La Jornada Semanal,   domingo 9 de junio del 2002               núm. 379
Luis Martín-Santos
el cuento del domingo

Negociaciones para 
la venta de un caballo

Este excelente modelo de relato breve permitirá a nuestros lectores recordar al médico Luis Martín-Santos, autor de Tiempo de silencio, la gran novela escrita en pleno y siniestro auge del franquismo. Luis Martín-Santos, muerto en un accidente carretero, conocía bien a los castellanos, sus catedrales, barrios medievales, juderías, aldeas, trigales, ríos, sequías, angustias, gozos y silencios. Este relato nos lleva de la mano al campo de Castilla y se inscribe en el siempre novedoso estilo costumbrista.

Un vecino de la localidad de N. tiene el propósito de adquirir un caballo. Desea que el caballo sea tan resistente como para poder ser uncido al carro que lleva todos los días las hortalizas al mercado y, al mismo tiempo, tan ágil que pueda ser utilizado como silla.

Para realizar la compra –o al menos discutir de ella– ha quedado citado con el traficante en un local público de la vecina ciudad de M. Cuando llega al local, el tratante le recibe con muestras de cortés alegría y, deferentemente, le pide que tome asiento con él frente a un frasco de vino.

El presunto comprador teme que el vino pueda afectarle produciéndole un estado de euforia o tal vez de embriaguez, peligroso y nada aconsejable en el momento en que se va a realizar una compra importante. Por lo tanto, apenas si prueba la bebida y se sienta en el banco de madera, fijando sus ojillos astutos en el tratante, para lograr descubrir a tiempo las trampas con que éste pretenderá inevitablemente embaucarle.

En efecto, el tratante no presenta de modo ingenuo e inmediato la compra del caballo, sino que comienza a referirse a las bellezas que encierra la ciudad de M. en que se encuentran, de mucha más importancia que la pequeña aldea que viene a ser N. en realidad. Mostrando su cultura y su educación, el tratante se refiere a la Catedral, al Museo Histórico y a otras piezas arquitectónicas que recuerdan el pasado glorioso de la ciudad.

El comprador, reticente, apenas si interviene en esta parte de la conversación, ya que se considera más inculto que el tratante e ignora las palabras adecuadas a este género de cuestiones. Sin embargo, sus escasas exclamaciones, sus "oh" puramente corteses, son aprovechados hábilmente por el tratante para proponer la inmediata visita a las joyas artísticas de que ha hablado. Él mismo será guía de su nuevo y ya querido amigo. Éste, con buen juicio, replica haciendo notar que el verdadero objeto de su visita es la compra de un caballo. El tratante opone que nada impide que, tras la visita artística, las negociaciones sobre el caballo sean llevadas hasta su fin natural. Temiendo parecer descortés, el aldeano se levanta y sigue al tratante.

Visitan primero la Catedral, en la que destacan sus luminosas vidrieras medievales. El comprador nunca recuerda haber visto cristales tan brillantes. No puede evitar sorprenderse de la altura del crucero y de la majestuosidad de los amplios espacios interiores que se extienden sobre los altares y sobre las sillerías talladas del coro con sus máscaras indescifrables y sus monstruos mitológicos.

Más tarde, el tratante le conduce al Museo, donde las tablas antiguas y los más recientes, aunque también venerables, lienzos le aburren discretamente. Mientras recorre las salas del Museo, algo fatigado, el comprador escucha distraído las explicaciones del incansable tratante. Éste habla en tono erudito pero, al mismo tiempo, amable y nada pedante.

En una de las salas se expone un hermoso desnudo de mujer de magnífica encarnadura, tendida en un diván de terciopelo rojo y dotada de una gran cabellera rubia. La mujer del comprador tiene el pelo negro y está ya algo seca. No puede evitar detenerse ante el cuadro. Su rostro se anima y da muestras de mayor interés.

El tratante le deja abandonarse, por un momento, a los goces de la contemplación. Cuando el comprador se repone, advierte la mirada de su compañero fija en él y hasta le parece advertir un guiño de inteligencia.

