La Jornada Semanal,   domingo 23 de junio del 2002            núm. 381
Augusto Isla

El impune disparate

Los mitos, las divas y divos, los héroes populares, tanto deportivos como musicales, el Hombre Araña, Batman, Superman… deben ser objeto de constantes revisiones y comentarios. El mundo de las divas y los divos del cine ha desaparecido y la última gran diva mexicana, la señora Félix, hizo su mutis recientemente. Augusto Isla, en este implacable ensayo, nos entrega un retrato de la Doña que parte de sus días tapatíos, su reinado estudiantil, su paso a la capital, su trabajo secretarial con un dentista, las primeras luces y… Doña Bárbara. Desde ese momento la actriz presentó dificultades serias para el análisis de su persona-personaje, de acuerdo con los parámetros de la cultura machista. El maestro Isla esgrime el bisturí y, con paciencia, prudencia y agudeza, va diseccionando los órganos, la piel y la emoción difunta del mito ido.

Para Marco Antonio,
un petit loup solitaire


Foto: Estudio TorresEs un lugar común afirmar que María de los Ángeles Félix Güereña–la agraciada reina de los estudiantes de Guadalajara, la secretaria de un odontólogo, la provinciana segura de su hermoso rostro, la estrella de cine– se inventó a sí misma. Pero desde la perspectiva de una industria ávida de mercados, la bella máscara es una inventiva mercantil que encontró en su perfección agresiva una fruta jugosa para el consumo de las masas. Una pizca de ambición, picardía y temperamento bastaban para convertir aquella provocativa imagen de porcelana–fría, casi inhumana– en implacable vampiresa, mujer devoradora de hombres, sedienta de una holganza rodeada de prepotencia y lujos; en fin, para modelar una diva, es decir, una criatura misteriosa sustraída a las mezquindades terrenales, solamente accesible en la oscuridad de una sala de cine donde las masas, adentrándose en ajenas vidas imaginarias, gozan o sufren los enredos que protagoniza en el blanco y negro de una cinta que señala, renglón aparte, la más clara revolución de las artes en el siglo XX.

María Félix no es invento de sí misma: hurtó a la literatura, al cine, al teatro –Doña Bárbara la mujer sin alma, La devoradora, La diosa arrodillada, Doña Diabla– una personalidad publicitaria que le vino como anillo al dedo a su codicia y natural inteligencia, ágil en la escaramuza verbal, defensiva, como correspondía a las mujeres soliviantadas de entonces ante el acoso viril, como la de una Lupe Marín, para sólo citar un ejemplo que destrona la originalidad de la sonorense. Se cuenta que mientras Lupe bailaba con un hombre más bajito que ella, alguien se acercó a preguntarle si era mujer u hombre, a lo que la impetuosa Lupe respondió: "Más hombre que tú y más mujer que tu chingada madre."

Para una cultura machista, un macho al revés, una femineidad impecable con alma de varón, un andrógino con la suficiente fuerza no sólo para devastar la hegemonía masculina, sino también el ethos que idealmente orienta la conducta de las masas: la vida morigerada, la familia bien avenida. En las cintas de los años cuarenta que le dieron fama, la industria exploró con éxito esa veta transgresora, con la ambigüedad necesaria para desanudar los dramas con desenlaces apaciguadores. Pues sus personajes, encarnaciones de Mal, reciben finalmente ejemplar castigo: soledad, prisión, muerte.

A más de medio siglo de distancia, no deja de sorprendernos que aquellos relatos melodramáticos inquietaran tanto a los defensores de la moral católica, ya que a fin de cuentas el cine se valía de ese estereotipo de la maldad femenina para reafirmar las convenciones morales dominantes. Pues eran de tal suerte grotescas las manifestaciones del Mal que, como en obvia pastorela, era previsible su derrota.

Habría que reconocer, sin embargo, la astucia de los productores de esas ficciones cinematográficas que estimulaban en el espectador fantasías transgresoras y, al propio tiempo, antes de abandonar aquella penumbra donde todo era posible, lo devolvían a su realidad conformista. Así, la imagen de María Félix resulta perturbadora y, a la vez, inocua, ya que, acaso envidiosamente, adivinamos que aquella diabólica belleza, sólo puesta al servicio de sí misma a costa de la devastación del otro, nunca se saldrá con la suya.

