Jornada Semanal, domingo 16 de junio del 2002                       núm. 380

ABAD Y LOS ILUSTRADOS JESUITAS DEL SIGLO XVIII

Para Javier Sicilia


Nuevamente los medios de la cabezota de este país (Efraín González Luna describía con gran precisión nuestra realidad centralista, diciendo que era como un enano cabezón. Ya sabemos de las enfermedades y tumoraciones que aquejan a la inmensa testa. El cuerpo, por su parte, es débil y desmedrado), ignoraron un importante acontecimiento cultural celebrado en tres ciudades que para los ensimismados capitalinos están más lejos que Comodoro Rivadavia o Wellington. Me refiero a Querétaro, Guadalajara y Morelia. El acontecimiento fue el homenaje que las universidades de Querétaro y Michoacán, el ayuntamiento de Morelia, El Colegio de Michoacán, el  ITESO y la Casa Clavijero de Guadalajara, La Jornada Semanal y el Seminario de Cultura Mexicana ofrecieron a la memoria del padre Diego José Abad.

Un grupo de importantes especialistas en filosofía e historia virreinales, en la vida y la obra de los ilustrados jesuitas del siglo XVIII: Clavijero, Alegre, Landívar, Castro, Abad, Cerdán y Campoy, entre otros, y en la vida y los muchos trabajos del gran poeta, Diego José Abad, participaron en tres mesas redondas acompañados por las autoridades académicas y políticas de las tres universidades y de la otra vez bella ciudad de Morelia. Este bazarista, aprendiz de todo y maestro de nada, echó también su cuarto a espadas y, en prueba de admiración por el padre Abad, aireó los latines aprendidos en sus colegios de Guadalajara y en la época en la que la educación se basaba en buena medida en las culturas clásicas.

Diego José Abad fue rector de los colegios de San Francisco Javier y San Ignacio de Loyola de Querétaro y es el paradigma de la vocación humanística, del amor por las letras y las ciencias y de la curiosidad abierta a todos los aspectos del espíritu y la materia, de la forma y el contenido. La retórica, la filosofía, el derecho, la geografía hidráulica, el álgebra, la crítica de arte, especialmente de la arquitectura, y la traducción de textos latinos, fueron algunas de las especialidades de quien es, sobre todas las cosas, un poeta excepcional “a lo divino” y un enciclopedista fascinado ante la naturaleza y la humanidad.

En 1767 era rector del Colegio de Querétaro cuando los jesuitas fueron expulsados de los territorios de la corona española. Esta medida mostró un carácter altamente contradictorio, pues la tomó el más ilustrado de los borbones, Carlos iii, con la asesoría de sus ministros modernizadores: Aranda y Floridablanca. Abad, enfermo y cansado, se refugió en Ferrara y murió en Acena en 1779.

De su hermoso y extenso poema “De Deo Deoque Homine Heroica” (su edición definitiva contiene cuarenta y tres Cantos. Este poema acompañó al padre Abad a lo largo de su vida y sus trabajos. Se imprimieron en Cádiz los primeros veintinueve. Más tarde el poeta agregó otros seis. Su aventura editorial se dio en Cádiz, Venecia y Ferrara), quisiera recordar unos versos que concentran todo su pensamiento humanístico y su amor por el filosofar: “Tú, de quien es la sapiencia toda, asísteme: envía tú mismo de tu solio los rayos y benigno la luz da a mi mente: y haz que conmigo esté y conmigo trabaje.”

Abad, situado entre el modernizador radical que fue Clavijero y el prudente Alegre, vivió su vida académica apegado a la tradición escolástica y buscando la manera de adaptarse a las nuevas ideas y de enriquecerlas con las aportaciones de la modernidad, tanto filosófica como científica. Para nuestra desgracia, su Tratado del conocimiento de Dios se perdió en alguno de sus muchos viajes. En cambio, está entre nosotros su Curso filosófico, modelo de esa conjunción entre el sistema tradicional y las ideas modernas. Por eso, en el cuerpo del libro, la física y las matemáticas se unen a la enseñanza de la lógica aristotélica. El padre Francisco Suárez fue una de las influencias principales de Abad (el maestro Heredia, sabio y generoso, me recordó que, sobre este tema, debemos leer de nuevo a Fray Alonso de la Veracruz. Tiene razón). De ahí su visión moderna sobre el origen de la autoridad y el papel desempeñado por el pueblo en el proceso de legitimación de los gobernantes. Todos estos esfuerzos modernizadores son guiados por las nociones metafísicas concebidas como el sustrato de la filosofía de Abad.

Es necesario recordar sus grandes logros en los campos de la filosofía natural, entendida ésta en los términos establecidos por el sistema aristotélico. De esta manera, se asoma a los terrenos de la psicología al hablar de los problemas de la vida cognoscitiva, de la voluntad y de la emoción, y es un pionero de la llamada psicología empírica, demostrando así la audacia combinada con la sensatez que caracterizaban su mentalidad científica.

Quisiera, para terminar estas admiraciones, regresar al “Poema heroico” y detenerme un poco en sus contenidos filosóficos, pero, sobre todo, en su fuerza lírica.

El poema parte de una demostración de la existencia de Dios: “Artificem Magnum esse aliquem, qui sidera coelum qui more, qui terra, totumque vocaverit orbem...”, para acercarse a las criaturas, a los otros, a esa otredad indispensable para que el ser se actualice: “Menester es una mente suprema que desde el alto cielo rija en acuerdo la población de los astros que giran a una en concierto tan inalterable y diverso...” Podemos pensar en el poeta contemplando el cielo desde la terraza de la casa paterna (Leopardi dixit) y bajo el sortilegio de “las vagas estrellas de la osa mayor”. De inmediato aparece el hombre protegido por el creador y sujeto a una ley natural. Su conocimiento de Dios es limitado, como limitada es su naturaleza. Por eso se detiene ante lo incomprensible y se atiene a sus fuerzas y a su bondad natural.

En el poema se glosan los atributos de la divinidad y se dan las pautas para alabarlos y gozar de los reflejos de la luz que llegan a los seres humanos. Como es un verdadero poema teológico, está impregnado de humanismo y gira en torno a las virtudes teologales. Como tiene una gran fuerza lírica fija las pupilas en ellas y las celebra como uno de los mejores dones otorgados por el creador, “nuestra única esperanza”. Estas palabras me recuerdan los días de Abad en el exilio italiano, en su nostalgia mexicana y en su casi invencible esperanza.

No se habló en la capital de estos actos de homenaje. No importa. Tarde o temprano se hará justicia a los grandes momentos y a los ilustres representantes de la cultura católica en nuestro país (la generación de los jesuitas ilustrados del xviii, decía el Padre Gómez Fregozo, es una de las más brillantes de la historia de la Compañía). Por lo pronto, y en estos tiempos de escasísimas luces eclesiásticas, de mochería palurda y de fundamentalismos que quieren regresarnos a la barbarie, el recuerdo de Abad, Clavijero, Alegre, Landívar y sus compañeros nos hace pensar en los momentos de nuestro pasado que fueron presididos por la inteligencia y por la verdadera bondad.
 
 

Hugo Gutiérrez Vega
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