César Schara, enfrentan esas ineptitudes y nos proponen una relectura de las teorías cinéticas. Cruz Diez nos dice: “La importancia del arte cinético reside en el profundo análisis de la historia del arte que hemos logrado realizar, hasta encontrar una expresión que nos identifique con nuestro tiempo: como artistas de este siglo XX, coherentes como fueron los artistas del pasado con su época.” Desde estos primeros años del desasosegado siglo XXI, observamos los pasos, luchas y logros de los cinéticos del siglo XX. Julio César Schara, nos dice, y con razón, que fueron coherentes con su momento histórico y ahora lo representan con su actitud de búsqueda, sus excesos y su amor por la forma y el color que, al borrarse, permanecen en el alma de la historia.
 

Hugo Gutiérrez Vega
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