Jornada Semanal,  domingo 9 de junio del 2002              núm. 379

Enrique López Aguilar

WAGNER Y LOS JUDÍOS (II)

Ya lejos de esa idea hegeliana de adjudicar a una persona o a un movimiento el atributo de encarnar el espíritu de algo (de una época, de una nación), las desavenencias entre wagnerianos y brahmsianos en la segunda mitad del siglo XIX parecen comprensibles desde la distancia histórica, pero un tanto triviales si ahora, con esta misma perspectiva, se disfruta y entiende el lugar que cada uno de ellos ocupa en el desarrollo de la música. No es imposible que ciertas diferencias personales hayan enemistado o distanciado a los artistas en diversos momentos: baste recordar ese espectáculo de canibalismo literario ofrecido por los escritores españoles del segundo Siglo de Oro: Quevedo, Góngora, Lope de Vega, Juan Ruiz de Alarcón, Tirso y casi todos los que se quieran recordar fueron activos denostadores los unos de los otros… después de cuatro siglos sería ridículo quien, adhiriéndose a las violencias verbales de la época, siguiera prefiriendo a Quevedo o a Góngora no por sus intrínsecos valores estéticos, sino guiado por la enemistad que se profesaban.

Ejercer el principio de las estéticas excluyentes es perderse de una parte del universo: dejar de escuchar a Verdi y Brahms por simpatizar con Wagner resulta una elección tan empobrecedora y necia, si no surge de un verdadero gusto estético, como la situación inversa; en todo caso, las decisiones de ese auditor, nostálgico de rancias polémicas, no afectan en nada ni a la fama, ni a la perduración, ni a la profundidad de la obra de Verdi, Brahms o Wagner… el verdaderamente empobrecido es ese fanático de la persona que produjo una obra determinada (desde luego, no se trata de un seducido por la obra en sí misma, que es la que importa).

Del conocimiento de la obra se pasa al interés por la persona que la creó, y no al revés. Como en el resto de las actividades humanas, en el arte han existido personalidades detestables (suelen equivocarse quienes creen que los artistas, por sensibles, son buenas personas): las biografías de Wagner, Mahler y Beethoven, de Miguel Ángel y Picasso, de Quevedo y Salvador Díaz Mirón son ejemplo de esa paradoja ofrecida entre la altura estética de una obra y la personalidad mezquina, neurótica, colérica, narcisista, arrogante o violenta que la produjo. Claro que también existen los contraejemplos, pues nadie dudaría de la simpatía provocada por personas como las de Mozart, Mendelssohn, Haydn, Cervantes, Cortázar, Rembrandt… Sin embargo, para efectos de la valoración estética, lo verdaderamente importante es la obra, no la persona que la realizó y, en un momento dado, ni siquiera sus circunstanciales "equivocaciones" ideológicas (después de cuatrocientos años, a casi nadie le interesa que el autor del espléndido soneto que comienza "Cerrar podrá mis ojos la postrera/ sombra que me llevare el blanco día…" haya sido uno de los intelectuales españoles más reaccionarios del siglo XVII). Si por motivos azarosos el nombre de Wagner se hubiera perdido y sobreviviera alguna de sus óperas de manera anónima, tendría que reconocerse la calidad de la misma, al margen de ignorar la identidad de su autor.

Por razones extramusicales, el nombre de Wagner está asociado con el antisemitismo. No sólo vivió en un siglo donde Europa comenzó a desarrollar poderosamente ese sentimiento de intolerancia racial, de lo cual son prueba los pogroms eslavos, las conversiones religiosas de la familia Mendelssohn (que agregó el Bartholdy al apellido original para cristianizarlo mejor) o de Gustav Mahler, y el escandaloso "caso Dreyfuss", militar juzgado y condenado por traición a la patria: el encarnizamiento de que fue objeto estuvo arraigado en la circunstancia de que se trataba de un hombre de origen judío y en ese juicio de nada sirvieron las defensas de intelectuales como Victor Hugo y Zola. Es cierto que Wagner se permitió comentarios antisemitas, particularmente dirigidos a cuestiones estéticas, como su desprecio por la música de Giacomo Meyerbeer (cuyo verdadero nombre era Jakob Liebmann Beer), de quien puede decirse que la mediocridad musical no se debe a su condición de judío sino a la inopia de su talento. Eso no justifica el antisemitismo de Wagner, pero faltaría a la verdad quien afirmara que él fue uno de los activos adalides de esa intolerancia en la segunda mitad del siglo XIX. El quid de la asociación de Wagner con el antisemitismo está en el hecho de que la música y los temas de sus óperas le gustaron a Hitler para identificarlos con el proyecto nacionalsocialista, hecho del que Wagner fue inocente (y aun es dudoso que Hitler hubiera comprendido el sentido estético de la propuesta wagneriana). El Estado Nazi cometió graves actos de ordalía, como la noche en que, en Berlín, se quemaron libros y obras de autores judíos, comunistas o "decadentes", más la prohibición de reproducir toda forma artística e intelectual sospechosa de semitismo, lo cual fue otro hito de una barbarie que la Inquisición española ya había ejercido contra obras árabes, judías e indígenas entre los siglos XV y XVII. Lo preocupante es que el Estado de Israel pareciera querer sumarse a esa larga cadena de hitos de intolerancia. Consta en actas el escándalo desatado en Tel Aviv cuando, en su momento, directores como Zubin Mehta y Daniel Barenboim pretendieron dirigir música de Wagner en la capital israelí, lo cual revela una censura implícita contra la obra del compositor alemán. Dudo que quien la compulse encuentre en la música o en los textos algún rasgo que pueda calificarse de antisemita. En el peor de los casos, debería entenderse que el aprecio de una creación determinada no exige la simpatía incondicional por la persona que la produjo.
 


