Jornada Semanal, domingo 9 de junio de 2002                          núm. 379 

Germaine Gómez Haro

HERVÉ DI ROSA: PINTAR LA VIDA

Hervé Di Rosa (Séte, Francia, 1959) es uno de esos escasos creadores que han opuesto "resistencia" –en el sentido sabatiano del término– a la devoradora vorágine del mainstream del arte contemporáneo internacional, hoy en día cada vez más globalizado e impersonal. Un personaje singular, en la acepción de "excepcional, extravagante, extraño", que ha hecho siempre lo que le ha dado la gana y "porque sí", como escribe Álvaro Mutis en un cálido texto publicado en el libro-catálogo que recoge el testimonio del trabajo realizado en México a lo largo de los dos últimos años, y que se presenta en el Museo de Arte Contemporáneo de Oaxaca hasta el 24 de junio. La muestra viajará en agosto a la Biblioteca Magna de Monterrey, en octubre a Mérida, y en noviembre concluirá su itinerancia en el Museo del Arzobispado de nuestra capital.

En la década de los ochenta floreció en el panorama artístico francés la llamada figuración libre, con artistas relevantes como Robert Combas, Francois Boirond, Rémi Blanchard y el propio Hervé Di Rosa. A través de imágenes críticas y reflexivas, matizadas con tintes de humor e ironía en lenguajes vertiginosos de resonancias pop, estos creadores retomaron algunos códigos de sus antecesores sesenteros ubicados en el marco de la figuración narrativa, que reunió a figuras como Erró, Bernard Rancillac o Peter Foldés. Desde sus inicios, Di Rosa destacó entre su generación con sus pinturas inspiradas en las tiras cómicas y en elementos icónicos extraídos de la prensa, la publicidad, el cine y la televisión, manipulándolos de acuerdo a sus fantasías e inquietudes personales. Di Rosa se ha definido siempre como un incansable explorador del "caos inverosímil y las informaciones visuales contradictorias que bombardean al hombre moderno en la sociedad occidental". Pero, ante todo, se reconoce y se identifica con las imágenes de veta popular que existen en todos los países, especialmente en la mal llamada periferia, donde establece una interrelación estética y filosófica con sus artes tradicionales. Hace una década emprendió un periplo por Bulgaria, Ghana, Benin, Etiopía, Isla de la Reunión, Córcega, Vietnam, Sudáfrica y Cuba, explorando raigambres profundas que han sido el nutriente esencial de su polifacética producción. México es la décima escala de este viaje sin fin. 

Foto: Paul Gillingham¿Qué ha extraído y asimilado Di Rosa de tan diversas culturas? Su trabajo actual es, a todas luces, una síntesis de todo lo aprendido y aprehendido en su vuelta al mundo: "Como existen sintetizadores de sonidos, he querido ser sintetizador de imágenes." Al enfrentarse con total desenfado a la alteridad, el creador francés deja fluir y confluir técnicas ancestrales e innovaciones tecnológicas, expresiones milenarias en vocablos posmodernos, usos y costumbres de carácter cotidiano que su pródiga creatividad transforma en obras heterogéneas realizadas en los más disparatados formatos, soportes y técnicas. Y en este sentido, México ha constituido para él la más rica fuente proveedora de metáforas fantásticas que van desde el jolgorio colorístico de nuestras artes tradicionales (los demonios de Ocumicho, los árboles de la vida de Metepec…), la alharaca de las fiestas y espectáculos populares (la lucha libre, los toros…) hasta los lóbregos rincones de nuestra realidad social (asaltos callejeros, crimen organizado, violencia, caos urbano y desastres ecológicos). Todo esto tiene cabida en las pinturas de Di Rosa, ya sea en sus lienzos de gran formato conformados por un batiburrillo de escenas que combinan con sutil ingenio lo humorístico y lo desgarrador, o bien en pequeñas piezas alusivas a los exvotos, en las que las figuras emblemáticas de nuestro santoral son los protagonistas de narraciones fabulosas, en versiones equiparables a las de los superhéroes de las historietas. Al alimón con artesanos locales, realiza los marcos de sus pinturas en madera tallada y policromada, plata repujada, pewter moldeado y laca de Olinalá, con el fin de crear obras híbridas que entreveran la expresión culta y la popular. 

"No sólo el coro de las iglesias es barroco aquí, sino todas las calles de todas las ciudades y los pueblos", dice Di Rosa. El barroquismo de nuestra realidad cotidiana, aunado a los claroscuros de la personalidad intrínseca del mexicano, quedapatente en los mercados y tendajones que son, per se, verdaderas instalaciones vivas que el pintor francés recrea con acierto en sus obras –su misma casa-taller ubicada en la Ciudad de México es una suerte de instalación ecléctica en donde encontramos infinitas pistas que nos permiten descodificar sus torbellinos icónicos. En su perpetua Búsqueda –él subraya la B mayúscula– el artista ha rechazado tajantemente la pretensión de realizar un retrato de los países que explora con espíritu sagaz y aventurero. Su deseo es compartir con el espectador la experiencia lúdica y humanista de un francés audaz e ingenioso, poseedor de una notable cultura universal, que procura, a toda costa, despojarse de los prejuicios eurocentristas que todavía insisten en circunscribir a la periferia en el marco de un exotismo rancio y anacrónico. En tanto que el arte contemporáneo es cada vez más exclusivo, la creación marginal de Di Rosa resulta sorprendentemente inclusiva.

