La Jornada Semanal,   domingo 9 de junio del 2002                    núm. 379
José Blanco Regueira

García Lorca: La hemorragia sagrada

En este ensayo, escrito desde el evidente lorquismo de su autor, José Blanco Regueira nos propone “una solitaria idea: la poesía se confunde con el derrame de lo esencial”, y en su búsqueda por elucidar lo que de esencial hay en la humanidad, viene a dar con esa “hemorragia sagrada” que Federico García Lorca ha sido y será para la poesía universal. “Poeta en Nueva York no canta precisamente a la sangre derramada [...] sino más bien a la sangre sojuzgada y subterránea, a la sangre desmentida por los cálculos industriales de la sobrevivcencia...” Blanco Regueira recuerda y nos recuerda que hoy, como siempre, para entender la realidad es indispensable hacer caso “al testimonio desgarrado de la poesía”. 


A don José Blanco Díaz,
lorquiano de corazón
Pondré a consideración una solitaria idea: la poesía se confunde con el derrame de lo esencial. Y si lo esencial para nosotros es la sangre ¿cómo entonces podemos, y aún debemos, vivir a espaldas de la poesía? Sólo vislumbro una respuesta posible: si vivimos prosaicamente, si asentamos nuestras vidas a espaldas de la poesía, es porque sabemos –sin memoria– que la poesía nos invita a algo letal. O dicho de otra forma: que la poesía es absolutamente incompatible con nuestro actual régimen de sobrevivencia. Aún más, si se me fuerza: la poesía es una piedra arrojada sobre las ciénagas del bienestar. Pero también un pedrusco que pende del cuello de un náufrago. Cosa de mucho peso y de agonía, cosa que funda esa mirada sin esperanza que apunta al firmamento, pero que también descubre –a partir de esa intención a la vez sublime y repulsiva– lo que Pascal llamara, con su privilegiado oído musical, "el silencio de los espacios infinitos".

Lo que sigue no pasará tal vez de ser un ejercicio de oídos sordos al cual de alguna manera han de contribuir mis palabras necias.

MERODEO POR LA PERIFERIA de la poesía dejando que me invada de tarde en tarde su luz perversa. ¿Cómo y cuándo podría esa relación traducirse en un dispositivo frontal? ¿Cómo enfrentarse con la poesía, cómo lidiar con ella dándole el pecho si el discurso de uno se escurre por sus pies y sus espaldas?

Mas ¿no pertenece acaso por esencia a la poesía ese deslizamiento, ese resbalar sin asiento posible sobre lo Otro? Ya que "la sangre viene cantando: cantando por marismas y praderas, resbalando por cuernos ateridos". ¿Sería entonces la poesía el arte que consiste en sorprender a la sangre en ese trance de desliz, en ese resbalón inevitable que termina por transformarla "en una larga, oscura, triste lengua"?

Pero es que la lengua, triste o alegre, obedece en cualquier caso a un régimen de deslices. La lengua sólo vive a condición de poder deslizarse. Y no me refiero a ella únicamente como a aquel órgano carnal que, encarcelado entre los dientes, esclavo de un paladar y de una boca, trata de abrirse paso hacia un afuera ignoto y prometido; me refiero también a la lengua que hablamos y nos habla, a la lengua que resbala sobre los significados, sobre lo que quisiera atenazar en propio. Ya que cuando digo lo que acabo de decir, es precisamente porque nunca terminaré de decirlo. Cuando digo "me refiero" es a sabiendas de que todo referente se me escapa y de que mi discurso sólo puede acariciarlo como a un límite, como a un horizonte inaprehensible.

¿Sería entonces toda poesía la crónica de un traspiés? ¿El relato de un tropiezo? ¿De un tropiezo quizás inseparable de la condición humana, de un tropezar que hace inminente bajo nuestros pies el abismo, abismo de la sangre anónima pero también abismo de la vida? Abismo de la tierra y del cuchillo y de la carne herida y de la muerte, abismo donde el habla se detiene al no poder nombrar, al no encontrar nada capaz de ser fijado en un lenguaje. Abismo que no sería otra cosa sino la tierra misma, devoradora del flujo incontenible de la sangre. Y así puede leerse, en el segundo acto de Bodas de sangre: "Cuando yo llegué a ver a mi hijo, estaba tumbado en mitad de la calle. Me mojé las manos de sangre y me las lamí con la lengua. Porque era mía. Tú no sabes lo que es eso. En una custodia de cristal y de topacios pondría yo la tierra empapada por ella."

