La Jornada Semanal,   domingo 9 de junio del 2002                        núm. 379


Lisboa libro de abordo

José Cardoso Pires

CAMÔES/CALLE DEL ALECRIM

Descendiendo por la calle del Alecrim, es como me prefiero a eso de las nueve y tantos de la mañana y en otoño, si es posible. Dejo el Camôes de bronce en medio de la avenida (siempre con una paloma en el hombro, nunca he sabido por qué) y comienzo a descender. A pocos pasos tengo a Eça, didáctico, levantando el velo de la fantasía a una beldad desnuda como si alguien se deslumbrase con semejantes intimidades. Ni siquiera volteo a verle, prosigo de frente.

Entre tanto, cuando miro hacia el fondo de la calle, descubro que las enormes grúas de la empresa Lisnave, que están en la otra orilla, se encuentran casi en el lado de acá, encima de Cais do Sodré. ¿Atravesaron el Tejo o fue que el Tejo se empequeñeció durante la noche?

Sebastián Opus Night, militante del whisky en los bares de estos rumbos, se pasa la vida afirmando que Lisboa es toda en trompe-l’oeil. Sólo que él es quien anda con el ojo embrollado desde que nació. Hermano de un juez del Opus Dei, el Opus Night nunca en la vida salió a la calle antes de que se anunciase la noche y sólo en el día de su funeral es que hará una excepción a esa regla, porque por el horario de los cementerios los muertos cierran a las cinco. Incluso allá, entre los cambios de luz del anochecer y la resaca de los whiskies de la víspera, Opus Night, Opus Knight o Copus Night continuará afirmando que Lisboa, a la luz del sol, no sirve para nada fuera de embrollarle la vista.

Eso afirma, mas nunca vio Lisboa con esa luz, es lo que le falta; y si la viese tal vez quedará con la boca abierta porque es una ciudad de geometría esquiva, colinas, requiebros, ondulaciones, reflejos de un río de tonos inciertos, según los días y las mareas, un cuerpo para deletrear sin prisas.

Ah, sí. "Si fuese Dios detenía el sol sobre Lisboa", escribió Fernando Assis Pacheco en un poema atontado de luz (la tan citada luz). De acuerdo, pero una ciudad caprichosa como esta nunca la puede el sol iluminar del mismo modo. Tiene que aficionarse a sus contornos y a sus instintos desordenados, a su placidez aquí, al barullo de los barrios viejos allá, y es con esos desvelos que él le da color singular.

Color. De Lisboa se puede afirmar que hasta los daltónicos discuten su color. Vea allá, de preferencia el ocre pombalino, recomienda un byroniano del paisaje. El verde, el verde, opone alguien enseguida, con los ojos puestos en la Explanada del Palacio, "hasta el caballo de Don José va poniéndose verde, comido de mar", ya decía Cecilia Meireles. O el blanco, el blanco recuerda espumas de océano, cal de muros, mediterráneo, "se siente una nostalgia blanca...", escribió Mary McCarthy en una "Carta de Portugal" a Alain Tanner, cineasta civilizado, que no tuvo para más imaginación y llamó a esto Ciudad Blanca.

Ciudad Blanca, qué ceguera de este Tanner Lumière. ¿Es color el blanco de su película o es metáfora? ¿Interroga las impetuosidades de una luz que en el mismo lugar, en el mismo instante y en el mismo color nunca se repite? Pregunto.

Por ésas y por otras es que el color de nuestra ciudad es tan esquivo para los pintores. Lo descubrimos a veces en los dibujos acuarelados de Bernardo Marques, si, un poco; o en la delicadeza ingenua de Carlos Botelho. Está en aquel atardecer casi taciturno del "Avenida Camôes" de Abel Manta, en la "Calle Augusta de Noche" de un modestísimo académico como José Contente o en la descripción del "Mirador de Santa Catarina" de Joâo Abel, allí sin duda. Podemos verla en azul en la versión de Vieira da Silva como ya la habíamos visto en un célebre azulejo del siglo XVIII, pero en Vieira da Silva Lisboa es una memoria que se le detuvo en el corazón porque, al igual que en otros temas muy diferentes, otros de sus discursos cromáticos son ecos de los azulejos lisboetas, tanto en la luz como en la composición.