Su trabajo sobre México es como un caleidoscopio en el que, al asomarnos, captamos fragmentos de diferentes realidades que coexisten en nuestro derredor, aun cuando comúnmente no reparemos en ellas. Sus pinturas encienden una indescriptible mezcolanza de sensaciones y estados de ánimo diversos que nos transportan a rincones perdidos de la niñez, a las crudas realidades que perviven detrás de la frivolidad de los bombardeos mediáticos, parajes en donde conviven la pesadilla y la candidez, la ironía y el sarcasmo, el caos y la fiesta… Hervé Di Rosa realiza una suerte de antinarración de nuestra ciudad, de nuestra sociedad y de nuestras raíces, desde una óptica fresca, abierta y crítica: "¿Un retrato de México? ¡No! Simplemente, pinto la vida…"
 


Noé Morales Muñoz

QUIÉN HA VISTO A MI PEQUEÑO NIÑO

Una muy lamentable mayoría de la oferta cultural infantil en nuestro país ha estado atávicamente hermanada por un común denominador aún más lamentable: la consideración de los chiquillos y las chiquillas como un extraño subgenéro humano cercano al de los idiotas. Este tradicional menosprecio del ejercicio neuronal infantil acaba por traducirse en un rotundo beneficio de las sospechosas opciones que los medios de enajenación mediática ponen a disposición de los niños mexicanos. Todo parte, claro está, de la inconsistencia que en materia de política educativa ha caracterizado a casi todos los gobiernos. Sólo dentro de este contexto puede explicarse que la actual generación de estudiantes de primaria, consagren sus mañanas dominicales a atender la oferta subliminal y descarada de todo tipo de juguetes efímeros con la que Chabelo festonea su monolítico show; o que la ya referida chaviza descanse de sus batallas cotidianas por descifrar el discurso de los libros de texto de la sep siguiendo las aún más crípticas tramas de las series japonesas de animación en las que predomina, amén de una estética propia del delirius tremens, una evidente pobreza de contenidos. Si infancia es destino, como dice la sabiduría popular, quizás habría que comenzar, al menos, a preocuparse un poco.

Desde su trinchera, aunque incomparable en alcance a los citados medios de comunicación masiva, el teatro mexicano ha dado a lo largo de los años varias de las más dignas alternativas a esta negra realidad infantil. Inclusive, gente como Berta Hiriart, el Grupo 55 de Perla Szuchmacher y Larry Silbermann y La Trouppe, sólo por citar los ejemplos más renombrados, ha dedicado prácticamente la totalidad de sus esfuerzos a renovar el lenguaje del teatro para niños, otrora anquilosado en gran medida gracias a la subestimación ya mencionada al principio de esta columna. Luis Martín Solís, quien junto a Maribel Carrasco ha formado una interesante mancuerna director-dramaturga en el teatro infantil, bien puede ser considerado como piedra angular de esta renovación. Ahora escenifica un texto de la autora holandesa Suzanne Von Lohuizen, ¿Quién ha visto a mi pequeño niño?, con funciones los fines de semana en el Teatro Helénico.

La obra de Von Lohuizen, un éxito en varios países europeos, presenta la deliciosa particularidad de utilizar el absurdo como clave fundamental. A lo que hay que agregar un guiño más que evidente a Esperando a Godot. Porque si en el clásico de Samuel Beckett el resorte invisible que condiciona las acciones de Vladimiro y Estragón es la figura siempre inminente de Godot, aquí la pareja de padres Lunter y Kamiel (Carlos Cobos y Arturo Reyes) son sometidos al omnímodo escrutinio de un Niño que nunca llega, símbolo susceptible de múltiples interpretaciones. Si el Niño es un nonato, un producto de la sugestión de dos solitarios o cualquier otra cosa es algo que la autora acertadamente no aclara. En realidad el misterio que rodea a la figura del Niño es el detonante perfecto para que la dramaturga neerlandesa denuncie, inmisericorde pero sutilmente, la múltiple sucesión de contradicciones, chantajes, lagunas comunicacionales y demás calamidades propias de las relaciones conyugales, mismas que coadyuvan significativamente a entorpecer el diálogo entre padres e hijos. Cuestionando acremente la paternidad y la institución matrimonial sin caer en el didactismo burdo ni la moraleja, Von Lohuizen se da tiempo para una ácida crítica a otras taras culturales como el machismo y la discriminación a la mujer, pero nunca sin descuidar su objetivo principal. Pese a lo fragmentado del discurso y al manejo arbitrario de las convenciones espacio-temporales, la autora empatiza rápidamente con la audiencia infantil al valerse de su propia perspectiva para revisar el rol de los adultos dentro de su universo particular. No es fortuito luego que la mayor cantidad de elogios, risas y demás demostraciones de identificación provengan del público de pantalón corto; como tampoco lo es el hecho de que los padres que asisten al espectáculo acudan a mecanismos de defensa tan primitivos como el rechazo ante un señalamiento tan descarado de sus carencias como formadores.

Abordando el texto no desde el realismo sino desde la farsa, Luis Martín Solís consigue que lo enrarecido de la narración no se convierta en un obstáculo que dé al traste con la armonía en el diálogo con los niños suscitado por la autora. Limpio de trazo y consiguiendo de sus intérpretes un buen rendimiento corporal, el director logra que la puesta discurra con agilidad y sobre todo capta, para ya no soltarla, la siempre irregular atención infantil. Y si a esto se agrega la labor de un par de actores entrañables, si el montaje permite atestiguar otra interpretación admirable de Carlos Cobos y corroborar la madurez de Arturo Reyes, son muy pocos los pretextos para no dejarse afectar por esta apuesta simpática y valiente dentro de la cartelera mexicana.