Tal vez lo más interesante de María Félix como fenómeno sociocultural no sea, siquiera, la permanencia durante muchos años de ese estereotipo de fingida rebeldía, dado que se inscribe en una época en la que los productores de la industria fílmica cuidaban su negocio mediante un culto a la personalidad de sus estrellas esparciendo chismes, escándalos de amoríos, nupcias simuladas, derroches. De hecho, las primeras noticias que tuve de María Félix son aquellas que contenían gacetillas que me ofrecía mi peluquero mientras yo esperaba turno para cortarme el cabello cuando era un adolescente provinciano: María en caricaturas que exageraban ojos, pestañas, cejas: María en fotografías que exhibían abrigos de piel, alhajas; María siempre noticia por su ir y venir, con el fardo de sus maletas, vanidosa, declarativa, irónica. Todo esto era el lugar común de ese fetichismo que nutría su presencia y reactivaba la identificación colectiva con el ídolo fulgurante.

Lo que era singular en María era el haber adoptado, en estricto intercambio vengativo, el ethos de los personajes a los que dio cuerpo y alma en el cine. En efecto, vivió en apariencia con libertad. Hizo y dijo cuantas necedades se le ocurrían sobre la mujer mexicana, el desastre del centro histórico de la Ciudad de México, la caravana zapatista... La pretendida invención de sí misma fue aberrante. Como mujer dio pie, no a las reivindicaciones históricas de la mujer, sino a un ego expansivo y deforme, análogo al de otras figuras del cine de Hollywood:la avaricia de la Garbo, el invencible mal humor de la Davis, el autoritarismo de la Crawford; como madre, quizás a pesar suyo, se comportó, a la vez, distraída y castrante –¿o no fue Enrique, su único hijo, un remedo de ella? La invención ética o estética de uno mismo tiene que ver, más que con una gestualidad, con la construcción de un espíritu libre del que surge un ideal de la excelencia humana.

La libertad con la que a primera vista vivió María Félix segrega un veneno para la polis. Pues ¿cómo evitar la destrucción de ésta adoptando el egoísmo y la vida parásita como paradigma de una ética social que exige al individuo una porciúncula de responsabilidad hacia los otros? La Doña no se ocupó de nadie ni de nada que no fueran su guardarropa, sus alhajas, sus caballos. A no ser que guardando discreción evangélica haya impedido que una mano supiera lo que la otra hacía. Pero además esa libertad es un espejismo. ¿Libertad de qué y para qué? ¿Ser libre es despojarse de todo deber ante los otros? ¿Ser libre para desdeñar al resto del mundo, a las mujeres mexicanas, reducidas todas a la "chencha" torpe, sojuzgada y para colmo fea; para reafirmar su estridente narcisismo?

La hermosa diva mexicana no vivió como le dio la gana sino en el sentido de concederse los caprichos que su vanidad pedía; pero no construyó una morada interior que la ennobleciera. Por el contrario permitió, más esclava que una mujer ordinaria, que su alma se doblegara a las expectativas de los demás, a lo que ella creía que esperaban de su imagen. La belleza legitimó sus arbitrariedades. Pero a diferencia de los personajes perversos de Doña Bárbara, Teresa o Raquel sacrificados por la moraleja punitiva, el disparate que fue su vida no sólo gozó de entera impunidad social, sino fue aplaudido. Mas ¿pudo escapar de ese aguijón de soledad que hiere a quienes, desde su alta torre, miran a los otros sólo como sirvientes o adoradores?

"Soy una ganadora", dijo alguna vez. Su ethos exaltó lo que define el troquelado moral del mercader: el éxito, que es la desgracia del cretino, pues sufre por alcanzarlo y sufre también por haberlo conseguido, dado que entonces la vida se vacía de sentido. El mundo de los ganadores es una miríada de cuerpos atacados por la ansiedad, el tedio, la gastritis, la nostalgia del origen.

No hay ganador con sentido autocrítico, con una brizna de amor a la verdad. María creía que su sola presencia redimía las cintas en que había participado. ¿Cuántas salvará la posteridad? Algunas que fueron bien vistas en su tiempo, hoy nos parecen abominables. Me viene a la mente Tizoc, la película más denigratoria del indígena mexicano: un estúpido que confunde a una guapa citadina con la Virgen María.