CHIADO, LA HERIDA DE FUEGO

Fernando Pessoa y el fraile "de las putas taberneras" (según Afonso Álvares) conocido como Chiado continúan sentados entre la lluvia, indiferentes uno del otro. Dos poetas de Lisboa, dos náufragos del fuego. La pequeña Plaza donde se sitúan (que otrora fue asaltada por fanáticos llameantes en procesiones del Santo Oficio y después traqueteada por un terremoto de acabar el mundo), esa pequeña plaza, digo, tuvo la felicidad de sobrevivir hace algunos años a un incendio que le respetó. Pero hasta donde el fuego logró llegar quedó toda reducida a lo que se sabe: escombros, cenizas, hierros torcidos, y un pasmo de quebrar el alma.

Hoy cuando atravieso ese rostro corrompido de Lisboa, lo veo como una herida abierta en nuestra memoria colectiva. Más aún: es un poco de la memoria de mí mismo que quedó destrozada porque también yo subí al Chiado en diferentes edades de mis libros y con amigos de diferentes generaciones. Así, por más rápida que sea la cicatrización de estas paredes fantasmas, sé que permanecerá para siempre un humo, una sombra dolorosa que me nubla el pasado.

Nunca más regresaré a la Pastelería Ferrari que venía de otro siglo con sus dorados burgueses y sus dulces de monjas. Y las tres veces centenaria Casa Batalha, ¿por cuánto tiempo seré capaz de recordarla como una reliquia anónima, presente y desconocida? ¿Y los Grandes Almacenes Grandella, con sus empleaditas que soñaban en el mostrador telenovelas?

Es posible definir Lisboa como un símbolo. Como la Praga de Kafka, como el Dublín de Joyce o como el Buenos Aires de Borges. Sí, es posible. Sin embargo, más que las ciudades, es siempre un barrio o un lugar el que caracteriza esa definición y la fidelidad tantas veces inconsciente que les dedicamos. El Chiado, en este caso. Su geografía cultural, su luminosidad diurna, la paz provinciana de sus calles por la noche, tanta cosa, tanta cosa.

Pero sucede que el Chiado no puede ser resumido a una efemérides, a un libro de oro o a un Belvedere por donde pasaron las primaveras de las Bellas-Letras/Bellas-Artes de un país. Está también en el trayecto de nuestro Ideario social contemporáneo, en la evolución de nuestra política, y ese es un capítulo que le cabe en párrafos de gran honra.

Aún hoy, cuando accedo a la plaza Rafael Bordalo Pinheiro, con aquel edificio en el fondo decorado con figuras masónicas, desvío en ocasiones la mirada para la antigua casa que fue el Casino Lisboeta donde ocurrieron las "Conferencias Democráticas" que clausuraron nuestra sociedad decimonónica. Antero, José Fontana, Eça y Oliveira Martins me brotan inmediatamente porque fueron ellos quienes en aquellas salas realizaron el gran "Pronunciamiento" de la modernidad del país.

Y si desciendo algunos metros y me veo en la Plaza do Carmo, con la fuente al centro salpicada de pajarillos, entonces alguna cosa me pasma por completo, porque fue allí que pasé el momento más conmovedor de mi vida ciudadana. Plaza do Carmo del año de ’74, ¿quién te puede olvidar? Era primavera y la capital proclamaba la Revolución de los Claveles frente a los dueños de la Dictadura encerrados en un cuartel.

Regreso allá, de cuando en vez, después del incendio. Las llamas no llegaron hasta allí, palomas minuciosas cubren la Plaza y se oye el agua correr. Chiado, en paz después del tumulto. Qué feliz un lugar como éste que, pese a los sismos y las llamas, tuvo la fortuna de ser el palco de la hora que liberó a un país.

Miro y recuerdo, pero hay una parte de él que está desfigurada para siempre. Y eso duele, no olvida. Cuando aquellas cicatrices se hayan cerrado, ¿cómo será este rostro de mí mismo? 