–Ya te he comprendido, campesino –parece decir la sonrisa–. Aguarda. Ahora verás.

Saliendo del Museo, es ya muy tarde, mucho más tarde de lo que el presunto comprador hubiera creído. Cae la noche y está ciertamente muy cansado. Se siente algo sorprendido, puesto que hubiera creído concluir los tratos en el día. Acepta complacido la proposición de ir a cenar, que coincide con su más perentorio deseo.

El tratante, siempre sonriente, le conduce hasta un determinado local. No es un restaurante ordinario. Hay gran animación en las mesas. La sala está muy iluminada. Se ve a mucha gente que habla, grita y gesticula. Los mozos vestidos de blanco, rápidos y agilísimos, llevan las bandejas cargadas de alimentos y bebidas por encima de las cabezas de la multitud. El tratante parece ser allí muy conocido y uno de los camareros desaloja prestamente una mesa, para que ellos puedan tomar asiento. Al instante, otro de los despejados mozos deposita ante ellos sendos vasos de cerveza y unos grandes trozos de carne asada.

El comprador se siente feliz y come con gran apetito sin pensar ya en otra cosa. Mientras come y habla con su amigo, comienza a tocar música alegre con orquesta recibida con aplausos de los comensales. En uno de los extremos del salón, aparece una mujer alta y rubia, con un vestido de seda y lentejuelas como en su vida ha visto nuestro hombre. Aquella mujer canta y agita los brazos blancos, contoneando con dulzura sus caderas. Su voz resulta ronca y amarga. Tiene la boca pintada. El comprador la mira complacido sintiendo, al mismo tiempo, el calor agradable de su estómago. No deja de beber cerveza y apenas advierte ya de lo que habla sin cesar con el tratante. No sabe bien lo que está diciendo, pero debe ser algo gracioso, pues el tratante ríe con sonoras carcajadas dándose golpes en los muslos.

El aldeano se siente ahora más contento que, por la mañana, durante la visita a la Catedral. Su alegría aumenta cada vez que aparece de nuevo la mujer alta y deja caer sobre él su voz enronquecida.

Para su mayor sorpresa, la artista desciende del escenario y se pasea entre las mesas fumando un cigarrillo. El entusiasta público le dice cosas al pasar y ella sonríe. Canta palabras que no llega a percibir, en voz baja, al oído de algunos clientes. Cuando llega junto a él, no puede contenerse y, lleno de seguridad en sí mismo, le da una palmada al modo campesino. Ella se vuelve, un tanto sorprendida quizá, aunque de ningún modo enfadada, y le sonríe. Él recibe de frente el golpe de su belleza y se siente trastornado.

Poco más tarde, la fiesta parece haber concluido. Advierte ahora que el ambiente está cargado de humo de tabaco y que le escuecen los ojos. La noche anterior no ha podido dormir preocupado con el trato. Su amable guía paga lo debido al camarero y los dos amigos, cogidos del brazo, salen a la calle.

Tras recorrer unos centenares de metros se detienen.

–Aquí es –dice el tratante.

El comprador percibe un olor que conoce de antiguo. Este olor le hacer revivir de pronto todo su pasado aldeano, sus cuidados y preocupaciones, la soledad del campo abierto, su mujer y sus hijos.

Los dos hombres se acercan a una construcción rodeada de tapias altas.

En medio de la cuadra, duerme de pie un magnífico caballo de espléndida estampa. Tal como el comprador lo había imaginado en su deseo.

–Amigo –dice el tratante–. Tuyo es: te lo regalo. Sea en agradecimiento por este día feliz. A partir de ahora es tuyo. Llévalo y quedemos para siempre amigos.

El comprador, al oír estas palabras, palidece y teme ser engañado. Se retira, andando de espaldas, hasta la puerta y salta bruscamente a la oscuridad exterior. Una vez en la calle emprende una rápida huida nocturna, perseguido por los gritos, cada vez más lejanos, del tratante, al que desespera ver rechazado su regalo.