La Jornada Semanal,   domingo 30 de junio del 2002                 núm. 382
 Augusto Isla

Los empresarios al poder

El magnate tailandés Shinawatra, el capo televisivo Berlusconi, el racista prepotente Aznar, el avance de la derecha, la internacional neoliberal con sus bancos, agencias y conciliábulos, la creciente arrogancia del imperio del Sr. Bush y el empresariado multinacional y mexicano, sus gerentes y capataces... son los temas principales de este ensayo en el que resalta una frase del subcomandante Marcos: “Los nuevos amos del mundo no necesitan gobernar en forma directa. Los gobiernos nacionales están encargados de administrar los asuntos en su nombre.” Esperemos que Isla acierte cuando dice que “la mundialización del oprobio puede traer consigo la de su rechazo”.

En la mentalidad colectiva, el año 2000 ofreció la ocasión de una mudanza histórica para México. El relevo del grupo político gobernante significaba algo así como vencer una fatalidad. Y sucedió. Fue una gesta que festinaron millones de mexicanos de diferentes generaciones. Los mayores, que creyeron morir bajo el mismo régimen político que los vio nacer, amanecieron el 3 de julio con la sensación de que algo grande había sido posible; los menores comprobaron el peso de su voluntad en las urnas. En las plazas públicas, en los hogares, irrumpieron el placer de la destrucción, el goce de ver marchitos los rostros predestinados a la victoria. El futuro era incierto, pero no importaba. La mayoría se entregó a la euforia instantánea e irremplazable.

Vicente Fox se ostentó como el símbolo de un cambio que la gente anhelaba. Todo fue favorable a su efímero liderazgo: su locuacidad inusitada, su actitud desafiante y segura, su imagen de macho que a puntapiés e injurias podía salvar a la patria. Su voz tradujo el clamor de un México nuevo en medio de una crisis de legitimidad carcomida por la ineficacia, la corrupción y el escándalo. Otros candidatos ofrecieron también el cambio, pero sólo él perfilaba esa imagen de una energía que contagia y libera fuerzas adormecidas. En nadie vieron las mayorías la posibilidad de alzarse sobre el conformismo y el letargo sino en él; era el hombre esperado. Los millones que votaron por Fox celebraron su osadía y su poder impugnador, victoriosos en una competencia electoral devaluada por la falta de convicciones políticas del ciudadano común, por el influjo mediático, por la verdad sospechosa que destilan las nuevas tecnologías de la manipulación social. "Se trata –dice Georges Balandier– de la coalición entre sondeadores, politólogos, asesores en comunicación y marketing, periodistas y demás, que hacen uso del conjunto de sus tecnologías para dar vida a una opinión pública que ellos mismos inventan."

Para la mayoría de los votantes, la decisión del 2 de julio de 2000 no tenía como referentes la izquierda o la derecha, ni los partidos con su vieja maquinaria, sino la opción de una continuidad desesperanzada o un cambio que, como fuera, abriría otras expectativas, aunque el voto útil sólo devino en un espejismo patético, pues suele acaecer que cuando los pueblos creen haberse librado de sus verdugos, se arrojan en brazos de otros peores. De hecho, todos los partidos perdieron: el pri, por su fatiga histórica; el prd, por su insistencia en promover una candidatura derrotada de antemano; y el pan, por la complacencia con la ambición de un heterodoxo que, lejos de hablar el lenguaje de la doctrina democristiana, aderezaba su discurso con vulgarismos y lugares comunes propios de la idiosincrasia empresarial, tales como el éxito.

Aliado con los empresarios, dejándose guiar por ellos, el panismo abrió el camino de la traición a los sueños que, al parecer, sólo florecían en el jardín de la impotencia. Los perdedores podían rumiar la cura de los males sociales a la sombra de un andamiaje humanista y edificante que aspiraba a la erradicación de la mentira, la indignidad y el interés mezquino. Pero Fox se libra de esa retórica filosófico-moral que estorba a su pragmatismo y simplemente pregona que el reino de las oportunidades para todos los mexicanos está a la vuelta de la esquina. A fin de cuentas, no gobierna el pan, sino Fox y sus amigos: empresarios improvisados como altos funcionarios, intelectuales segundones, hombres y mujeres exitosos atrapados por cazadores de talentos... y una vieja burocracia cuyas artimañas pueden burlar la más estricta ley de transparencia. Así, la organización que amparó su candidatura se ha convertido, siguiendo las huellas de sus enemigos, en cómplice legislativo de la necedad.

