Jornada Semanal,  16 de junio de 2002                                núm. 380 

Ana García Bergua

YAYOS

Para toda la familia, de los dos lados
Para Xicu


El año pasado fue el septuagésimo aniversario de la II República Española. Supongo que a raíz de ello se ha recuperado mucha memoria de lo ocurrido entonces. A las costas de mi familia, por lo menos, del oleaje de libros publicados sobre el tema en España, llegaron por vías diferentes dos que hablan de mis abuelos: Visca Cárdenas!, del periodista ibicenco Xicu Lluy que recientemente anduvo por estos lares, y La II República en Ejea de los Caballeros, de Javier Lambán Montañés y Jesús Sarría Contín. Si bien el libro de Xicu Lluy se centra en los personajes del exilio ibicenco o pitiuso y el que trata de Ejea versa en concreto sobre la historia de la II República y la guerra en particular en aquella localidad aragonesa, en ambos existe el interés de rescatar la historia de aquellos años exaltados y a la postre horribles, desde el punto de vista de cada localidad.

Pero les decía que en ambos libros figuran mis abuelos ­paternos y materno­ de manera destacada. El autor de Visca Cárdenas!, junto a ibicencos famosos como Ángel Palerm y mi propio papá, Emilio García Riera, dedica un capítulo entero a Emilio García Rovira y Paquita Riera, mis abuelos, ambos maestros que vivían en Ibiza: seminarista jesuita reconvertido, mi yayo Emilio (lo de yayo es la manera familiar de allá) fue un maestro de formación grecolatina que con el tiempo llegó a dirigir la Escuela Graduada de aquella isla. A raíz de la gran tragedia de la guerra, como dice Xicu Lluy, "lo perdió todo por sus convicciones políticas, pues era militante de Izquierda Republicana". Por su parte ­sigue Xicu, quien debe perdonar mi torpe traducción del catalán­ "Paquita Riera era una mujer de fuerte personalidad que llegaría a ser una destacada activista sindical: entre 1936 y 1939 ocupó cargos de responsabilidad en los organigramas del psuc y la Federación Española de Trabajadores de la Enseñanza". En Visca Cárdenas! se narra lo que fue la salida abrupta de mis abuelos de la isla a Barcelona, su actividad como miembros del psuc (Emilio García Rovira recorrería el frente como "miliciano de la cultura") y el amargo exilio que acabaría con la vida de mi abuelo en República Dominicana, víctima del paludismo. Nunca lo conocimos, pero nos heredó un trozo de novela que narra el comienzo de su partida de Ibiza.

Escena de la guerra civil española. Foto: Tomada de 150 Years of Photo Journalism, The Hulton Getty Picture CollectionMi abuelo materno, Martín Bergua Espurz también tuvo un papel destacado en la época republicana; él era afín a las ideas de José María González Gamonal y fue miembro del Partido Republicano Radical Socialista; posteriormente lo hizo en Izquierda Republicana. Fue concejal republicano en Ejea de los Caballeros y emprendió proyectos que la guerra truncó y se hicieron después en el franquismo, como la construcción del canal de las Bárdenas y algo que me llamó la atención: un parque infantil a las afueras del pueblo. Luego de pelear en el bando republicano al frente de un batallón ­él, que era chaparrito y delgado, de ideas moderadas, pero eso sí, ágil y astuto como una liebre­, mi yayo Martín fue a parar también a la República Dominicana (ahí ambos abuelos se conocieron sin saber que acabarían emparentados), y luego a México, donde fue agente viajero y muchas cosas más. Murió ya viejito. En el libro aparece en un par de fotos, y veo que desde joven tenía ya su pinta inconfundible, su traje y sus corbatas delgadas con que me lo encontraba yo a veces, agarrado del tubo de un camión como un jovenzuelo, camino del café del centro a donde iba para reunirse con sus contertulios, a muchos de los cuales sobrevivió.

Ambas eran historias que ya conocíamos, más o menos: como hijo de exiliados, lo primero que hace uno es memorizar la historia de que proviene, pues esa saga funda la propia identidad. Sin embargo, no ha dejado de sorprenderme ver la figura y la obra de nuestros abuelos plasmadas en libros, como una retribución muy justa si bien tardía. La verdad es que me han hecho sentir importante.
 
 

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Javier Sicilia

ANDRÉ MALRAUX, EL MÍSTICO CIEGO

Sobre André Malraux se ha escrito mucho y continúa escribiéndose. Su obra, pese a suceder en el campo de las revueltas marxistas, no sólo no ha envejecido, sino que continúa fascinando. Su fascinación es doble. Por un lado, la figura de Malraux, semejante a la del subcomandante Marcos, produce entre los intelectuales un sentimiento de vergüenza que maravilla y exaspera. Al igual que Marcos, Malraux no sólo pensó el mundo y plasmó sus obsesiones en espléndidas novelas, sino que cada milímetro de su pensamiento, cada frase y cada aventura de sus personajes, están medidos con el peso de su vida. Malraux fue, en este sentido, un intelectual de acción o, mejor, un intelectual de coherencia inaudita. En él se cumplía la relación fundamental entre pensamiento, palabra y acto, o lo que su contemporáneo Sartre llamó le engagement.