Traducciones de Luis Ramón Bustos


Todas las lisboas

LUISRAMÓN BUSTOS

Existen ciudades con imán, con un halo particular que invita a su recreación literaria: Lisboa es una de ellas. Desde que fue fundada por los fenicios, hacia el 1200 a.C., su luminosa bahía ha seducido a los viajeros. Incluso se atribuyó su fundación a Ulises, el eterno navegante griego. Los romanos la habitaron durante seis siglos y la nombraron "Felicitas Julia", en honor a Julio César, quien le confirió la dignidad de municipio; durante la época en que los muslimes norafricanos dominaron Portugal, fue Luzbona, Lixbuna o Ulixbone, y sus aires ya venteaban desde los oteros. Desde entonces sus colinas y su inmensa bahía –el punto más occidental del continente europeo– son las señas de identidad de la capital lusitana.

Si bien podemos hallar crónicas de ella desde el siglo XVI, es hasta la llegada del romanticismo que la narrativa la recrea con verdadero arte. En dos de las obras narrativas del iniciador del romanticismo portugués, Juan Bautista da Silva Leitao de Almeida Garrett, conocido como Almeida Garrett, encontramos referencias literarias de ella. La estancia en Inglaterra del autor dio un cierto color británico a sus obras, las cuales reflejan, aunque sólo en lo estilístico, la poderosa influencia de esa nación sobre Portugal a lo largo de más de dos siglos. Tanto en El Arco de Santana como en Viajes por mi tierra, aunque tangencialmente, Lisboa es referencia obligada que concita el odio de sus personajes, como respuesta al centralismo de la capital. Sus obispos y acólitos, sus cobradores de impuestos, su timorato parlamento, reflejan como un eco los tejemanejes políticos de la capital.

Sostenía Fradique Mendes –esa especie de heterónimo de Eça de Queiroz– que Lisboa era una ciudad absurda y demasiado tendiente a copiar lo extranjero; de hecho, resumió esto con una sentencia bastante irónica: "Lisboa es una ciudad traducida al francés en caló". Con ello refería el afrancesamiento que caracterizó a la capital lusitana desde fines del siglo XVIII hasta los inicios del siglo xx. La Lisboa manuelina, aquella que tiene en la Torre de Belem y el Monasterio de los Jerónimos a sus más importantes monumentos arquitectónicos, había desaparecido en buena medida durante el terremoto de 1755. De la arquitectura del reinado de Manuel i, seguramente la época de oro de la ciudad, poco sobrevivió: aquel siglo XVI áureo, producto de la expansión marítima portuguesa, quedó sepultado junto con la Ciudad Baja (la Baixa) bajo los escombros de dos devastadores terremotos y del desbordamiento de las aguas del Río Tejo. Otro renacimiento llegó de la mano del ministro de José I, Sebastiâo de Carvalho (Marqués de Pombal), y del ingeniero Manuel de Maia. Extraño que quienes criticaron el afrancesamiento decimonónico no recordaran que el estilo manuelino fue también elaborado por un arquitecto francés: Boytac. Finalmente, lo francés prevaleció en la capital, incluyendo un gigantesco elevador que unió a las ciudades alta y baja construido por el propio Eiffel.

Si bien Camilo Castelo Branco –el otro genial novelista portugués– ubicó buena parte de su obra en la industriosa ciudad de Porto, también tuvo, hacia la mitad del siglo XIX, una aproximación a la capital: Misterios de Lisboa. El singular romanticismo de Castelo Branco traza un retrato poco idealizado, caracterizando a la ciudad como supersticiosa y contraria a los designios amorosos de sus habitantes. Pero sería Eça de Queiroz, ese novelista sin parangón en las letras portuguesas, quien habría de realizar la crónica profunda y humorística de Lisboa. Tanto en El primo Basilio, como en Los Maias, lo mismo en La reliquia que en La ciudad y las sierras y El misterio de la carretera de Sintra, la prodigiosa capacidad sintética del autor configuró un plano perfectamente trazado, en lo social y en lo espiritual, de la ciudad. Es tan exacto, tan minucioso, que desborda sus límites temporales y en él no vemos ya solamente a la Lisboa decimonónica, sino una Lisboa intemporal.