Dewey pensaba que una democracia es limitada si no hay control de las instituciones bancarias y de los centros de trabajo. ¿Qué se puede esperar de la nuestra que ha sido tardía, costosa y favorecedora del asalto de los empresarios al poder político? Y sin embargo, hay que decirlo, la mentalidad empresarial ya estaba allí, en el gobierno y en la administración pública; en sus proclividades e, incluso, en su léxico. Los considerandos y el contenido de iniciativa de la reforma energética propuesta por Zedillo no difiere gran cosa de la de Fox; la jerga de la productividad, la competitividad, la mejora continua, los cálculos de costo-beneficio habían contaminado ya el aparato público. La doctrina del Estado gerencial es anterior a la presencia de empresarios y gerentes en la conducción de la vida pública.

La presencia de los gerentes y empresarios en el gobierno es una contingencia peligrosa para ellos mismos, a pesar del descaro de las definiciones –"un gobierno de empresarios y para empresarios". La inexperiencia, el tratamiento de los asuntos públicos como si fueran domésticos, la penelopización de los acuerdos que se tejen y destejen con exasperante imprudencia de nada les sirve a los supuestos beneficiarios. Agricultores, comerciantes e industriales mexicanos se sienten amenazados por la avalancha de empresas transnacionales, consentidas por un gobierno al parecer dispuesto a sacrificar a los suyos.

Los gobiernos actuales, en Occidente al menos, tienen poco margen de acción: las naciones cantan la misma melodía escrita por el invicto capital internacional. Así, los intereses que predominan en el mundo global celebran la nueva pluralidad codificada de los mexicanos. Clinton y Aznar nos felicitaron. Finalmente, comenzamos a parecernos a ellos. De este modo nos quieren: democráticos, sumisos, sin extremismos que amenacen el destartalado orden mundial. Desde la perspectiva unilateral de la globalización, la democracia es una estrategia domesticadora; su perfección es su banalidad, el estrechamiento calculado de las opciones de vida.

Francesco Guicciardini, contemporáneo de Maquiavelo, aconseja: "No te molestes en procurar cambios en la política que sólo hacen cambiar un rostro por otro, pero sin mudanza alguna en el estado de cosas que te disgusta, pues el resultado es seguir con el mismo descontento." Novedad de caras, continuidad de políticas y acciones. La creatividad presidencial se agota en sus ocurrencias que desolemnizan el discurso y las prácticas oficiales, en programas que adoptan los giros populacheros de su habla; en el anuncio grandilocuente de reformas que o bien lastiman más aún la economía popular o bien socavan la soberanía nacional; en el dispendio de una propaganda inútil de su imagen. El cambio, que Fox opuso a siete décadas de inmovilidad, sólo ha significado la capitulación ante el imperio vecino y las leyes del mercado. El Estado mexicano se encamina hacia un debilitamiento progresivo y, con ello, el de sus políticas más necesarias: educación, salud, seguridad social, asistencia. ¿Qué gobernarán los empresarios al paso de los días? Un cuerpo social en los huesos. En mitad de esa tierra de nadie que es el capitalismo de hoy, los Estados fuertes se protegen, los débiles como el nuestro renuncian a ser rectores de la vida económica y social. "La libertad de unos es el destino cruel de los otros", dice Sygmunt Bauman.

El gobierno de los empresarios carece de una visión de Estado; desconoce los tejemanejes de una política republicana. Por eso, ese discurrir monotemático –la reforma del sector energético–, esa infame postergación de asuntos tan dolorosos como Chiapas; por eso, también la queja pueril cada vez que el Congreso objeta una propuesta. Para desgracia de la bandería política que lo resguarda, el ejercicio del mando para procurar el bien común se degrada a operaciones de tendero. El subcomandante Marcos tiene razón : "Los nuevos amos del mundo no necesitan gobernar en forma directa. Los gobiernos nacionales están encargados de administrar los asuntos en su nombre."

El asalto de los empresarios al poder político, por obra y gracia de una verdad cuantitativa, ha sido infructuoso para México, y quizá lo sea, a la postre, para los mismísimos intereses de los decadentes señores del mundo. Todo dogma encierra sus trampas, y la globalización está lejos de ser el fin de la historia. Alain Finkielkraut nos recuerda que Goethe, de cara a la economía planetaria que avizoraba su tiempo, creía firmemente en el porvenir de una literatura mundial. Pero el siglo xx daría testimonio del renacimiento de las naciones y sus literaturas. Nada está, pues, dicho. La mundialización del oprobio puede traer consigo la de su rechazo.