En segundo lugar, Malraux trascendió sus obsesiones políticas. Para este hombre, arqueólogo de profesión, experto en estudios orientales, comprometido con las revueltas marxistas de la China de Chang Kai-shek, con la lucha republicana en la guerra civil española, con la resistencia francesa durante la ocupación nazi y finalmente con el gaullismo, la acción política, incluso la acción armada, no eran un fin en sí mismas ni una forma de conquistar un mundo más justo, sino una manera de acceder a lo inefable.

Hijo del existencialismo, Malraux comprendía la solidaridad con los que sufren como una manera de ser interpelado por una realidad oscura que sólo se experimenta en las situaciones límite: en los abismos del eros o de la muerte. Para Malraux hay algo que nos trasciende, pero ese algo ha perdido su rostro o, mejor, jamás lo tuvo. Ni el suicidio ni la religión responden por él (cito de memoria): "Sólo nos convertimos o nos suicidamos ­declara Perken, uno de los personajes de La voie royale­ para no morir de cara a lo imposible." Suicidarse o convertirse es claudicar, es negarse a enfrentar el horror de la muerte que aplasta nuestra existencia; es buscar, en el caso del suicidio, una huida; en el de la conversión, una mediación. Para Malraux, en cambio, se trata de desafiar y, al desafiar, de vivir. Si el hombre ha de vivir ha de ser siempre de cara a lo imposible, experimentándolo con todo el peso de la fascinación y de la angustia y en una solidaridad extrema con aquellos que, aplastados por el peso de la necesidad y de la injusticia, han decidido rebelarse. En este sentido, la acción política para Malraux no es, como para los marxistas a los que acompañó en sus levantamientos, un medio para alcanzar un objetivo humano, sino un desafío metafísico, un asalto ciego y furioso a las fortalezas de lo inefable.

Malraux y todos sus personajes son por ello seres metafísicos o, mejor, seres "metafisicoprácticos": ni pragmáticos obsesionados por la eficacia, ni agitados inquietos por la diversión, sino exploradores de lo desconocido mediante la acción, apasionados de las situaciones límites, seres devorados por la necesidad de encontrar y darle sentido a su existencia.

Esta búsqueda, como la de los místicos, la llevan a cabo a través de una singular paradoja: fundar el sentido en donde todo parece negarlo. Para Malraux, el hombre que quiere vivir debe aprender a beber un alcohol muy fuerte, debe aprender a arriesgar todo: "No es para morir ­vuelve a exclamar Perken­ por lo que pienso en mi muerte, es para vivir." Existir contra la noche, existir contra la muerte, es la forma en que la vida camina. Aunque la agonía y la muerte se presenten y desencadenen "la irreductible humillación del hombre acosado por su destino", el hombre mismo debe lanzarse sobre ellas con una especie de furor sexual. Por la actitud con la que abordemos la agonía y la muerte obtendremos el sentido que ella niega. Así, para Malraux, si las personas y las culturas desaparecen, alcanzan, sin embargo, mediante una inducción, "una trascendencia parcial" de su forma suprema; la cristiandad muere, pero el santo continúa engendrando al santo; las armadas se hunden, pero el héroe continúa llamando al héroe; las revoluciones fracasan, pero la justicia alumbra a la justicia; las artes pasan, pero la obra maestra alcanza la obra maestra. Así, dice Malraux, se constituye una historia sagrada de la humanidad cuya trascendencia no se manifiesta por un milagro automático, sino por la voluntad de ciertos hombres que han decidido ir hasta el límite. La trascendencia, dirá en su famoso discurso de la unesco, sólo la trasmiten aquellos que han comprendido "la necesidad, para el hombre, de ordenarse en función de lo que reconocen como su parte divina". De ahí que Malraux, frente a un mundo que se acomodaba domésticamente ante los ídolos de los totalitarismos, de la bestia tecnológica y del liberalismo norteamericano; frente a un mundo que quería exterminar al santo, al héroe, a la justicia, haya exclamado: "El siglo xxi será religioso o no será", es decir, el siglo xxi volverá a tener una obsesión metafísica, trascendente y fraterna o no será. De ahí también la fascinación que continúa ejerciendo. En el mundo roto que ahora vivimos, donde los significados se han perdido, Malraux y sus héroes se levantan para decirnos que el destino del hombre es la búsqueda del sobrepasamiento de sus propias miserias, la respuesta a un llamado oscuro que trasciende la pobre pequeñez de los sueños en los que hemos querido encerrarnos; es la respuesta a esa oscura fuerza de lo inefable cuyo sentido extraviamos y que sólo encontramos cuando a través de la renuncia y de la solidaridad nos sobrepasamos.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos y evitar que Costco se construya en el Casino de la Selva y el aeropuerto en Atenco.