![]() Noé Morales Muñoz CUANDO QUIERO LLORAR NO LLORO Los grandes tópicos inherentes a la juventud mexicana de la actualidad han servido como pista de despegue para la breve pero ya sólida trayectoria de Edgar Chías. La despersonalización en una sociedad cada vez más alienada e intolerante, la incomunicación en el contexto urbano neoliberal, la incapacidad para establecer relaciones interpersonales con un mínimo de funcionalidad han sido, entre algunos otras, las motivaciones que este autor ha buscado retratar en ejercicios escénicos que perfilan una pluma que, pese a su juventud, ha dado pruebas evidentes de acercarse a ese indefinible que, quizás a falta de una definición más certera, ha venido a bautizarse como "oficio". La mirada oblicua, equidistante tanto de la inmediatez anecdótica como de cierto desapego resignado ("casi maduro", en palabras de Héctor Mendoza) desde la que Chías contempla universos personales tragicómicos, patéticos en su derrota ante un status quo que los orilla a la mediocridad, comunica el vacío existencial de una generación deprimida, desmotivada y, más aún, permanentemente incomprendida. Si bien la mayoría de estos puntos de partida son los mismos para otros de sus contemporáneos, lo que diferencia a Chías es su alejamiento del tremendismo efectista con el que algunos de esos colegas pretenden maquillar carencias imaginativas notorias, denuncias que se agotan en su obstinación de discursos monótonos, con aires mal encausados de rebeldía y sordidez, que terminan por emparentarse con aquello de lo que intentan desmarcarse: el melodrama costumbrista, la farsa ruidosa pero endeble, el realismo anacrónico que en su intento de empatizar sólo consigue una caricatura que mata cualquier posibilidad de identificación en el espectador. Limitándose a presentar personajes cercanos sin enjuiciarlos, ejercitando una ironía corrosiva pero moderada, Chías ha logrado dar pasos graduales pero significativos en la búsqueda de un lenguaje personal definitivo.
Como sucedió en la ya referida Último round, a cargo de Germán Castillo, el ritmo que Chías requiere no encuentra eco en la dirección, ahora de Rodrigo Mendoza. Sin encontrar jamás el tempo que la puesta requiere, Mendoza apela a ilustrar sin ningún riesgo los parlamentos del dramaturgo, muchos de ellos logrados en su inventiva, otros no exentos de cierto afán dogmático (muy claro en la frase final). Con un uso de planos ortodoxo y poco propositivo, en el que la distinción de ámbitos se limita a un manejo simplista de la escenografía y la iluminación, el director refuerza la falta de intimidad de un espacio como el Helénico, lejos de ser el idóneo para una puesta que se antoja propia para un teatro de cámara. El trazo, también descuidado, acaba por debilitar uno de los puntos fuertes de la obra: la interacción natural de los personajes. Pero es en gran medida por la dirección de los actores que el montaje no cuaja. Intermitente en lo orgánico de sus interpretaciones, deficiente por momentos en la proyección y manejo de la voz poco potente en el de Ramírez, muy plana en el caso de Canacasco, el elenco no consigue homogeneizarse ni resolver la diversidad de sus registros, presencias y alcances. Y si algunos logran llevar a buen término su labor, específicamente Luna y Márquez, no puede hablarse de un acierto del director sino de arranques individuales, solventados gracias a una mayor experiencia profesional.