Cada sociedad crea sus monstruos; la nuestra, tan dada al espectáculo, ha edificado su olimpo poblado por deportistas, estrellas del cinematógrafo, cantantes... La gente común no aprecia el escándalo de sus salarios; por el contrario, los ingresos multimillonarios de los ídolos devienen en una prueba de la eficacia democrática, de la movilidad vertical que asegura, de la igualdad de las oportunidades. Esta entropía ética, emanación de un embrutecimiento colectivo, nos persuade de que no hay oprobio sino virtud.

No es el caso de María Félix. Dudo que el cine la haya enriquecido, pero le abrió las puertas del gran mundo y su astucia hizo lo demás. Hasta donde le alcanzaron sus fuerzas, no dejó de estamparnos en la nariz sus extravagancias: sedas, cocodrilos y serpientes de oro y piedras preciosas que ornamentaban cuello y brazos, enormes arracadas: un barroquismo de pesadilla. Para los últimos homenajes que le rindió una empresa de televisión, se levantó un retablo para la diva marchita ya. Los años y el espejo no la disuadieron de exhibirse. Caprichosamente, recreó entonces la atmósfera kitsch de su entorno doméstico: una frenética acumulación de objetos que eran, para María, los símbolos de una vida afortunada. Los decorados parodiaban la elegancia y acentuaban una cierta propensión al ridículo, incluyendo la envoltura musical de la María Bonita de Lara, que de haber sido dedicada a la Félix vendría a ser la más inverosímil canción popular, pues la figura sentimental y erótica de la diva repelía cualquier diminutivo. Sin duda: quien no aprende a ser rico, emplea su riqueza para fines erráticos o para hacer el ridículo.

Un impertinente pregunta a María si es lesbiana. Ella lo mira de pies a cabeza. "Si todos los hombres son como usted, sí." Sea o no cierta esta anécdota, es frondosa la leyenda de su ingenio. Conservó hasta el final sus felinos reflejos mentales y esa destreza con el florete en el duelo de los vejámenes, pero me daban pena los signos de su vejez, perceptibles en sus manos sarmentosas, en el tono grisáceo de aquellos ojos que nadie como Torres capturó en su bella esencia melancólica, pues detrás de todo aquel artificio, de las poses retadoras, acaso habitaba en ella una deslumbrante niña desamparada, que, en el afán de autodeificarse, renunció a la vida. Más que un símbolo triunfal del individualismo, la veo como una víctima de traficantes de ocio y recompensas de las frustraciones colectivas. Una marioneta de quienes programan esa muerte en vida de las mayorías despojadas de la razón, asesinan, inducidas por los embrutecedores, el tiempo precioso de sus vidas, cubriendo su desnudez con el oropel que los relatos de ficciones les ofrecen.

Cuando murió las multitudes atestaron el Palacio de Bellas Artes, improvisado velatorio para la diva, que no sé si tuvo que ver o no con el arte, aunque sí con una fascinación colectiva y con el convencimiento personal de María de que era un ser privilegiado, que no pertenecía al mundo ordinario de los hombres. ¿Un engaño? Recuerdo lo que el malicioso José Revueltas, guionista de La diosa arrodillada, pone en boca de Nacho, dirigiéndose a Raquel: "Qué fácil eres para dejarte engañar por tus propias invenciones; has forjado un mundo triunfal y extraordinario donde tú eres la diosa a cuyos pies se consuman todos los sacrificios." ¿Le venían estas palabras al personaje o a la actriz, a su vez personaje de sí misma?

La envidia y la admiración que sitiaron a la diva se disuelven en la nostalgia de un México que ha muerto –con sus figuras presidenciales prepotentes, sus líderes perpetuos, sus anacrónicos medios informativos, sus pontífices culturales–, para ceder su lugar a otro que improvisa iniciativas no se sabe si peores, pero guiadas por la magia de un cambio anhelado por la promisoria generación del Big Brother. La multitud sigue a la diva hasta la sepultura, que es también la sepultura de ese nacionalismo quizás de pacotilla, pero en el que las masas encontraban destellos de identidad. ¿Sabe esa multitud qué añora, qué idolatra? Pienso en San Juan de la Cruz: "A la tarde, te examinarán en el amor."