La sangre empapa necesariamente aquello que por torpe violencia hemos venido a pensar como la materia del mundo: la tierra que soporta y absorbe en silencio el fruto incalculable de nuestras pasiones, ese flujo carnal que aspira al aire, que desea "una fuente de sangre con cinco chorros", que violenta su origen telúrico para tratar de entregarse –en vano– a la luna o a las estrellas. Y es que la sangre, en su efusión vertical, tiende a inventarse un firmamento: invención que empero sirve siempre de proemio a una caída, a un triste recaer en el origen.

Porque "la sangre que ve la luz se la bebe la tierra", ávida como está de reducir el sempiterno exceso que es la vida al fondo indiferenciado que con todo empuje nuevo puede. Es esa tierra que a toda vida llama desde el destino común que es el yacer, el entregarse –a veces a fecha fija– al yacijo y la mortaja. Así lo advierte, por ejemplo, el "Romance del Emplazado": "El 25 de junio/ le dijeron a el Amargo:/ ya puedes cortar si gustas/ las adelfas de tu patio./ Pinta una cruz en la puerta/ y pon tu nombre debajo,/ porque cicutas y ortigas/ nacerán en tu costado,/ y agujas de cal mojada/ te morderán los zapatos./ Será de noche, en lo oscuro,/ por los montes imantados,/ donde los bueyes del agua/ beben los juncos soñando./ Pide luces y campanas./ Aprende a cruzar las manos,/ y gusta los aires fríos/ de metales y peñascos./ Porque dentro de dos meses/ yacerás amortajado."

El cadáver pertenece siempre al pasado de la sangre. Y si tratamos de abordar el habla poética como el canto que brota de esa misma sangre, pronto vislumbraremos en ella un efecto de extraña preterición: la poesía, liviana vibración entre dos cadáveres (el expósito y el sepultado) parece coincidir por todas partes con el recuerdo de una hemorragia eterna, por siempre pasada.

Y es que –dicho sea entre paréntesis de plata– ¿qué otra noción puede tener un mortal de lo eterno, si no es la de aquello que por haber pasado siempre no puede conocer término fijo? La poesía cantaría entonces la eternidad de un flujo contemporáneo de una herida original, siempre pretérita: fisura inmemorial en las carnes abiertas de la tierra, fisura o hendidura cuyas paredes habrían de cobijar la vacilación esencial de nuestra lengua. Y entonces el hablar surgiría como el aleteo de la mariposa que agoniza en la mano entreabierta del niño: mariposa en agonía sin fin, mano del niño inocente y criminal que no se cierra. Tal vez Lorca se debatió al sesgo con esa metáfora angustiosa; pero tuvo que alejarse de ella lo suficiente como para desplazar a la muerte hasta el espacio de lo presentido. Ya no el canto de una herida primordial, pasado que no pasa, sino la certeza anticipada del destino del Amargo como algo que empezaba a devorar lentamente su vida. Antes de que la muerte de Ignacio Sánchez Mejías le diera la ocasión de llorar la suya por anticipado, pudo aún escribir Poeta en Nueva York (1930), que no parece ser otra cosa sino el testimonio de la muerte anónima y presente, es decir de la muerte que nosotros, seres contemporáneos, insistimos por obligación en pensar como nuestra vida.

CREO QUE NUNCA la miseria humana afloró con semejante fuerza en la poesía de Lorca. Poeta en Nueva York no canta precisamente a la sangre derramada, ni a la sangre que puja por alcanzar las nubes, sino más bien a la sangre sojuzgada y subterránea, a la sangre desmentida por los cálculos industriales de la sobrevivencia, a la sangre que todos tenemos que perder calladamente para hacernos la ilusión de que aún vivimos: "Debajo de las multiplicaciones/ hay una gota de sangre de pato;/ debajo de las divisiones/ hay una gota de sangre de marinero;/ debajo de las sumas, un río de sangre tierna."

¿Cómo no reparar enseguida en el hecho de que aquí la sangre ya no es algo que se alza en surtidor, ni tampoco algo que busca empapar la tierra, sino tan sólo algo que hay, algo que hay debajo? La sangre ya no fluye: se limita a estar ahí, debajo (de las multiplicaciones, de las divisiones, de las sumas). Y sin embargo en el mismo poemario puede leerse aún, líneas arriba: "Sangre furiosa por debajo de las pieles,/ viva en la espina del puñal y en el pecho de los paisajes…"Y también: "Sangre que mira lenta con el rabo del ojo,/ hecha de espartos exprimidos, néctares de subterráneos…"

Entonces, atendiendo al testimonio desgarrado de la poesía, la sangre sería a un tiempo la furia que desmiente los juegos de la piel y el rabillo del ojo de la vida: esa mirada lenta que lo soslaya todo, como en un gesto de soberanía mayestática, pero que a la vez se debe y remite siempre a lo subterráneo para en ello encontrar néctares indecibles. Néctares (y la poesía los dice en plural obedeciendo al juego de multiplicar lo Uno), que la filosofía intenta encaminar hacia ese único néctar que es la muerte. Y es que mientras la filosofía trata por todos los medios de acorralar a la muerte para poder asirla y darle alcance, la poesía explota el poder que en ella misma se muestra cuando se desparrama. La poesía asiste al desparramarse de la muerte. Por eso se aproxima a ella a través de la radical efusión, de la hemorragia sagrada.