Llega el tiempo en que uno escucha algo que le cambia el rumbo para siempre. Palabras, sonidos, imágenes; alguien produce ese decir que despierta un fervor especial en nosotros. Contra toda moderación nos sumamos al escándalo, compartiendo con otros los hallazgos que produce el objeto de nuestras pasiones. En mi caso, la música me tentó varias veces la tuerca; desde muy joven viajaban las bandas por mi estéreo, esperando que me sometiera definitivamente a sus nomenclaturas. Pero lo definitorio es un accidente. Todavía recuerdo cuando Luis y Gustavo (fregoncísimos melómanos de la colonia Condesa) pusieron frente a mis oídos ese disco de portada memorable: un adán fuera de foco está parado sobre un cerebro, esperando la llegada de un hombre como pintado por Magritte. Hablo de Hemispheres (1978), uno de los álbumes seminales de Rush. Agradecido por la revelación, puse el acetato ante la expectación de la pequeña cofradía. El resto es fácil de explicar: me infecté con un virus que, entre otras cosas, definió mi profesión. A partir de ese momento, a fomentar la tribu; Rush nos permitió jugar muchas tardes, reunidos ante la aparición de tal o cual disco, o, en el colmo del ocio, intercambiar playeras oficiales y memorabilias imposibles. En esos trances conocí a Raúl Ulloa, erudito en el arte de apasionarse por el trío canadiense. Con los años, Raúl se convirtió en el orquestador de las noches, y en la pesadilla de nuestras parejas: su presencia garantizaba horas de visitación a la discografía de Lee, Lifeson y Peart. Rey del club, Ulloa acaba de organizar otra tarde de excesos, a la sombra de su aparato reproductor de discos. La aparición de Vapor Trails, el trabajo más reciente de Rush, nos lleva a congregarnos alrededor de lo digital. Aquí recreo los pormenores del evento, mientras rindo breve homenaje a la persistencia del mejor de los fans. WHAT IS THE MEANING OF THIS? (THE STARS LOOK DOWN) La pequeña tribu se amasa las manos, pasándose cual baraja la portada de Vapor Trails. Es una bola de fuego, una esfera violenta. Raúl nos pone al tanto, disparando con sapiencia el estilo que aborda Rush en esta placa; al parecer, los canadienses optaron por abandonar el sintetizador máquina inhumana para darle al disco poder y crudeza. Chela en mano, la desesperación lo rodea para que ponga play y se abra el juego; como el tarot que aparece en las páginas del cd, los sonidos salen a leer nuestros azares. Escuchamos "One Little Victory" y hay sudores ansiosos, ganas de escupir que algo ha cambiado. A Raúl no le importa que el sonido sea una aplanadora que dificulta discernir las palabras de Geedy Lee (bajo y voz); tras el desconcierto de lo nuevo, decidimos que se trata de un efecto turbina que le da un poder tremendo a la pieza. "Celing Unlimited" confirma de qué va el asunto: guitarras a tope, saturadas; voces en segundos planos y una energía que no va con los cincuenta y pico de años de los integrantes. "Estos cabrones están más jóvenes que nosotros"; "le rompen su madre a todos los niños que andan jugando a hacer rockcito mamón"; "pinche redoble de no te cages güey" Ulloa destapa otra chela para celebrar el coro de "Ghost Rider", sumergiéndose en un sopor religioso, al tiempo que decide, prematuramente, que esa es su favorita. Las comparaciones descargan encono y desafíos: yo digo que Vapor Trails es, por lo que escucho, mejor que Test For Echo (1996). Como Rush tiene veintiún discos, la cosa agarra tintes de laberinto mientras "Peaceable Kingdom" y "The Stars Look Down" nos ponen los pelos de punta, ufanándonos de serle fieles a una banda tan chingona. Sin embargo, en "How It Is" se desata la controversia: ante la impaciencia de Raúl, me expreso de fea manera: "Esta es como una rola para la fogata; está medio putona." Entonces, al anfitrión le da por defender lo inevitable y se sale con la suya; terminamos convencidos de que se trata de un respiro en el cuerpo del álbum. "Vapor Trails", "Secret Touch" y "Eartshine" nos regresan a un silencio de antropólogo: sapiencia en la forma, sorpresa en cada esquina, esculturas acabadas, cada pieza contiene el virtuosismo que el club espera; "Sweet Miracle"; "Nocturne" "Freeze": El mundo se va a acabar. DESPUÉS DEL VAPOR Las cartas fueron echadas y la suerte de
su música nos leyó el futuro: pasan los días y seguimos
diciéndonos cosas sobre tal o cual rola, redoble, bajeo y significado.
Aquella tarde, al terminar de escuchar los nuevos vapores de Rush, nos
quedó una satisfacción de niño con globo que todavía
nos trae colgados del techo. Imagine el lector los niveles de adrenalina:
para estos entusiastas, un nuevo compacto de Rush es como presenciar México
contra Italia en cualquier mundial (la emoción del gol es exactamente
proporcional a la sensación que producen los tambores de Neil Peart
o los filos cordales de un Alex Lifeson poseído por su lira). De
vuelta a esa tarde, Raúl Ulloa se apoderó del micrófono
para dar sus impresiones finales y sacar algunos conejos de su sombrero:
mientras nos convencía de que este era el mejor disco de rock del
año, sacaba de su cuarto las playeras de colección que encargó
al gabacho. Entonces recordamos el viaje a San Antonio de 1996 para ver
a Rush. Más alcohol y huellas perdurables: ¿Te acuerdas,
Mr. Ulloa, que luego del éxtasis en el Álamo Dome, un perro
nos persiguió afuera de nuestro hotel? Mejor: ¿recuerdas
la carta que le dimos al staff de Rush, con la esperanza de que
se la hicieran llegar
? Es posible que ellos sepan de nosotros.
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