Jornada Semanal,  domingo 30 de junio de 2002                     núm. 382 

ANA GARCÍA BERGUA

LA VIDA ES LENTA

La verdad es que yo podría ir al cine sólo a ver películas de los hermanos Coen y sería totalmente feliz. Entiendo a los Coen y siento que me entienden: muchas veces me siento como el personaje de Barton Fink que trata de escribir un guión en una habitación de hotel de Los Angeles y alucina que se le derriten las paredes (también entenderé que ese rasgo tan rarito de personalidad pueda preocupar a familiares y amigos). Su manera de ver el mundo se podría resumir, quizá, en la idea de que la condición humana es básicamente banal y que las tragedias más truculentas se suelen desatar por pasiones de baja monta o por ilusiones absurdas. ¿Se acuerdan en Fargo de cuán magistralmente poca cosa era aquel vendedor de coches que mandaba secuestrar a su esposa, y el lío que pasa el personaje pacheco que interpreta Jeff Bridges en El gran Lebowski para recuperar una alfombra orinada? A lo mejor la última película que han pasado de ellos, El hombre que nunca estuvo, ya no esté en cartelera cuando salga este artículo, básicamente porque la ley del mercado suele ser tan antojadiza y por lo tanto injusta como en las películas de los Coen, pero no importa: si pueden, réntenla. A mí una de las cosas que más me gustaron es que es muy lenta y el protagonista –un peluquero de pueblo gringo– no habla porque tarda mucho en ver y en pensar, o más bien en preguntarse cosas.

Escena de El hombre que nunca estuvoDe hecho fue curioso que su insegura servidora llevaba ya varios meses luchando con una novela larga y pensando en que la eficacia narrativa, el exceso de síntesis, el contar historias con dos frases o dos escenas, ya fuera en una película o en una novela, si bien puede ser un recurso admirable, también se ha vuelto una especie de competencia deportiva algo mareante: se ha olvidado que la síntesis y la rapidez en una narración cualquiera deberían estar en función de la obra que se está realizando y no tienen por qué ser buenas en sí mismas. En el Tristam Shandy de Lawrence Sterne, por ejemplo, el protagonista y narrador nace alrededor de la página doscientos, y a ver quién me dice que dicho detalle demerita la obra. Bueno, esa es mi opinión: que la lentitud, la demora en el detalle, la descripción, es también un recurso a usar y una parte de la vida; en todo caso, internet no es justificación para que la rapidez se haya convertido en un valor estético. Para seguir con el ejemplo de la película de los hermanos Coen, el peluquero no necesita hacer grandes cosas para desencadenar toda una serie de fatalidades: le escribe una carta de chantaje al amante de su esposa con la banal finalidad de poner una tintorería y con eso se arman dos horas de desgracias, una tras otra, que el peluquero contempla con rara parsimonia, como si él no estuviera en realidad adentro de su vida. Y de hecho, las desgracias en las que interviene lo hace empujado por las circunstancias o por su propia mezquindad. Pero mencioné también que el personaje no habla, o habla muy poco: da pie, con su actitud, a que los otros le digan cosas, a ver si así entiende algo. Hay algo muy real en esa falta de locuacidad, en no saber qué decir cuando los pensamientos se agolpan en tantas direcciones como le pasa a este hombre o a cualquier otro. No sé por qué me resulta tan revolucionaria esta película, tan a contracorriente de la cultura de la rapidez y del guión prefabricado, de nuestras vidas que son parte ya de una gran representación televisiva que escribe un guionista muy malo. En realidad somos como este peluquero y estamos un poco condenados a contemplar sin estar aquí, como este hombre.

El aspecto visual de la película es parte de esa contemplación, de esa detención en los objetos: he leído en las críticas profesionales que es un homenaje al cine negro de los años cuarenta y, en efecto, es como una reconstrucción de las películas en blanco y negro de aquellos años, incluso en los tipos físicos de los personajes y la manera de actuar. Pero a mí también me hizo pensar mucho en los carteles de Norman Foster, en la vida cotidiana norteamericana de aquella época, recuperada en detalles de ambientación tan perfectamente imperfectos como que en un oscuro bar al peluquero le sirvan una taza de café sobre una servilleta, sin platito ni cuchara, para que el forense le diga que su esposa estaba encinta cuando se mató. El peluquero le contesta al forense que él y su esposa no habían tenido relaciones sexuales en años, y el médico se incomoda y se va. Llegó a desencadenar algo con su pequeña revelación, y no sabe qué hacer con el humano que tiene enfrente; la vida es dramáticamente imperfecta, como la taza sin el plato. La sola recreación de época, en esta película, es una meditación sobre el cine, la historia, la vida y la narrativa, que en su riquísimo y lento despliegue visual ofrece, ahí sí, una síntesis admirable.
 

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JAVIER SICILIA

RICARDO GARIBAY, EL PERSEGUIDO DE DIOS

El 3 de mayo de 1999, día de la Santa Cruz, murió Ricardo Garibay. Su muerte tuvo una extraña semejanza con la que nos narra en Beber un cáliz: dolorosa, terrible, atroz.

No sé si Garibay, como el muchacho que mira morir a su padre en Beber un cáliz –y que no es otro que el Garibay de la juventud– rezaba entonces en su interior el Ave María. Lo único que sé es que moría desgarrado: entre la mordedura del Dios cristiano que un día rechazó, pero que nunca dejó de asediarlo, y el dolor de nunca haber sido reconocido como el gran escritor que fue. Moría así devastado por el cáncer, roído por Dios, enfrentado a sus pecados y a la incomprensión de sus contemporáneos.