La poesía, piedra arrojada en la ciénaga de nuestro bienestar, trata siempre de provocar una égida, una incontrolable dispersión, una inundación que desborda los rediles cuyos linderos constituyen el sentido de lo cotidiano. Y por si alguien dudara aún de la magnitud del abismo que separa al poeta del pastor, ahí aparece una y otra vez evocada la fuerza que desafía todo intento de conducción: ya que si hay algo que no puede hacerse con la sangre, es precisamente marcarle un cauce.

¿Sería entonces la poesía un intento, y quizás el intento supremo, de sumar la voz humana a un flujo anónimo que no conoce cauce? ¿Algo así como anegar la voz del hombre en el torrente sobre el cual chapotea con torpeza su propia identidad? Pero entonces ¿no sería la más genuina poesía la tentativa de devolver el hombre a lo inhumano?

Humanamente vivo y humanamente he de morir. Humanamente vivo en la espera de la muerte y humanamente muero en la espera de una vida imposible. Soy la herida; pero a la vez soy también la sangre que escurre por sus bordes. Soy la palabra y el festín de los gusanos que devoran mi lengua. Soy mis ojos y las larvas que se agitan, hijas de su viscosidad, en el sepulcro. Soy la sangre podrida de mis días, aquello que en todo amanecer me recuerda el peso inerte de mi vientre. ¿Soy entonces algo distinto de la amenaza oscura que me habita? Ya Baudelaire se había visto forzado a debatirse entre la náusea y el éxtasis al adentrarse en tan sombrías consideraciones. Pero Lorca, a diferencia del gran poeta parisino, no cederá nunca al spleen: más bien adornará de antemano su cadáver con guirnaldas, celebrará por anticipado su muerte entregándolo todo al divertimento. Y así, después de haber escrito el poema titulado "La gran tristeza", confesará en entrevista concedida al llegar a Buenos Aires, muy poco antes de su trágica muerte: "A mí lo único que me interesa es divertirme, salir, conversar largas horas con amigos, andar con muchachas. Todo lo que sea disfrutar de la vida, amplia, plena, juvenil, bien entendida. Lo último, para mí, es la literatura."

Vocación de frivolidad que apuntaba –desesperadamente tal vez– hacia esa gloria del instante que abre el devenir del mundo en abanicos multicolores. Se trata, en apariencia, de una ebriedad distinta de aquella a través de la cual nos sacude lo trágico: es ahora el misterio que cambia la sangre en agua y en cristal, incluso en ese aire al que sólo se accede por el prisma sin sitio de la poesía. Canto y danza que nos aparta de toda confrontación mohína con la muerte, pero que a su vez trata de desplazarla transformándola en un hecho luminoso y glorioso, como en las corridas de toros. La poesía enjaeza a la muerte como a una yegua virgen, es capaz de ponerle riendas doradas. Y por su parte el poeta se acerca a todo eso, no como un sacerdote resplandeciente, sino como un acólito oscuro de cabeza baja: monaguillo cabizbajo.

Pero ¿acaso guarda todo eso la promesa de algún sentido? La cabeza del poeta acaba por inclinarse hacia la tierra mientras recibe un tiro anónimo en la nuca. ¿Será entonces ése el destino de la poesía? ¿Inclinarse bajo el poder de lo anónimo, renunciar a la libertad de la sangre para entregarlo todo a los museos, a la momificación de los nombres, a esa empresa macabra que muchos llaman "historia"? Entonces, a partir del cadáver momificado de Lorca, cobraría renovada vigencia la pregunta de Hölderlin: "¿Para qué los poetas en tiempos de miseria?" Y sería precisamente esa miseria lo que nos resta por pensar.

APOSTILLA LAPIDARIA

La sangre es un torrente que requiere voz. Quiere la sangre hablar y aun cantar. Pero ¿será eso cierto? ¿No será más bien que a través del habla y del canto, de la poesía y la filosofía, tratamos en vano de evitar la pérdida que nosotros mismos somos?