LA MILANESA Y EL COCODRILO

Mi primer encuentro con Efraín Huerta no fue un encuentro poético, ni político. Antes de leer sus libros, y de saber algo de su apasionada e irreductible visión política, yo lo único que sabía de Efraín Huerta es que era un gran goloso.

El asunto es que en uno de los trabajos que he tenido en la vida, ordenar el archivo del escritor chiapaneco Eraclio Zepeda, encontré un artículo firmado por Efraín Huerta titulado "La milanesa del Marro". En ese artículo, con el ingenio y la exaltación que hube de encontrar más tarde en su poesía, Efraín Huerta ponderaba las virtudes de la milanesa de un restaurante de Tuxtla Gutiérrez. El poeta se quejaba, con el humor que le conocemos, de haber buscado, sin encontrarla, una milanesa semejante por toda Italia. Poca cosa fueron las milanesas europeas que Efraín encontró a lo largo de su viaje. Empanizadas de mala manera, saladas, demasiado fritas o un poco duras, nada tenían que ver con la suave y dorada milanesa, poco grasosa y delicadamente sazonada que le ponían a Efraín en el plato cada vez que iba al Marro.

Huelga decir que saliendo del trabajo esa tarde, me metí a un Vips a comer una milanesa chilanga, sabedora de que no tenía nada que ver con aquella que tanta admiración había despertado en Efraín, pero con un hambre horrible, que el artículo había acicateado.

Unos años después leí la Estampida de poemínimos y tuve en alguna de las mesas de mi casa, como mucha gente que conocía, la edición con forma de cajita de cerillos que publicó Verdehalago. Me iba haciendo una idea de la personalidad de Efraín Huerta, un hombre ingenioso y mordaz, que usaba el humor irreverente para provocar en el lector una sonrisa, a veces llena de melancolía, como en este poemínimo ("Se sufre"): "En cuestiones/ De amor/ Siempre/ Caminé/ A paso/ De/ Tortura."

En años recientes también he sabido, de primera mano, que Efraín Huerta tuvo una capacidad inagotable para hacer amigos, para beber y echar relajo con poetas y escritores de toda Latinoamérica. Tengo la suerte de estar casada con su hijo, David, y me faltó la suerte de conocerlo. Y muchas veces en los viajes, cuando alguien se acercaba a decirnos que había sido amigo de su padre, como han sido tantas, no faltó la mirada de complicidad que quería decir "Otro más…" siempre teñida de un poco de incredulidad. Y resulta que todas las veces la incredulidad ha sido inmerecida, porque nunca ha faltado alguna anécdota que revela que la convivencia fue verdadera y muchas veces profunda, aunque breve.

Pero fue mucho tiempo después, durante un viaje a Guanajuato, que leí sus poemas completos. Entonces me fue revelada la visión trágica y lúcida de este poeta, un poeta que leía con atención a otros poetas, que supo hacer suyos a Ramón López Velarde, a Salvador Díaz Mirón, a José Martí, a Rubén Darío… el lado menos conocido y deslumbrante de su personalidad literaria.

Hay en la poesía de Efraín Huerta un talante a veces amargo y violento que contrasta con la alegre levedad de los poemínimos, una visión descarnada de México, de la dureza de la vida en este país, su gran amor, el amor fatal y terrible: Adoro tu pecho cercenado,/ la mútila sonrisa de piadoso ardor,/ porque eres bella, con la belleza total de ciertos asesinatos/ la hermosura de los ahorcamientos/ el inminente vaso vacío del suicida/ y la dulce entrega sobre los diamantes y el musgo… [...] Mi amor por ti es una brizna purísima,/ una luz interminable como la muerte,/ como esta dolencia en toda mi cabeza y mis uñas…

Casi podría yo jurar que el poeta tenía en mente el poema diazmironiano.

Cual un profeta, dice Ramón López Velarde en "La suave patria": El Niño Dios te escrituró un establo/ y los veneros de petróleo el diablo.

Un poco más de veinte años después, en un poema celebratorio, Efraín Huerta escribió estas líneas que contrastan con el optimismo del poema (titulado "Canto al petróleo mexicano"): La desgarrada,/ la dulce tierra nuestra/ siente cómo gotea/ la magistral palpitación siniestra,/ la venenosa llama azul,/ el poder y la sangre,/ la ígnea sangre doliente/ de la guerra y el crimen.

Y se retrata agriamente en el poema "Agua del Dios": …así, de rodillas, salvajemente mexicano,/ adherido a los hoyos inmundos de tu ancha cara sin horizontes.// Porque se debe decir, partiendo/ en dos la podrida manzana de la epopeya:/ la patria es/ impecable como el asesinato al pie de las ruinas/ y una mujer que no pudo parir ni una oración…

No lo conocí, así que sólo intuyo cómo convivían estas facetas en la misma persona. El poeta de gustos exquisitos que leía un poco a escondidas a Manuel Mujica Láinez, a Luis de Góngora y a Paul Valéry, mientras planeaba a qué horas irse –"mucho, pero mucho", como él decía– a la próxima manifestación de protesta. Sólo por eso, y no es todo, me hubiera encantado conocerlo.