Teixeira de Queiros concibió un plan maestro para recrearla literariamente: pergeñó una larga serie de novelas que reunió bajo el título de Comedia burguesa; con lupa de entomólogo, logra una fiel reproducción realista de la clase alta lisboeta. Su escenografía social y política, en ocasiones hasta más puntillosa que la de Eça, tiene rasgos satíricos y una expresividad que se amolda perfectamente a sus temas. Como crónica de costumbres resulta insuperable.

Uno de los más relevantes cuentistas portugueses, Fialho de Almeida, hacia principios del siglo XX logró dar forma, por primera vez, a un retablo expresionista de la Lisboa nocturna. Sus acuarelas en claroscuro, sus dibujos de trazo rápido, nos revelan a la ciudad marginal, oculta, soterrada. Personajes insólitos, atmósferas asfixiantes, son los mayores logros de este originalísimo cuentista.

Bajo la rúbrica de uno de sus heterónimos menos conocido, Bernardo Soares, Fernando Pessoa escudriñó con espíritu crítico los cimientos de la modernidad. Un auxiliar de contabilidad (Bernardo Soares) recrea el submundo de la burocracia, de la insatisfacción personal y de la enajenación urbana. Esta peculiar novela de Pessoa (escrita en dos periodos: 1913-1917 y 1929-1935) es como un viaje simbólico por la Lisboa burocratizada e intelectual. Un mundo sin salida, un orbe que apabulla al individuo, surge de su pluma para configurar la esencia del hombre actual. Pessoa reconstruye así una Lisboa ajena, enemiga.

La zona fabril que se sitúa en la ribera sur del Río Tejo (el asentamiento original de Lisboa está en la ribera norte), desde los años veinte del siglo XX, y durante toda la dictadura salasarista, conoció el desarrollo de la marginalidad y de la pobreza. Es allí donde se sitúa una extraordinaria novela, poco conocida fuera de Portugal: Esteros, de Soeiro Pereira Gomes. Obra que pinta a la clase obrera portuguesa en su incipiente desarrollo, es, en verdad, un alegato ético pleno de conmovedor humanismo. Su profunda introspección de la vida adolescente, de los embates que padece cuando el entorno es injusto y agresivo, tiene la rara cualidad de, sin caer en el panfleto, ser una denuncia social con gran nivel literario. Después de él llegaron otros autores neorrealistas, y hacia los años treinta y cuarenta, lograron interesantes recreaciones de la vida de la ciudad, teniendo como protagonistas, al contrario de los narradores del siglo anterior que se regodearon en la clase alta, al pueblo y a los marginales. Entre ellos destaca Fernando Namora, quien en su novela El hombre disfrazado (su protagonista es un médico torturado por dudas existenciales) realiza la disección del mundo moderno, de la forma en que Lisboa se insertaba en una Europa cada vez más deshumanizada y despersonalizada. En Namora el paisaje citadino adquiere relieves simbólicos: es un mundo hostil que tiende a destruir los mejores anhelos del hombre.

A partir de entonces, novelistas, cuentistas y cronistas como Mario Zambujal, Lidia Jorge, José Saramago, David Mourao-Ferreira, Urbano Tavares Rodrigues, António Lobo Antunes, Vitorino Nemésio, Ernesto Leal, Joâo de Melo, Natália Correia y José Cardoso Pires, han corroborado algo que ya habían vislumbrado los autores románticos: que Lisboa puede tener acento inglés, que puede ser una versión francesa traducida al caló, que tiene aires africanos y brasileiros, y que últimamente –creciendo hacia Estoril la mancha urbana–, puede tener mucho de europeo y de norteamericano, y que pese a ello tiene ese sello que la hace única, cabalmente original. Y nos descubrieron así a esa Lisboa intraducible, tan tradicional y moderna a la vez, tan inevitablemente ella misma. Haciendo énfasis en ello, José Cardoso Pires nos regala en Lisboa libro de abordo (1997) una ciudad como metáfora, desplegada como mural acuático y un tanto cuanto humorística. 


LUIS RAMÓN BUSTOS