(A partir de esa sospecha, si cedemos sin trabas a su seducción, poesía y filosofía aparecerían al servicio de la construcción de ciertos torniquetes destinados a paliar las consecuencias de una hemorragia esencial).*

Tras el derrame fatal, tras la consumación mortal de la hemorragia, la sangre se endurece, deja de ser un flujo para cedérselo todo a la piedra, a la piedra lapidaria ("¡oh sangre dura de Ignacio!"). La piedra es el acceso forzado a lo anónimo ("No te conoce nadie"), silencio sepulcral en el que se disuelve toda palabra y todo canto. Silencio: absorción mineral de la vida.

Hay un destino lapidario de la sangre que tal vez coincida con el devenir de toda auténtica poesía. Y es que la palabra poética parece condenada a palpitar entre dos tipos muy distintos de cadáveres: uno es el cuerpo expósito ("Muerto se quedó en la calle/ con un puñal en el pecho/ no lo conocía nadie"); otro es el cuerpo amortajado y sepultado (El Emplazado e Ignacio). Pero en cualquier caso el cadáver pertenece al pasado de la sangre. Cadáver anónimo, expuesto a la intemperie, y cadáver memorable, ahogado por la lápida del recuerdo.

Entonces la poesía ¿en qué consiste? ¿En acompañar la entrega inevitable de toda vida a lo anónimo, sumándose por exceso a la crueldad de la intemperie? ¿O en colocarse en un sepulcro, una mortaja, para resucitar desde ahí –quizá por defecto– la memoria de la sangre derramada?

A partir de tales consideraciones, parece inevitable plantear una falsa alternativa, como suelen serlo todas las que atañen al pensamiento: la poesía entre la exposición abismal y el monumento fúnebre: oscilando de nuevo entre el abismo y la memoria, entre la sangre perdida y la letra que la fija. La palabra de Lorca no consigue hurtarse nunca a esos vaivenes; más parece buscarlos aleteando desde la insignificancia de un pájaro herido.

Me detendré tan sólo en el efecto de preterición que permite a la poesía acceder al canto de una hemorragia pasada. ¿Cómo consiguen eso los poetas genuinos? En tal pregunta apenas encuentro a tientas los vestigios de un enigma. Asunto de bobos, tal vez, como la mayoría de los enigmas. Y estaría dispuesto a explorarlo si para ello no me faltaran a un tiempo el puñal y el grito.

Desarmados ante el flujo abismal de lo pretérito y mudos ante las oleadas de sangre que aportan "noticia" de lo futuro, ¿cómo no habríamos aún de intentar hablar desde esta tesitura ridícula del presente, playa donde la memoria del Mar se pierde, herida a partir de la cual la hemorragia sagrada se torna inevocable?

Sangramos sin memoria y sin canto. Trastabillamos como niños inválidos muy cerca del Averno. Pero inclusive esa proximidad se nos hurta cada vez que decimos "yo" o "nosotros".

Y en esa circunstancia miserable, ¿de qué nos serviría aún el sacrificio alegre de los poetas? ¿Acaso somos aún dignos de cualquier forma de heroísmo? ¿Acaso nos afecta aún en la entraña la voluntad sacrificial y la euforia sagrada? ¿No hemos llegado seguramente, por vía de abandono y profanación, a transformar la sangre misma en algo así como un "objeto de análisis"?

Tataranietos de una civilización anémica, desangrada desde hace mucho tiempo y exhausta en sus más vibrantes convulsiones, nos movemos a pesar nuestro bajo un régimen de eterna preterición (si puedo evocar a Lorca en este instante, ello no hace más que probar la eficiencia actual de semejante régimen).

Por eso sólo me fue dado escribir y hablar de la sangre pretérita y podrida, de la sangre pasada. García Lorca pertenece de mil modos al pasado. Son precisamente los mil modos en que a nosotros nos ha sido negada la posibilidad de desangrarnos heroicamente –y de vivir.

*En esta observación, escrita entre paréntesis, más de uno podría percibir una contradicción: ¿Cómo es posible afirmar a la vez que la poesía es el canto que acompaña sin medida a una hemorragia y el artilugio (torniquete) que intenta contenerla? Efusión cantada y contención sorda: ¿se entenderían ambas cosas a un tiempo? ¿El torero desangrándose y el cirujano que lo interviene? La poesía es a la vez una sangría (infinita) y una intervención (finita). En ello, más que una contradicción, parece hallarse una paradoja. Coincidencia impensable del agonizante con el cirujano, línea de intersección entre dos posibles que engendran un imposible.