Tres años después de su muerte, La Editorial Océano publica, en una hermosa edición, los cuatro primeros tomos de sus obras reunidas, con una introducción general de Vicente Leñero y cuatro ensayos, uno por cada tomo, de Agustín Ramos, Eduardo Mejía, Juan Domingo Argüelles y Manuel Gutiérrez Oropeza. Merecido homenaje para quien fue arrinconado en vida. No quiero hablar aquí de ese escritor genial que, con excepción de la poesía –a la que amó y comprendió como pocos prosistas– tocó magistralmente todos los géneros literarios, incluyendo el guión cinematográfico. Quiero más bien ocuparme del escritor roído y perseguido por Dios.

Lo que me unió en los últimos años de su vida a Ricardo Garibay no fue la literatura, sino Dios. Aunque entonces escribió dos novelas –El joven aquel y Lía y Lourdes– y continuaba devorado por el deseo de la mujer, su mundo interior estaba tomado por Dios: los místicos, el Cantar de los cantares y sus confrontaciones con Dios lo roían por dentro. Dos años antes de su muerte, en una entrevista que Patricia Gutiérrez-Otero y yo le hicimos para la revista Ixtus, nos confesaba entre sollozos: "Siempre tuve dos opciones, la santidad que estaba a mi alcance [...] y la pecaminosidad que también estaba enteramente a mi alcance. Conforme fue pasando la vida me descubrí como un robusto pecador no ordinario [...] y traté de ir compaginando la observancia católica [...] con la observancia mundana que me atraía poderosísimamente [...] Un día dije: ¡Basta, esto ya no puede ser! [...] Opté entonces por el toque de la mundanidad. ¡Cuando eres un hijo de puta, cómo vas a comulgar, canalla! [...] Estoy hablando con absoluta sinceridad. No es divertido para mí, me siento un pequeño montón de mierda [...] ¡Ustedes no tienen idea de lo que es esa nostalgia de Dios!"

Yo sí lo sabía. Garibay fue un hombre complejo cuya soberbia no pudo compaginar su pasión como escritor con su pasión con Dios. Como artista, el mundo lo atraía. Estaba, como dice Borges sobre Góngora, hechizado por él. Quería tocarlo, devorarlo, conocerlo en sus más sublimes y terribles realidades para después regurgitarlo en obras que lo manifestaran: "A mí –dice en aquella entrevista– lo que me ha perdido [...] es la belleza; ella ha sido mi tropiezo." Como cristiano amaba a Cristo: "En la comunión –vuelve en esa entrevista– no hay ningún símbolo, es el cuerpo de Cristo consagrado por el poder delegado, por el vicariato del que dispone el sacerdote. No hay símbolos, es el cuerpo de Cristo: el que lo escupe, escupe el cuerpo de Cristo..." Lo que no pudo ni supo hacer es llevar a ese Cristo, al que amaba y respetaba –al grado de haber abandonado la Iglesia y no volver a comulgar, para no escupirlo, para no mancharlo con su vida– al centro de ese mundo. A diferencia de Georges Bernanos, Garibay no supo situarse a una altura espiritual que le permitiera conocer el mundo y su reverso pecaminoso sin condescender con él. Por el contrario, fascinado por el mundo que degradaba la belleza que contiene, se volvió su cómplice. Narrarlo significó siempre para Garibay mezclarse con él y vivir en connivencia con sus grandezas y sus miseria. Se precipitaba por su pendiente y el único asidero que le quedaba era narrarlo, mostrarlo en su desnudez más descarnada. Eso, al hombre mordido por Dios, lo desesperaba. Sus noches de insomnio –de las que pocos supieron–, sus cóleras contra el mundo, sus exabruptos, sus majaderías, eran una ira desencadenada contra sí mismo. No contra el escritor, sino contra el traidor, contra aquel que no logró compaginar el llamado de Dios con el llamado del mundo; contra aquel que había sucumbido a sus debilidades más humanas. Por ello su obra es bella en su capacidad de mostrar a los otros y a sí mismo con ellos, de no ocultar nada. Si hemos sido cómplices, dice Garibay a lo largo de toda su obra, tengamos el valor de mostrarlo, de presentarnos tal cual somos, de mostrar nuestras llagas, nuestras corrupciones, nuestras traiciones y miserias. En este sentido su cinismo fue siempre una confesión que nunca quiso ser redimida, sino mostrada. Garibay, como lo deja ver la entrevista a la que me he referido, se sentía profundamente indigno. Y lo era –nadie es lo suficientemente digno del amor de Dios. Su equívoco, sin embargo, fue no abrirse a ese amor que todo lo perdona y todo lo acoge. ¿Por qué no lo hizo? Me parece que Garibay, por su misma connivencia con el mundo, creía que si sucumbía a ese amor, no sólo se habría acabado como escritor, sino que habría tenido que renegar de su obra. Nada más lejos de la realidad. Él, en el fondo de sí mismo, lo sabía. Al final de la entrevista referida, lo dijo hermosamente: "¿Cómo hace usted caber el infinito en la miseria del vaso que es uno? ¡Pues cabe! Es necesario Cristo. De lo contrario nos convertimos en unas sabandijas."

Al releer y transcribir aquí esa respuesta, me imagino a Ricardo Garibay el 3 de mayo de 1999, el día de la Santa Cruz, destruido en su realidad más humana por la mordedura de Dios que siempre lo acosó y, como el muchacho de Beber un cáliz que en ese momento no miraba morir a su padre sino a él mismo, desgranado en su fuero interno el Ave María que lo redimía y redimía para siempre su espléndida y magnífica obra.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos y evitar que Costco se construya en el Casino de la Selva y el aeropuerto en Atenco.